35

Los agentes de seguridad egipcios y mexicanos subieron a bordo poco después del amanecer y procedieron a inspeccionar el barco en busca de explosivos ocultos y a echar un rápido vistazo a los expedientes de los miembros de la tripulación en busca de alguna indicación sobre la presencia de un posible asesino. Salvo algunos indios y paquistaníes, los miembros de la tripulación eran británicos y no tenían ningún asunto pendiente con los Gobiernos de Egipto ni de México.

Todos los componentes del grupo terrorista de Ammar hablaban correctamente el inglés y colaboraron de buena gana en la investigación, presentando sin dilaciones sus pasaportes británicos falsificados y sus documentos acreditativos como agentes de seguridad de la compañía naviera, y ofreciendo su ayuda para la inspección del barco.

El presidente De Lorenzo subió a bordo por la mañana. Era un hombre de baja estatura que rondaba los sesenta, de constitución robusta, con un cabello cano despeinado por el viento y unos ojos oscuros de expresión abatida, que ofrecía el aspecto de un intelectual condenado a una institución psiquiátrica. En sus rasgos faciales se apreciaba la influencia de sus antepasados españoles.

Salió a recibirlo Ammar quien, disfrazado de capitán Collins, llevó a cabo una actuación merecedora de un premio. La orquesta del barco interpretó el himno nacional mexicano a continuación, De Lorenzo y su equipo de colaboradores fueron escoltados hasta sus suites, en el costado de estribor del Lady Flamborough.

A media tarde, un yate perteneciente a un rico exportador egipcio se situó al costado del crucero y el presidente Hasan subió a bordo. El líder egipcio era la otra cara de la moneda con respecto a su equivalente mexicano. Era más joven, pues acababa de cumplir cincuenta y cuatro años, y tenía el cabello negro y ralo. Alto y delgado, caminaba no obstante con los movimientos vacilantes de un hombre enfermo. Sus ojos oscuros y lacrimosos parecían mirarlo todo a través de un filtro de suspicacia.

Se repitió el ceremonial y el presidente Hasan, con su séquito, fue conducido a las suites que ocupaban la mitad de babor del crucero.

Más de cincuenta jefes de estado del Tercer Mundo habían llegado a Punta del Este para la cumbre económica. Algunos habían decidido alojarse en regias fincas propiedad de ciudadanos de sus respectivos países o en el selecto club de campo Cantegril. Otros prefirieron la tranquilidad de los cruceros amarrados frente al puerto.

Diplomáticos y periodistas visitantes abarrotaron pronto las calles y los restaurantes para preocupación de los funcionarios uruguayos, que no estaban seguros de poder ocuparse de las numerosas personalidades extranjeras presentes en la ciudad, además de atender a la habitual entrada de turistas. Las fuerzas militares del país y las unidades de policía hicieron lo posible por controlar la situación, pero pronto se vieron desbordadas por la oleada humana que invadía las calles y abandonaron todo intento de controlar el tráfico, concentrando sus esfuerzos en la protección de los líderes reunidos para la cumbre.

Ammar contempló la bulliciosa ciudad desde el ala de estribor del puente a través de los prismáticos. Después, bajándolos un momento, consultó el reloj de su muñeca.

Ibn, su íntimo amigo, lo observó detenidamente.

—¿Estás contando los minutos que faltan para el crepúsculo, Suleiman Aziz?

—El sol se pondrá dentro de cuarenta y tres minutos —respondió Ammar sin volverse.

—Las aguas están muy concurridas esta noche, Ammar —comentó Ibn, señalando hacia la flota de pequeñas embarcaciones que surcaban el puerto, ocupadas por periodistas que solicitaban entrevistas y por turistas que esperaban descubrir la presencia de alguna celebridad internacional.

—No dejes subir a nadie a bordo, salvo a los delegados egipcios y mexicanos de los séquitos de De Lorenzo y de Hasan.

—¿Y si alguien quiere bajar a tierra antes de abandonar el puerto?

—Permite que lo haga —dijo Ammar—. La rutina a bordo debe parecer totalmente normal. La confusión en la ciudad nos favorece; no nos echarán en falta hasta que sea tarde.

—Las autoridades portuarias no son estúpidas. Si no ven encenderse nuestras luces después del anochecer, investigarán.

—Les notificaremos que nuestro generador principal está en reparación. —Ammar señaló hacia otro crucero anclado más lejos de la orilla, entre el Lady Flamborough y la península que cerraba el puerto—. Desde la costa, las luces de ese barco parecerán las nuestras.

—A menos que alguien mire con la suficiente atención.

—Sólo necesitamos una hora para alcanzar el mar abierto —insistió Ammar, encogiéndose de hombros—. Los servicios de seguridad uruguayos no emprenderán una búsqueda fuera del puerto antes del amanecer.

—Si queremos eliminar a tiempo a los agentes de seguridad egipcios y mexicanos —dijo Ibn—, debemos empezar enseguida.

—¿Las armas llevan silenciadores adecuados?

—Nuestros disparos no harán más ruido que una palmada.

Ammar dirigió una penetrante mirada a Ibn y le advirtió:

—Sigilo y silencio, amigo mío. Utiliza todos los engaños necesarios para aislarlos y quitarlos de en medio uno a uno. Nada de voces ni de gritos. Si alguien escapa por la borda y alerta a las fuerzas de seguridad de tierra, todos moriremos. Asegúrate de que tus hombres lo entienden.

—Para el trabajo de esta noche necesitaremos todos los brazos fuertes y las espaldas anchas que podamos reunir.

—Entonces, ha llegado el momento de ganarnos el sueldo y llevar a Yazid al poder en Egipto.

Los guardaespaldas egipcios fueron los primeros en ser eliminados. Como no tenían ninguna razón para desconfiar de los falsos agentes de seguridad de Ammar, no fue difícil atraerlos a las suites vacías de pasajeros, que pronto se convirtieron en auténticos mataderos.

Para conducir a los guardaespaldas, los hombres de Ammar utilizaron cualquier treta que tuviera un gramo de credibilidad. La mentira que mejor funcionó fue la de hacerles creer que uno de los funcionarios de alto rango había sido víctima de un envenenamiento en la comida y que el capitán del barco exigía su presencia.

Una vez que los agentes egipcios cruzaban el umbral, la puerta se cerraba y uno de los secuestradores les disparaba fríamente a quemarropa en el corazón. Mientras se procedía a limpiar rápidamente la sangre, los cuerpos iban amontonándose en un dormitorio contiguo.

Cuando llegó el turno a los mexicanos, dos de los guardaespaldas de De Lorenzo se negaron a entrar en la suite, algo recelosos. Sin embargo, ambos fueron reducidos rápidamente y pasados a cuchillo en un corredor vacío antes de que pudieran dar la alarma.

Uno a uno, hasta un total de doce, los agentes de seguridad de los dos mandatarios encontraron la muerte. Al final quedaron sólo dos egipcios y tres mexicanos montando guardia ante las suites de sus líderes.

La oscuridad caía ya desde el este cuando Ammar se despojó del uniforme del capitán del barco y se enfundó un mono de trabajo de algodón negro. A continuación, se quitó la capa de látex con la que se había disfrazado y se cubrió el rostro con una pequeña máscara de bufón.

Estaba ajustándose al cuerpo un pesado cinturón que contenía dos pistolas automáticas y una radio portátil cuando Ibn llamó a la puerta y penetró en el camarote.

—Quedan cinco —informó—. Sólo podemos liquidarlos mediante ataques directos.

—Buen trabajo —dijo Ammar, dirigiendo una mirada a Ibn—. Ya no es preciso seguir con subterfugios. Acaba con esos guardaespaldas, pero advierte a nuestros hombres que tengan cuidado. No quiero que Hasan o De Lorenzo mueran accidentalmente.

Ibn asintió y dio la orden a uno de los hombres, que esperaba al otro lado de la puerta. Luego, se volvió de nuevo hacia Ammar con una sonrisa de confianza.

—Considera tomado el barco.

Ammar señaló un gran cronómetro de metal situado sobre el escritorio del capitán.

—Zarparemos dentro de treinta y siete minutos. Reúne a todos los pasajeros y a la tripulación, salvo los maquinistas del barco. Ocúpate de que la dotación de la sala de máquinas esté preparada para ponerse a trabajar cuando dé la orden. Concentra a los demás en el comedor principal. Es hora de presentarnos y dar a conocer nuestras exigencias.

Ibn no respondió. Permaneció donde estaba, inmóvil, con una sonrisa que dejó al descubierto todos sus dientes.

—Alá nos ha bendecido con una gran fortuna —dijo por fin. Ammar lo miró fijamente.

—Sabremos mejor si nos ha bendecido de aquí a cinco días.

—Ya nos ha enviado un buen presagio. Ella está aquí.

—¿Ella? ¿A quién te refieres?

—Hala Kamil.

Al principio, Ammar no le entendió. Después, no pudo creer lo que oía.

—¿Kamil? ¿Está aquí, en el barco?

—Ha subido a bordo hace menos de diez minutos —anunció Ibn con una sonrisa radiante—. La tengo bajo guardia en uno de los camarotes de la tripulación femenina.

—Alá es realmente bondadoso —murmuró Ammar, incrédulo.

—Sí. Ha enviado la mosca a la araña —dijo Ibn lóbregamente— y te ha proporcionado una segunda oportunidad para acabar con ella en nombre de Ajmad Yazid.

Cuando ya caía la oscuridad, una ligera lluvia tropical aclaró la atmósfera y se alejó hacia el norte. En las calles de Punta del Este y a bordo de las naves del puerto, las luces empezaban a brillar y salpicaban el agua con sus parpadeos y reflejos.

Al senador Pitt le pareció extraño que no se viera nada en el Lady Flamborougb salvo su silueta contra el deslumbrante resplandor de la nave amarrada tras el crucero. Éste parecía a oscuras y desierto cuando la lancha pasó junto a su popa y se detuvo junto a la escalerilla de abordaje.

Con un maletín por todo equipaje, el senador dio un breve salto a la estrecha plataforma. Apenas había subido un par de peldaños cuando la lancha se separó del crucero para regresar hacia la zona del muelle. Llegó a la cubierta y la encontró desierta. Allí había un error terrible. Lo primero que le pasó por la cabeza fue que se había equivocado de barco.

Los únicos sonidos, los únicos sonidos de vida, eran de una voz procedente de algún punto del interior de la superestructura que surgía por el sistema de megafonía, y el murmullo de los generadores en las entrañas del buque.

Se volvió para llamar a la lancha pero ésta ya se había alejado demasiado para que pudieran oírlo por encima del ruido del tubo de escape del viejo motor diesel. Una figura vestida con un mono negro salió de las sombras empuñando un fusil automático con el que apuntaba al estómago del senador.

—¿Es éste el Lady Flamborough? —preguntó el senador.

—¿Quién es usted? —replicó la voz en un susurro—. ¿Qué hace aquí?

El centinela permaneció donde estaba, con el fusil en la misma posición, contemplando con la cabeza ligeramente ladeada al senador mientras éste explicaba su presencia.

—El senador George Pitt, dice. Un norteamericano. No lo esperábamos.

—El presidente Hasan estaba al corriente de mi llegada —dijo el senador en tono impaciente—. Haga el favor de bajar el arma y conducirme a su camarote.

Los ojos del centinela emitieron un destello de suspicacia al reflejar las luces de la costa.

—¿Viene alguien más con usted?

—No, estoy solo.

—Debe volver a tierra.

El senador señaló con un gesto de cabeza la lancha que se alejaba.

—Mi transporte se ha marchado.

El centinela pareció replantearse la situación. Por último, bajó el arma y anduvo unos pasos en silencio por cubierta hasta detenerse junto a una puerta. Una vez allí, extendió una mano y señaló el maletín.

—Por aquí —cuchicheó, como si estuviera contando algún secreto—. Déme su maletín.

—Son documentos oficiales —se limitó a responder el senador. Asió el maletín con ambas manos y se abrió paso apartando al centinela.

Se dio de bruces contra una tupida cortina negra, la apartó a un lado y se encontró ante un comedor-salón de baile de unos dos mil metros cuadrados. La enorme sala tenía grandes paredes de madera de roble y el mobiliario recordaba las mansiones inglesas. Un pequeño ejército de individuos, unos de pie y otros sentados, vestidos con traje y corbata o con uniforme de tripulantes, se volvieron al unísono a mirarlo como si fuera la pelota de un partido de tenis.

Repartidos junto a las paredes, silenciosos y absolutamente serios, había nueve hombres vestidos iguales, con monos negros y el calzado deportivo del mismo color. Y cada uno de esos hombres llevaba colgada del hombro un arma automática cuyo cañón apuntaba, moviéndose de uno a otro, al grupo de cautivos.

—Bienvenido —dijo la voz amplificada de una figura situada en un escenario frente a un micrófono, un individuo que no se distinguía de los nueve hombres armados salvo en la máscara cómica que cubría su rostro. Sin embargo, las muestras de humor terminaron allí, bruscamente—. Por favor, identifíquese.

—¿Qué sucede aquí? —dijo el senador, contemplando la escena desconcertado.

—Por favor, responda a mi pregunta —insistió Ammar con helada educación.

—Senador George Pitt, del Congreso de Estados Unidos. Estoy aquí para mantener una conversación con el presidente Hasan de Egipto. Me han dicho que estaba a bordo de este barco.

—Encontrará al presidente Hasan sentado en la primera fila.

—¿Qué hacen esos hombres apuntando con sus armas a los demás?

Ammar fingió una displicente paciencia.

—Yo creía, senador, que la razón era obvia. Acaba de meterse sin saberlo en mitad de un secuestro.

Una creciente incomprensión se adueñó del senador Pitt, acompañada de los primeros asomos de aturdido miedo. Avanzó como hipnotizado, dejó atrás al capitán Collins y a sus oficiales, y contempló los rostros pálidos y familiares de los presidentes Hasan y De Lorenzo. Se detuvo bruscamente y vio los ojos abatidos de Hala Kamil.

En aquel instante, comprendió que iban a morir.

Sin una palabra, pasó el brazo en torno a los hombros de Hala y ella lo apartó con un súbito gesto de ira.

—Por el amor de Dios, senador, ¿sabe lo que está haciendo?

—Yo sí conozco muy bien lo que hago —dijo Ammar—. Alá me ha acompañado en cada paso que he dado. En su jerga de póquer, senador, ha endulzado el pote subiendo las apuestas con las inesperadas llegadas de la secretaria general de las Naciones Unidas y, ahora, de un distinguido senador de Estados Unidos.

—Ha cometido un grave error —replicó el senador, desafiante—. No podrá llevar a cabo su plan y vivir para jactarse.

—¡Ah, senador! Puedo, y lo haré.

—¡Imposible!

—De ningún modo imposible —repuso Ammar con una siniestra rotundidad en su voz—, como pronto verá.

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