72

El Volvo verde, con las marcas que lo identificaban como un taxi, se detuvo en el camino de acceso a la casa de Yazid, cerca de Alejandría. Los centinelas armados egipcios, apostados a la entrada por orden personal del presidente Hasan, se pusieron en estado de alerta al ver que el automóvil permanecía detenido sin que nadie se apeara.

Ammar ocupaba el asiento trasero, con los ojos y la mandíbula aparatosamente vendados. Llevaba una túnica de seda azul y un pequeño turbante rojo. El único tratamiento médico que había recibido desde su huida de Santa Inés había sido una visita de dos horas a un cirujano de los bajos fondos de Buenos Aires, antes de fletar un reactor privado que lo había conducido sobre el océano hasta el pequeño aeropuerto a las afueras de la ciudad.

Ya no sentía ningún dolor en las cuencas vacías de sus ojos, pues las drogas se encargaban de adormecerlo. En cambio, aún le resultaba una agonía hablar con la mandíbula destrozada. En cambio, aunque notaba una extraña sensación de tranquilidad, su mente funcionaba con la misma crueldad y determinación de siempre.

—Ya estamos —dijo Ibn desde el asiento del conductor.

Ammar visualizó mentalmente la casa de Yazid hasta el último detalle, como si la estuviera viendo realmente.

—Lo sé —dijo simplemente.

—No es preciso que lo hagas, Suleiman Aziz.

—Ya no tengo esperanzas ni temores —murmuró Ammar lentamente, luchando contra el dolor sílaba a sílaba—. Es la voluntad de Alá.

Ibn se apeó del coche, abrió la puerta trasera y ayudó a Ammar a descender. Después, lo condujo por el camino y lo dejó frente a la verja, vigilada por una fuerte guardia.

—La verja está a cinco metros de ti —dijo Ibn con voz vacilante y cargada de emoción. Dio un ligero abrazo a Ammar y añadió—: Adiós, Suleiman Aziz. Te echaré de menos.

—Cumple lo que has prometido, mi fiel amigo, y nos encontraremos en el jardín de Alá.

Ibn dio media vuelta deprisa y regresó al coche. Ammar permaneció inmóvil hasta que escuchó desaparecer en la distancia el ruido del motor. Entonces se acercó a la verja.

—Detente donde estás, ciego —ordenó un centinela.

—Vengo a visitar a mi sobrino, Ajmad Yazid —dijo Ammar.

El centinela hizo un gesto con la cabeza a otro, que desapareció en una pequeña oficina y asomó de nuevo con una hoja donde constaba una veintena de nombres.

—¿Eres su tío, dices? ¿Cómo te llamas? Ammar disfrutó en su última actuación como impostor. Se había cobrado una vieja deuda pendiente de un coronel situado en el Ministerio de Defensa de Abu Hamid, el cual le había facilitado una lista con los nombres de las personas con acceso a la casa de Yazid. Después, había seleccionado uno que no pudiera ser localizado inmediatamente.

—Mustafá Majfouz.

—El nombre consta aquí. Veamos tu identificación.

El centinela estudió el documento falsificado de Ammar, tratando infructuosamente de comparar la foto con las facciones ocultas tras las vendas.

—¿Qué te ha pasado en la cara?

—El coche bomba que estalló en el bazar de El Mansura. Me cayó encima una esquirla.

—Una lástima —dijo el guardián sin la menor sinceridad—. Puedes echarle la culpa a tu sobrino. Fueron sus seguidores quienes lo colocaron. —El centinela hizo un gesto a uno de sus subordinados—. Si pasa el detector de metales y los rayos X, guiadle hasta la casa.

Ammar levantó los brazos como si esperara ser cacheado.

—No es preciso tocarte, Majfouz. Si llevas un arma, las máquinas lo dirán.

Los rayos X no revelaron más que dos llaves y un billetero. El detector de metales no sonó.

La puerta principal. Ammar sintió una satisfacción perversa mientras el centinela del ejército egipcio lo conducía peldaños arriba hacia la puerta principal. Esta vez no tenía que escabullirse por una entrada lateral. Deseó con amargura poder ver la expresión de Yazid cuando se encontraran. Fue conducido a lo que le pareció un gran vestíbulo de entrada, a juzgar por el eco de las botas del guardián sobre el suelo de baldosas. El hombre le ayudó a tantear un banco de piedra y Ammar tomó asiento.

—Espera aquí.

Ammar escuchó al centinela hacer un comentario en voz baja a otra persona antes de volver a la verja. Permaneció sentado en silencio varios minutos. Después, escuchó unos pasos que se acercaban, seguidos de una voz desdeñosa.

—¿Eres Mustafá Majfouz?

Ammar reconoció la voz al instante.

—Sí —respondió con indiferencia—. ¿Te conozco?

—No nos hemos visto nunca. Soy Jaled Fauzi, líder del consejo revolucionario de Ajmad.

—He oído hablar muy bien de ti. —Aquel necio arrogante, pensó Ammar, no le había reconocido bajo las vendas y con sus dificultades para hablar—. Es un honor conocerte.

—Vamos —dijo Fauzi, tomando a Ammar por el brazo—. Te llevaré a Ajmad. Pensaba que todavía estabas en una misión para él en Damasco. No creo que esté al corriente de tus heridas.

—Consecuencia de un intento de asesinato hace tres días —mintió Ammar diestramente—. He salido del hospital esta misma mañana y he tomado el primer vuelo para venir a informar directamente a Ajmad.

—A Ajmad le gustará saber de tu lealtad. Y también se entristecerá al enterarse de tus heridas. Por desgracia, tu visita no es muy oportuna.

—¿No puedo reunirme con él?

—Está rezando —contestó Fauzi lacónicamente. Pese a sus sufrimientos, Ammar se habría reído de buena gana. Poco a poco, se dio cuenta de la presencia de otra persona en la estancia.

—Es vital que me reciba.

—Puedes hablar conmigo en confianza, Mustafá Majfouz —pronunció el nombre con marcado sarcasmo—. Yo le transmitiré tu mensaje.

—Dile a Ajmad que tiene que ver con su aliado.

—¿Quién? —inquirió Fauzi—. ¿Qué aliado?

—Topiltzin.

El nombre pareció rondar la estancia durante un tiempo interminable. El silencio se cargó de intensidad y, por fin, fue roto por una nueva voz.

—Deberías haberte quedado a morir en la isla, Suleiman —dijo Ajmad Yazid en tono amenazador.

A Ammar no le abandonó la calma. Había puesto todo su ingenio y las últimas fuerzas que le quedaban en llegar allí. Él no iba a esperar la muerte. Iba a dar un paso adelante y abrazarla voluntariamente. No era para él una vida de desfiguración y de oscuridad perpetua. Su redención era la venganza.

—No podía morir sin acceder a tu misericordiosa presencia por última vez.

—Ahórrate la palabrería y quítate esas estúpidas vendas. Estás perdiendo facultades, Suleiman. Esta mala imitación de Majfouz no era digna de un hombre de tu habilidad.

Ammar no respondió. Lentamente, desenrolló los vendajes hasta el final y los dejó caer al suelo.

Yazid exhaló un sonoro jadeo cuando vio el rostro terriblemente desfigurado de Ammar. Por las venas de Fauzi corrió su sangre sádica y contempló el espectáculo con la perversa emoción de quien se complace en la visión de las piltrafas humanas.

—Mi pago por los servicios prestados —dijo Ammar con un ronco gruñido.

—¿Cómo has logrado sobrevivir? —preguntó Yazid con un temblor en la voz.

—Ibn, mi fiel amigo, consiguió ocultarme de las fuerzas especiales norteamericanas durante dos días hasta que tuvo preparada una balsa elaborada con maderas arrastradas por el mar. Después de remar y derivar con la corriente durante diez horas, Alá en su gracia quiso que nos recogiera un barco pesquero chileno que nos dejó en la costa cerca de un pequeño aeródromo en Puerto Williams. Robamos allí un avión y volamos a Buenos Aires, donde fleté un reactor que nos ha traído a Egipto.

—La muerte no lo tiene fácil contigo —murmuró Yazid.

—Supongo que te das cuenta de que has firmado tu sentencia de muerte al venir aquí —ronroneó Fauzi.

—No esperaba otra cosa.

—Suleiman Aziz Ammar —dijo Yazid con un asomo de tristeza—. El mayor asesino de su tiempo, temido y respetado por la CÍA y el KGB, autor de los atentados más extraordinarios que se han llevado a cabo jamás. ¡Pensar que deberás terminar tus días como un mendigo andrajoso y patético en las calles de Alejandría!

—¿Qué estás diciendo? —preguntó Fauzi, sorprendido.

—Este hombre ya está muerto —continuó Yazid, mientras su tono de disgusto iba cambiando lentamente por otro de satisfacción—. Nuestros expertos financieros se ocuparán de que su fortuna y sus inversiones pasen a mi poder. Después, Suleiman será arrojado a las calles, sometido a una vigilancia permanente para estar seguros de que no sale de los barrios pobres. Se pasará el resto de sus días mendigando para sobrevivir. Para él será mucho peor que una muerte rápida.

—Seguro que me harás matar cuando te enteres de lo que he venido a decirte —replicó Ammar en tono de conversación.

—Te escucho —dijo impaciente Yazid.

—He dictado un informe completo de treinta páginas sobre el asunto del Lady Flamborough. Todos los nombres, conversaciones, fechas y horas aparecen en él cuidadosamente pormenorizados; todo, incluidas mis observaciones sobre la parte mexicana de la operación y mis opiniones sobre la relación entre Topiltzin y tú. En este momento, copias del informe están siendo leídas por los servicios de inteligencia de seis países y por miembros de sus medios de comunicación. Hagas lo que hagas conmigo, Ajmad, saber que estás acabado me…

Ammar quedó cortado a media frase y soltó un gemido al tiempo que su cabeza estallaba en un dolor agónico, extremo. Fauzi, con el rostro lívido y los dientes apretados de rabia, acababa de golpearle. El impacto no le alcanzó con toda la potencia de un golpe medido. La reacción de Fauzi, explosiva e irreflexiva, fue resultado de una absoluta pérdida de autocontrol y su puño sólo rozó el costado de la mandíbula herida del ciego.

Un hombre en buen estado físico apenas habría notado el golpe, pero Ammar se tambaleó, al borde de la inconsciencia. El delicado tejido cicatricial en torno a sus ojos y a la mandíbula se reabrió.

Ammar retrocedió unos pasos, protegiéndose a ciegas de los furiosos golpes de Fauzi con las manos y los brazos, luchando por mantener clara la mente pese al dolor, pálido como la cera y ensangrentado.

—¡Basta! —gritó Yazid a Fauzi—. ¿No ves que este hombre está deseando morir? Tal vez esté mintiendo, con la esperanza de que le matemos aquí y ahora.

Ammar recuperó en parte el control de su mente. Guiándose por la voz de Yazid y por la respiración acelerada del furioso Fauzi, consiguió determinar la posición de ambos.

Extendió la mano izquierda y avanzó ligeramente hasta estar seguro de poder asir el brazo derecho de Yazid. Entonces, lo agarró y, con la rapidez de un rayo, se llevó la mano libre detrás del cuello.

El cuchillo de fibra de carbono estaba apretado y plano en el pequeño hueco justo a la derecha de las vértebras torácicas de Ammar, sujeto a la piel con un esparadrapo. El arma, un instrumento conocido entre los expertos en operaciones encubiertas, estaba diseñado para superar sin problemas los detectores de metales y los aparatos de rayos X.

Ammar se arrancó de la espalda la hoja delgada y puntiaguda de dieciocho centímetros, echó hacia atrás el codo como un pistón y hundió el cuchillo en el pecho de Yazid, justo por debajo de las costillas.

La feroz acometida levantó del suelo al impostor revolucionario musulmán. Paul Capesterre abrió unos ojos enormes de sorpresa y horror. El único sonido que salió de sus labios fue un ronco gorgoteo.

—Adiós, canalla —gruñó Ammar por su boca sangrante.

De inmediato, Ammar extrajo el cuchillo del cuerpo de Yazid y, desplazándose un poco, movió el brazo en un amplio arco hacia el lugar donde percibió que se encontraba Fauzi. El arma no estaba pensada para descargar cuchilladas, pero su mano entró en contacto con el rostro de Fauzi y notó que la hoja cortaba la mejilla de éste.

Ammar sabía que Fauzi era diestro e iba siempre armado con una vieja Luger de nueve milímetros que llevaba en una funda bajo la axila izquierda. Se arrojó contra él en un ciego intento de sujetar al arrogante fanático, mientras lanzaba una nueva estocada de abajo arriba.

La ceguera hizo que su reacción no llegara a tiempo. Fauzi había sacado su Luger inmediatamente. Apoyó el cañón del arma contra el estómago de Ammar y consiguió hacer dos disparos antes de que el cuchillo le alcanzara el corazón. Entonces dejó caer la pistola y se llevó las manos al pecho. Dio unos pasos a un lado, tambaleándose y mirando con una extraña expresión de desconcierto el cuchillo que sobresalía de su esternón. Por último, sus ojos quedaron en blanco y se desplomó en el suelo a apenas un metro de donde había caído Capesterre.

Ammar se dejó caer lentamente al suelo de baldosas cerámicas y quedó tendido de espaldas. Ya no sentía ningún dolor. Sin sus ojos, vio visiones. Notó que la vida se le escapaba como si se la llevara una corriente.

Su destino había sido decidido por un hombre al que sólo había visto unos breves minutos. Evocó la imagen del hombre alto de ojos verdes y sonrisa terca. Se sintió invadido por una oleada de odio, pero lo abandonó con igual rapidez. Dirk Pitt. Repitió el nombre mientras su mente quedaba poco a poco en tinieblas.

Notó que lo embargaba una sensación de euforia y satisfacción. Su último pensamiento fue que Ibn se encargaría de Pitt. Entonces podría descansar en paz…

El tesoro de Alejandría
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