9

Lily miró fijamente a Pitt tratando de descifrar sus palabras, no muy segura de haberlas entendido.

—No sé si estaré en condiciones.

El hombre echó hacia atrás la capucha de su abrigo y pasó las manos por las piernas de la muchacha, de arriba abajo. Después, le apretó suavemente los tobillos.

—No se aprecian fracturas o contusiones importantes —comentó luego con voz amistosa—. ¿Le duele?

—Tengo demasiado frío para que me duela.

Pitt recogió un par de mantas que habían saltado del trineo y la cubrió.

—Usted no es del avión. ¿De dónde diablos ha salido?

—Pertenezco a un grupo de arqueólogos. Estamos trabajando en la excavación de un antiguo poblado esquimal. Hemos oído bajar al avión sobre el fiordo y hemos salido de nuestro refugio justo a tiempo de verlo caer en el hielo. Íbamos para el lugar con ropas de abrigo y un botiquín cuando… —Lily dejó la frase a medio terminar e hizo un gesto abatido hacia el trineo volcado.

¿Íbamos?

Bajo los focos del helicóptero, Pitt se hizo rápidamente una imagen del accidente en la nieve que cubría el hielo: el rastro recto de la moto de nieve, el brusco giro junto al fragmento de ala del avión, los profundos surcos dejados por los patines del trineo fuera de control… Sólo entonces advirtió la presencia de otro cuerpo tendido casi diez metros más allá del ala.

—Un momento.

Pitt llegó hasta Gronquist y se arrodilló a su lado. El grueso arqueólogo respiraba normalmente. Pitt le sometió a un somero examen médico. Lily lo observó durante unos instantes y luego preguntó con ansiedad:

—¿Está muerto?

—De ninguna manera. Sólo tiene una fuerte contusión en la frente. Tal vez tenga alguna fractura, pero lo dudo. La cabeza de este hombre parece una caja fuerte.

Graham apareció caminando pesadamente, seguido por un Hoskins renqueante. Parecían una pareja de abominables hombres de las nieves, con sus trajes especiales cubiertos de blanco y los pasamontañas emplastados de hielo de sus respiraciones. Graham se quitó el pasamontañas, dejando al descubierto su rostro ensangrentado, y estudió a Pitt unos instantes, desconcertado. Después, esbozó una sonrisa.

—Bienvenido, forastero. Tiene usted un sentido de la oportunidad perfecto.

Desde el aire, ninguno de los ocupantes del helicóptero había visto a los otros dos miembros de la expedición arqueológica y Pitt empezó a preguntarse cuántos casos médicos más estarían deambulando por el fiordo.

—Hemos encontrado aquí a un hombre y una mujer heridos —dijo sin formalidades—. ¿Sabe si forman parte de su grupo?

La sonrisa desapareció del rostro de Graham.

—¿Qué ha sucedido?

—Han tenido un mal vuelco.

—Lo mismo nos ha pasado a nosotros.

—¿Han visto el avión?

—Lo hemos visto caer, pero no hemos llegado hasta él.

Hoskins se asomó por detrás de Graham, observó a Lily y continuó mirando hasta distinguir a Gronquist.

—¿Están heridos de gravedad?

—Lo sabremos mejor después de unas radiografías.

—Tenemos que prestarles ayuda.

—Tengo un equipo de sanitarios a bordo del helicóptero…

—Entonces, ¿a qué diablos espera? —lo interrumpió Hoskins—. Hágales venir.

Hizo un gesto como para apartar a Pitt, pero se vio inmovilizado por una mano de hierro que le sujetaba del brazo. Desconcertado, se encontró frente a un par de ojos que lo miraban sin parpadear.

—Sus amigos tendrán que esperar —dijo Pitt con firmeza—. Tienen prioridad los posibles supervivientes del avión accidentado. ¿A qué distancia tienen el campamento?

—A un kilómetro al sur —respondió Hoskins, sumiso.

—Su vehículo todavía funciona. Usted y su compañero pueden enganchar el trineo y transportar allí a los lesionados. Vayan con cuidado por si alguno sufre heridas internas. ¿Tienen radio?

—Sí.

—Manténganse a la espera en la frecuencia treinta y dos —les indicó Pitt—. Si ese avión era un aparato comercial cargado de pasajeros, tendremos entre manos un auténtico lío.

—Nos mantendremos a la escucha —le aseguró Graham.

Pitt se inclinó hacia Lily y le apretó la mano.

—No olvide nuestra cita —murmuró.

Tras esto, se subió de nuevo la capucha del abrigo, dio media vuelta y regresó al helicóptero a paso ligero.

Rubin notó que un gran peso lo comprimía por todas partes, como si una fuerza implacable estuviera tirando de él hacia atrás. El cinturón de seguridad y la parte superior del asiento le apretaban cruelmente contra el estómago y los hombros. Abrió los ojos y sólo vio unas formas vagas en sombras. Mientras esperaba a que su visión se aclarase, trató de mover los brazos y las manos, pero parecía tenerlas aprisionadas, inmovilizadas.

Luego, sus ojos se enfocaron gradualmente y comprendió la razón.

Un alud de nieve y hielo había penetrado por el destrozado parabrisas, atrapándole el cuerpo hasta el pecho. Hizo un desesperado intento por liberarse, pero tras unos minutos de forcejeo se dio por vencido. La firme presión lo tenía sujeto como una camisa de fuerza. No tenía manera de escapar de la cabina sin ayuda.

Poco a poco, la conmoción empezó a pasar y apretó los dientes del dolor que sentía en sus piernas rotas. Notaba una extraña sensación en los pies, como si estuvieran sumergidos en agua y se dijo que debía de ser su propia sangre.

Rubin se equivocaba. El avión había atravesado el hielo para hundirse casi tres metros en el agua y ésta había inundado el piso de la cabina hasta la altura de los asientos.

Sólo entonces se acordó de Ybarra. Volvió la cabeza a la derecha y escrutó la oscuridad. El lado de estribor de la proa de la aeronave se había hundido casi hasta la altura del panel del ingeniero de vuelo. Lo único que pudo ver del delegado mexicano fue un brazo rígido, levantado, que sobresalía entre la nieve y el destrozado fuselaje.

Rubin apartó la mirada, repentinamente mareado al darse cuenta de que el hombrecillo que había compartido a su lado la terrible experiencia estaba muerto, con todos los huesos aplastados. También se dio cuenta de que sólo le quedaba un breve tiempo de vida antes de morir congelado. Rompió a llorar.

—¡Debe de estar casi a la vista! —gritó Giordino por encima del ruido del motor y de los rotores.

Pitt asintió y contempló el surco abierta en el despiadado hielo, a cuyos lados aparecían esparcidos piezas y fragmentos del fuselaje. Por fin vio el aparato. Un objeto tangible con las líneas rectas que delataban su fabricación por la mano humana apareció en la penumbra, casi imperceptible. Instantes después, el helicóptero estaba sobre los restos.

El destrozado avión tenía un aspecto lamentable. Una de las alas se había desprendido completamente y la otra estaba torcida hacia atrás contra el fuselaje. La sección de cola había quedado doblada en un ángulo patético. Los restos tenían el aspecto de un gusano aplastado sobre una alfombra blanca.

—El fuselaje se ha hundido en el hielo y dos terceras partes de él están sumergidas en agua —apuntó Pitt.

—No ha ardido —añadió Giordino—. Es toda una suerte. —Levantó la mano para protegerse los ojos del cegador reflejo de los focos del helicóptero en el metal del avión—. Está realmente brillante. El equipo de mantenimiento se había ocupado de él a fondo. Me parece que se trata de un Boeing 720-B. ¿Alguna señal de vida?

—No —informó Pitt—. Esto no tiene buen aspecto.

—¿Ves alguna marca identificatoria?

—Tres franjas a lo largo del fuselaje, azul celestes y púrpuras, separadas por una banda dorada.

—No recuerdo ninguna línea aérea que use esos colores.

—Desciende y traza un círculo a su alrededor —dijo Pitt—. Mientras buscas un lugar para posarnos, intentaré leer el nombre de la compañía.

Giordino ladeó el helicóptero y descendió en una espiral hacia el lugar de la catástrofe. Los faros de aterrizaje, situados a proa y cola del aparato, iluminaron el avión semihundido en un mar de destellos brillantes. El nombre que aparecía sobre las franjas decorativas estaba escrito con una grafía estilizada, en lugar de con las letras de molde habituales, más fáciles de leer.

—Nébula —leyó Pitt en voz alta—. Nébula air.

—No he oído hablar nunca de ella —comentó Giordino con los ojos fijos en el hielo.

—Es una compañía de lujo que trabaja para personajes importantes. Sólo opera en régimen de vuelos chárter.

—¿Qué diablos hace aquí, tan lejos de las rutas comerciales?

—Si ha quedado alguien con vida para contarlo, pronto lo sabremos.

Pitt se volvió hacia los ocho hombres cómodamente instalados en el cálido vientre del helicóptero. Todos iban convenientemente equipados con la indumentaria de la Marina para el Ártico. Uno de ellos era el médico de a bordo, otros tres eran sanitarios y los cuatro restantes eran expertos en control de siniestros. Los hombres hacían comentarios entre ellos con la misma tranquilidad que si estuvieran en un viaje de autobús a cualquier ciudad del oeste. En medio de ellos, atados con correas al centro de la plataforma, se amontonaban varias cajas de suministros médicos, fardos de mantas y una serie de camillas, junto a varios trajes de amianto y una cesta con equipo antiincendios.

Frente a la puerta principal estaba colocada una unidad térmica auxiliar con sus cables de fijación asegurados a un montacargas. A su lado estaba una moto de nieve de aspecto sólido, con una cabina cerrada y patines a los lados.

El hombre de cabello gris sentado justo detrás de la cabina de los pilotos, lanzó una sonrisa a Pitt asomando los dientes entre un bigote y una barba a juego con el cabello.

—¿Qué, ya es hora de que nos ganemos la paga? —preguntó animadamente.

Al parecer, nada podía turbar el buen humor natural del doctor Jack Gale.

—Vamos a tomar tierra —respondió Pitt—. No se mueve nada en torno al avión. La cabina está enterrada y el fuselaje parece distorsionado pero intacto. No hay rastro de incendio.

—Nada es sencillo nunca —dijo Dale encogiéndose de hombros—; no obstante, lo que a mí más me disgusta, es tratar los casos de quemados.

—Hasta aquí, las buenas noticias. Las malas son que la cabina del pasaje tiene casi un metro de agua y que no hemos traído las botas impermeables.

—Que Dios se apiade de los heridos que no se hayan puesto a salvo del agua. A la temperatura que está, no habrán durado ni diez minutos —comentó Gale con voz grave.

—Si no pueden abrir la puerta de emergencia los posibles supervivientes, tendremos que abrirnos paso cortando el fuselaje.

—Las chispas de las sierras tienen la desagradable costumbre de prender en el combustible derramado en la zona —intervino el teniente Cork Simón, el corpulento jefe del equipo de control de daños del Polar Explorer. El teniente tenía el aire confiado de quien conocía su trabajo a la perfección, y aún más—. Será mejor que entremos por la puerta de la zona de pasaje. El doctor Gale necesitará todo el espacio posible para sacar a los heridos que requieran camilla.

—Tiene razón —asintió Pitt—. Pero una puerta presurizada encajada contra los goznes y torcida por el impacto, tomará su tiempo abrirla por la fuerza. Y ahí dentro puede haber gente muriéndose de congelamiento. Nuestra primera misión debe ser abrir un orificio para introducir el tubo de conducción térmica…

Interrumpió la frase cuando Giordino dio una vuelta cerrada y descendió hacia una zona llana a tiro de piedra del avión siniestrado. Todos prestaron atención a la maniobra, tensos y dispuestos. Fuera, el efecto de las aspas levantó una pequeña ventisca de partículas de nieve y hielo, convirtiendo el lugar de aterrizaje en un revoltijo de color de alabastro que impedía totalmente la visión.

Cuando Giordino apenas había posado las ruedas del helicóptero en el suelo y puesto el motor al ralentí, Pitt abría ya la compuerta de carga del aparato. Saltó al frío y se encaminó hacia los restos. Detrás de él, el doctor Gale empezó a dirigir la descarga del equipo mientras Cork Simón y sus hombres bajaban la unidad térmica auxiliar y la moto de nieve al hielo del fiordo.

Medio corriendo, medio resbalando, Pitt rodeó el fuselaje evitando cuidadosamente las grietas abiertas en el hielo. El aire tenía el desagradable olor del carburante de aviación. Se encaramó al montón de hielo, de un metro de grosor, que se apilaba sobre las ventanillas de la cabina de mandos. Escalar la resbaladiza superficie fue como subir por una rampa engrasada. Trató de excavar un orificio hasta la cabina pero se rindió rápidamente; le habría llevado más de una hora abrirse paso entre el hielo hasta poder colarse en el interior de la cabina.

Se dejó caer resbalando y pasó alrededor del ala restante. La sección principal estaba arrancada de sus soportes y retorcida, con la punta en dirección a la cola. Estaba sobre el hielo, aplastada junto al hundido fuselaje a menos de un metro por debajo de la hilera de ventanillas. Utilizando el ala como pasarela sobre las aguas abiertas, Pitt se agachó e intentó ver algo en el interior. Las luces del helicóptero brillaban en el plexiglás y tuvo que llevarse las manos en torno a los ojos para evitar el reflejo.

Al principio, no detectó el menor movimiento; sólo oscuridad y una quietud mortal.

Luego, de improviso, un rostro grotesco se materializó al otro lado de la ventanilla, a escasos centímetros de los ojos de Pitt.

Inconscientemente, dio un paso atrás. La repentina aparición de una mujer con un corte por encima de un ojo y un reguero de sangre bañándole la mitad de las facciones, todas ellas distorsionadas por las finas grietas que recorrían la ventanilla, sobresaltaron a Pitt durante unos segundos.

Pronto reaccionarás la sorpresa y estudió el lado intacto del rostro de la mujer. Sus pómulos altos, el cabello largo y oscuro y un ojo castaño oliváceo bastaban para sugerir que se trataba de una mujer muy hermosa, pensó Pitt caritativamente.

Se acercó todo lo posible a la ventanilla y gritó:

—¿Puede abrir la compuerta de emergencia?

La ceja perfectamente depilada se alzó durante una décima de segundo, pero el ojo pareció no comprender.

—¿Puede oírme?

En ese instante, los hombres de Simón pusieron en funcionamiento el generador auxiliar y cobró vida una serie de focos que iluminó el avión con una claridad comparable a la luz diurna. Conectaron rápidamente la unidad térmica y Simón empezó a desenrollar la manguera flexible a través del hielo.

—Por aquí, en el ala —le indicó Pitt—. Y trae algo para cortar una ventanilla.

El grupo de control de siniestros estaba entrenado para las reparaciones de emergencia a bordo del barco y se enfrascó en su trabajo con aire competente y sin desperdiciar movimientos, como si rescatar a los pasajeros atrapados en un avión siniestrado fuera tarea de todos los días.

Cuando Pitt volvió a mirar, el rostro de la mujer había desaparecido.

Simón y uno de su equipo se encaramaron al ala, manteniendo el equilibrio a duras penas y arrastrando iras ellos la boca de la manguera del calorífero. Pitt notó un chorro de aire caliente y le sorprendió que el artefacto necesitara tan poco tiempo para surtir efecto.

—Necesitaremos un hacha de bomberos para abrirnos paso —dijo Pitt.

Simón fingió un gesto de desprecio.

—Concédale a la Marina un mínimo de delicadeza. Hemos avanzado bastante desde esos brutos métodos a base de fuerza. —Extrajo del bolsillo del abrigo una herramienta a pilas, pequeña y compacta. Pulsó un botón y una minúscula rueda abrasiva apareció en un extremo y empezó a rodar—. Atraviesa el aluminio y el plexiglás como si fueran mantequilla.

—Haga su trabajo —replicó Pitt con sequedad, apartándose de en medio.

Simón era tan eficaz como decía; el pequeño artilugio cortó el grueso panel exterior de la ventanilla en menos de dos minutos. La placa interior, más delgada, sólo le llevó treinta segundos.

Pitt se encogió y extendió el brazo en el interior, alumbrando con la linterna. No había rastro de la mujer ni de otros cuerpos. El agua fría del fiordo brillaba bajo el haz de luz y lamía el borde de los asientos.

Simón y Pitt introdujeron el extremo de la manguera por la ventanilla y corrieron luego hacia la parte delantera del avión. Los hombres de la Marina, con los brazos bajo el agua, habían logrado abrir el pestillo de la puerta principal, pero, como ya habían previsto, estaba atascada. Tras esto, taladraron rápidamente unos agujeros en la puerta, atornillaron en ellos unos ganchos de acero y ataron a éstos unos cables que iban hasta la moto de nieve.

El conductor soltó el embrague y el vehículo avanzó centímetro a centímetro hasta que los cables se tensaron. Entonces el motor subió de revoluciones, las planchas metálicas del vehículo oruga se clavaron en el hielo y la pequeña moto de nieve tiró con toda su potencia. Durante unos segundos no pareció suceder nada. Sólo se oyó el gruñido del tubo de escape y el crujido de las planchas metálicas al dejar estampada su huella en el hielo.

Tras una espera llena de ansiedad, un nuevo sonido rompió el frío, un chirrido sobrenatural de metal protestando, y el extremo inferior de la puerta de la cabina apareció en la superficie del agua. Tras desenganchar los cables, todo el grupo de rescate se agachó en torno a la entrada, apoyaron los hombros en la puerta y la empujaron hasta que, con un crujido, quedó en una posición casi completamente abierta.

El interior del avión estaba a oscuras y envuelto en un silencio siniestro. Pitt se estiró sobre el estrecho brazo de aguas abiertas y se asomó a lo desconocido, notando en su estómago un nudo de morbosa curiosidad. Su figura produjo una sombra sobre el agua en el pasillo de la cabina de pasajeros y, al principio, no vio nada salvo el reflejo de las paredes de la zona de cocina.

Todo estaba extrañamente silencioso y no había indicio de restos humanos.

Pitt vaciló y miró atrás. El doctor Gale y su equipo médico estaban observando con sombría expectación, mientras los hombres de Simón procedían a tender un cable eléctrico desde el generador auxiliar para iluminar el interior del avión.

—Voy a entrar —anunció Pitt.

Saltó por la abertura al interior del aparato. Se posó en el suelo de la cabina con un chapoteo y comprobó que el agua le cubría hasta las rodillas. Notó como si sus piernas hubieran recibido de pronto mil aguijonazos. Penetró en el vestíbulo y accedió al pasillo entre los asientos de la cabina del pasaje. El espectral silencio resultaba desconcertante; el único sonido procedía de su propio chapoteo.

Un instante después, se quedó paralizado. Sus peores temores se abrieron como los pétalos de una flor venenosa.

Pitt se encontró intercambiando una mirada vacía con un mar de rostros fantasmagóricamente blancos. Ninguno de ellos se movió, ninguno parpadeó, ninguno habló. Se limitaron a permanecer muy quietos en sus asientos, con los cinturones de seguridad abrochados, mirándole con la ciega expresión de los muertos.

El tesoro de Alejandría
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