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La clave para el éxito de cualquier operación clandestina es el factor sorpresa. Y el abordaje por sorpresa del Lady Flamborough fue un éxito total. Salvo el capitán Collins, el primer oficial Finney y un desconcertado sobrecargo, que fueron atados, amordazados y confinados en el camarote del primer oficial bajo una estrecha vigilancia, ninguno de los demás oficiales o tripulantes llegó a tener la más remota idea de que su nave acababa de ser secuestrada.
Ammar había calculado perfectamente el tiempo de la operación. Los auténticos inspectores de aduanas uruguayos aparecieron sólo doce minutos más tarde. Los recibió como si fueran viejos conocidos, simulando ser Collins con su maquillaje y su disfraz casi perfecto. Los hombres que había escogido para hacer el papel de Finney y del sobrecargo permanecieron en las sombras. Ambos eran experimentados oficiales de barco y guardaban un considerable parecido con los hombres cuyos lugares ocupaban. Contados miembros de la tripulación habrían advertido las diferencias faciales a más de tres metros de distancia.
Los funcionarios uruguayos firmaron las autorizaciones oportunas y pronto abandonaron el crucero. Ammar llamó al segundo y tercer oficial al camarote del capitán. Aquélla sería su primera prueba, y la más importante de todas. Si pasaba la inspección sin despertar sospechas, la participación de aquellos hombres como inocentes cómplices sería muy valiosa para llevar a cabo el complejo plan que debía desarrollarse durante las siguientes veinticuatro horas.
Maquillarse para parecerse a Dale Lemke, el piloto del vuelo Nébula 106, no había sido un proceso difícil. Ammar había obtenido un vaciado en yeso del rostro de Lemke después de matarlo. En cambio, disfrazarse para hacerse pasar por el capitán del Lady Flamborough había sido muy distinto: se había visto obligado a trabajar a partir de sólo ocho fotografías de Collins obtenidas apresuradamente por uno de sus agentes en Gran Bretaña. También tuvo que inyectarse una sustancia que elevara su tono de voz a un nivel idéntico al recogido en las grabaciones de la voz de Collins.
Contrató a un buen artista para que esculpiera un doble del rostro de Collins a partir de las fotos y sacó moldes de la escultura. Después, comprimió entre los moldes una capa de látex natural teñido para imitar el color de piel del capitán Collins, hasta que se produjo la gelación, y pasó la máscara por el horno. Luego, alisó y se colocó cuidadosamente la máscara de látex utilizando una mezcla de ceras y resinas para copiar las diferencias de detalle en la estructura facial.
A continuación, Ammar se aplicó unas prótesis de espuma en orejas y nariz, añadiendo el maquillaje. Por último, se colocó un peluquín del color, corte y peinado correctos, unas lentillas de contacto del mismo color que los ojos de Collins, una dentadura falsa y, con todo ello, se convirtió en la viva imagen del capitán del crucero.
Ammar no tuvo tiempo de estudiar en profundidad la personalidad de Oliver Collins ni de fijarse en sus hábitos y gestos característicos. Hubo de contentarse con un cursillo acelerado sobre tareas de a bordo y con memorizar el nombre y el rostro de todos los oficiales del crucero. No tenía más remedio que correr el riesgo, en la seguridad de que la tripulación no tenía la menor razón para desconfiar. Tan pronto como los dos oficiales se presentaron en el camarote del capitán, Ammar empezó a actuar para inclinar la balanza a su favor.
—Caballeros, disculpen mi voz y mi aspecto un tanto indispuesto, pero creo que he pillado la gripe.
—¿Hago llamar al médico de a bordo? —preguntó el segundo oficial, Herbert Parker, un hombre en buena forma física, bronceado, con un rostro juvenil barbilampiño que sólo parecía necesitar de la cuchilla de afeitar los domingos.
Casi había cometido un error, se dijo Ammar. Un doctor que tratara a Collins se daría cuenta de la mascarada al instante.
—Ya me ha dado píldoras suficientes para acabar con un elefante. Me siento lo bastante en forma para ocuparme de mis obligaciones.
El tercer oficial, un escocés que llevaba el insólito nombre de Isaac Jones, apartó de su despejada frente un mechón de cabello intensamente pelirrojo.
—¿Podemos hacer algo por usted?
—Sí, señor Jones, en efecto —respondió Ammar—. Nuestros importantes pasajeros llegarán mañana por la tarde. Se encargará usted de darles la bienvenida. No tenemos a menudo el honor de recibir a dos presidentes y estoy seguro de que la compañía espera de nosotros que llevemos a cabo una ceremonia de primera categoría.
—Sí, señor —respondió Jones—. Confíe en que lo será.
—Señor Parker.
—¿Capitán?
—Dentro de una hora llegará una lancha de desembarco para transferirnos un cargamento por cuenta de la compañía. Se encargará usted de las operaciones de carga. También subirá a bordo esta noche un grupo de agentes de seguridad. Ocúpese de acomodarlos, por favor.
—Resulta sorprendente que llegue un cargamento sin previo aviso, ¿no le parece, señor? Además, tenía entendido que los agentes de seguridad egipcios y mexicanos no llegarían hasta mañana a primera hora.
—Los designios de los directivos de nuestra compañía son inescrutables —dijo Ammar filosóficamente—. En cuanto a nuestros invitados armados, también son órdenes de la compañía. Desean tener su propio personal de seguridad a bordo por si surge algún problema.
—Una cuestión de quién vigila al vigilante.
—Algo así. Creo que la Lloyd’s exigía unas precauciones extra bajo la amenaza de aumentar nuestra póliza de seguros a cifras astronómicas.
—Entiendo.
—¿Alguna pregunta, caballeros?
No había ninguna y los dos oficiales dieron media vuelta para marcharse.
—Una cosa más, Herbert —dijo Ammar—. Por favor, embarquen el cargamento lo más deprisa y silenciosamente que puedan.
—Así se hará, señor.
Cuando ya no los podía oír desde la cubierta, Parker se volvió hacia Jones.
—¿Has oído eso? ¡Me ha llamado por el nombre! ¿No te parece extraño?
Jones se encogió de hombros con indiferencia.
—Debe de estar más enfermo de lo que pensábamos.
La lancha de desembarco se acercó al crucero hasta colocarse bajo una pequeña grúa. La operación de carga transcurrió sin problemas. El resto de los hombres de Ammar, vestidos con traje y corbata, subieron también a bordo y fueron repartidos entre cuatro suites vacías.
A medianoche, la lancha de desembarco se alejó en la oscuridad hasta desaparecer. La grúa del Lady Flamborough fue guardada en la bodega, fuera de la vista, y las grandes compuertas dobles de carga volvieron a cerrarse.
Ammar dio cinco golpes a la puerta del camarote de Finney y esperó. La puerta se abrió unos milímetros y, a continuación, el guardia se apartó. Ammar dio un rápido vistazo a un lado y a otro del pasillo y entró.
A una indicación suya, el guardia se adelantó y arrancó el esparadrapo que tapaba la boca del capitán Collins.
—Lamento las molestias, capitán, pero supongo que sería una pérdida de tiempo pedirle que me diera su palabra de no intentar escapar o advertir a su tripulación.
Collins, sentado muy erguido en una silla con los brazos y las piernas encadenados a ella, lanzó una mirada asesina a Ammar.
—¡Sórdido desperdicio de sumidero!
—Los insultos de ustedes los británicos tienen una gran calidad literaria sorprendente y admirable —replicó Ammar—. Un norteamericano se habría limitado a soltar una sola palabra para expresar la misma idea.
—¡No espere la menor colaboración mía o de mis oficiales!
—¿Ni siquiera si ordeno a mis hombres que le corten el cuello a las mujeres que forman parte de la tripulación, una por una, y que arrojen los cuerpos a los tiburones?
Finney hizo el gesto de lanzarse hacia Ammar pero el guardia se apresuró a golpear los genitales del primer oficial con la culata de su fusil automático. Finney cayó hacia atrás en su silla con un gemido sofocado y los ojos vidriosos de dolor.
Collins no apartó la mirada de Ammar un solo instante.
—Cuidado, capitán. No está tratando con unos jóvenes ignorantes cuyo objetivo es matar infieles —explicó Ammar con voz paciente—. Somos profesionales de primera clase. Esto no es una repetición del desafortunado episodio del Achille Lauro de hace unos años. No tenemos intención de matar a nadie: nuestro propósito es, sencillamente, tomar prisioneros a los presidentes Hasan y De Lorenzo y a sus colaboradores para pedir un rescate. Si no se interpone usted en nuestro camino, realizaremos las negociaciones con los respectivos gobiernos y desapareceremos sin que nadie sufra daños.
Collins estudió el rostro de Ammar, idéntico al suyo, en busca de algún indicio de que el árabe mentía. Sin embargo, los ojos de su interlocutor reflejaban una absoluta sinceridad. El capitán no podía saber que Ammar era un maestro del engaño y de la teatralidad.
—Pero, si me resisto, no vacilará en matar a mi tripulación.
—Y a usted también, por supuesto.
—¿Qué quiere de mí?
—En realidad, de usted no quiero nada. El señor Parker y el señor Jones me han aceptado como Oliver Collins. De quien requiero los servicios es de su primer oficial, Finney. Le ordenará usted que obedezca mis órdenes.
—¿Por qué Finney?
—He abierto el archivo de su camarote y he estudiado los expedientes personales de los oficiales. Finney conoce bien estas aguas.
—No entiendo qué pretende.
—No podemos correr el riesgo de llamar a un práctico —explicó Ammar—. Mañana, cuando haya oscurecido, Finney se hará cargo del timón y conducirá la nave a mar abierto a través del canal.
Collins reflexionó con calma y movió lentamente la cabeza en gesto de negativa.
—Cuando las autoridades portuarias adviertan la maniobra, cerrarán la bocana y le impedirán salir aunque amenace con matar a todos los ocupantes del barco.
—Un barco sin luces puede escapar sin ser visto en una noche oscura —le aseguró Ammar.
—¿Y hasta dónde cree que podrá llegar? Cuando amanezca, tendrá a todas las patrulleras acosándolo en cien millas a la redonda.
—No nos encontrarán.
—¡Está loco! —exclamó Collins, algo desconcertado—. Un barco como el Lady Flamborough no se puede ocultar.
—Tiene razón —asintió Ammar mientras asomaba a sus labios una sonrisa fría, astuta—. Pero puedo hacerlo invisible.
Jones estaba inclinado sobre el escritorio de su camarote tomando notas para las ceremonias de recepción de la mañana siguiente cuando Parker llamó a la puerta y entró. Se lo veía cansado y llevaba el uniforme bañado en sudor.
Jones se volvió a mirarlo.
—¿Ya han terminado las tareas de carga?
—Sí, a Dios gracias.
—¿Le apetece una última copa?
—¿Un trago de ese excelente whisky escocés de malta?
Jones se incorporó del asiento y extrajo una botella de un cajón del armario. Llenó dos vasos y pasó uno a Parker.
—Tómelo de esta manera —dijo—: Se ha ahorrado una guardia de madrugada en el puente.
—Hubiera preferido eso a ocuparme de la carga —replicó Parker con voz cansada—. ¿Y usted?
—Acabo de salir de servicio.
—No lo habría molestado si no hubiese visto luz por la portilla.
—Estaba terminando de repasar unos detalles para asegurarme de que mañana todo saldrá como es debido.
—No encuentro a Finney y he creído que debía hablar con alguien.
Por primera vez, Jones advirtió la expresión de desconcierto en los ojos de Parker.
—¿Le preocupa algo? —preguntó.
Parker apuró el whisky y miró fijamente el vaso vacío.
—Acabamos de subir a bordo la carga más extraña que he visto nunca en un crucero de pasajeros.
—¿En qué consistía esa carga? —preguntó Jones, picado por la curiosidad. Parker se sentó y permaneció inmóvil, sacudiendo únicamente la cabeza.
—Equipo de pintura. Compresores de aire, brochas, rodillos y cincuenta bidones, supongo de pintura.
—¿De qué color? —no pudo evitar preguntar Jones.
—No sé —respondió Parker, sin dejar de mover la cabeza—. Los bidones van rotulados en español.
—No me parece un cargamento tan extraño. Tal vez la compañía quiere tenerlo a mano cuando el Lady Flamborough entre en puerto para alguna reparación.
—El equipo de pintura sólo es una parte de lo que hemos subido a bordo. También hemos transbordado enormes rollos de plástico.
—¿Plástico? —repitió Jones.
—Y grandes láminas de fibra de vidrio —añadió Parker—. Debemos de haber cargado kilómetros de esas planchas. Apenas pasaban por las compuertas de carga de las bodegas y hemos estado más de tres horas sólo para hacerles sitio.
Jones fijó la mirada en su vaso con los ojos semicerrados.
—¿Qué cree que pretende hacer la compañía con ese material?
Parker alzó la vista hacia Jones con una mueca de perplejidad.
—No tengo la más remota idea.