56

La explosión sonó como un trueno sorprendentemente apagado. La masa frontal del glaciar crujió y gimió con un ruido siniestro. Después no pareció suceder nada. El muro de hielo se mantuvo firme y erguido.

Deberían haberse producido ocho detonaciones en otros tantos puntos de la grieta del glaciar, pero el comandante Dillinger y sus hombres habían descubierto y desarmado todas las cargas, salvo una, antes de suspender la búsqueda.

El rugido lejano se produjo en el instante en que Pitt y Gunn se acercaban a los dos secuestradores que estaban atareados poniendo a punto la caldera de la vieja locomotora de la mina. Los dos hombres hicieron una pausa en su trabajo y escucharon con atención durante unos segundos, intercambiando unas palabras en árabe. Al escuchar el ruido, se echaron a reír y volvieron a concentrarse en su trabajo.

—Sea cual sea la causa de ese ruido —susurró Gunn—, no ha pillado por sorpresa a esos tipos. Por su reacción, se diría que lo estaban esperando.

—Ha sonado como una pequeña explosión —replicó Pitt sin alzar la voz.

—Decididamente, no se trata de una rotura en el glaciar. De ser así, habríamos notado vibraciones en el suelo.

Pitt observó la locomotora de vía estrecha, que llevaba enganchado un ténder de carbón y cinco vagonetas de mineral. Era un pequeño tren de los utilizados en las plantaciones, instalaciones industriales y minas. Pintoresca, fuerte y robusta, con una chimenea alta y ventanillas redondas en la cabina del maquinista, la locomotora permanecía inmóvil, soltando chorros de vapor en torno al tren de rodaje.

Un ferroviario habría descrito la disposición de las ruedas con la fórmula 0-4-0, es decir, sin bogie delantero, con cuatro ruedas motrices y sin ruedas traseras bajo la cabina del maquinista.

—Démosle al maquinista y al fogonero una cálida despedida —murmuró Pitt, impasible—. Es lo que haría un amigo.

Gunn miró a Pitt con extrañeza y sacudió la cabeza perplejo antes de agacharse y echar a correr hacia la cola del tren. Se separaron y se aproximaron desde lados opuestos, poniéndose a cubierto bajo las vagonetas. La cabina del maquinista estaba brillantemente iluminada por la caja de fuego de la caldera y Pitt hizo un gesto con la palma de la mano hacia arriba, indicándole a Gunn que aguardara.

El árabe que hacía las funciones de maquinista estaba ocupado manipulando válvulas y observando los indicadores de la presión del vapor. Su compañero echaba a las llamas paladas de carbón que traía del ténder situado tras la locomotora. El hombre echó una palada de negro carbón a la caja de fuego de la caldera, que ardía vorazmente: hizo una pausa para secarse el sudor de la frente y cerró la portilla de la caja de fuego con la pala, dejando la cabina en la semioscuridad.

Pitt señaló con el dedo a Gunn y, luego, al maquinista. Gunn hizo un gesto de asentimiento, se agarró de la escalerilla metálica y subió los peldaños que lo separaban de la cabina.

Pitt fue el primero en llegar, por el otro lado. Tranquilamente, se acercó al fogonero y le dijo en tono educado:

—Buenos días…

Antes de que el sorprendido y desconcertado fogonero pudiera responder, Pitt le quitó la pala de las manos y le golpeó con ella en la cabeza.

El maquinista se disponía a volverse cuando Gunn le golpeó en la mandíbula con el sólido silenciador ajustado al cañón, corto y grueso, de su Heckler & Koch. Él árabe cayó como un saco de cemento.

Mientras Gunn vigilaba la presencia de intrusos, Pitt colocó a los dos secuestradores de modo que sus cuerpos colgaran por la cintura de las ventanillas laterales de la cabina. A continuación, estudió el laberinto de conductos, palancas y válvulas.

—Jamás lo conseguirás —dijo Gunn moviendo la cabeza.

—Al menos sé cómo se ponía en marcha y se conducía un Stanley Steamer —replicó Pitt, tocado en su orgullo.

—¿Un qué?

—Un automóvil antiguo de vapor —respondió Pitt—. Abre la portilla de la caja de fuego. Necesito algo de luz para ver los indicadores.

Gunn hizo lo que le decía Pitt y aprovechó las llamas que surgían por la portilla para calentarse las manos.

—Será mejor que te des prisa —dijo con impaciencia—. Aquí arriba quedamos tan a la vista como si estuviéramos en un escenario.

Pitt tiró hacia abajo de una larga palanca y la pequeña locomotora se deslizó hacia adelante unos centímetros.

—Muy bien, aquí tenemos el freno. Creo que ya sé cuál es el mando de cada cosa. Ahora, cuando pasemos junto al molino de trituración, salta y ocúltate en el interior.

—¿Y el tren?

—Este expreso no hace paradas —respondió Pitt con una ancha sonrisa.

Pitt soltó el retén de la palanca de marcha y movió ésta hacia adelante. Luego, soltó el retén de la válvula de estrangulación y la abrió. La máquina comenzó a avanzar lentamente, acompañada del estruendo metálico de las vagonetas enganchadas. Abrió a fondo la válvula. Las ruedas motrices dieron varias vueltas antes de agarrarse a los oxidados raíles. El tren se puso en movimiento y se lanzó hacia adelante.

Los penosos resoplidos aceleraron su ritmo cuando la locomotora adquirió velocidad y pasó traqueteando frente a la cantina. La puerta de ésta se abrió y uno de los secuestradores asomó por ella y alzó una mano como para saludar, pero la volvió a bajar cuando vio los dos cuerpos colgando de las ventanillas laterales de la cabina. El hombre desapareció en el interior del edificio de un salto, como impulsado por una inmensa banda de caucho, mientras lanzaba un furioso grito de advertencia.

Pitt y Gunn dispararon unas ráfagas con sus armas contra las ventanas y la puerta del edificio. Instantes después, la máquina había dejado atrás la cantina y se dirigía al molino. Pitt estudió el terreno y calculó que la velocidad debía estar entre quince y veinte kilómetros.

Tiró del silbato situado sobre su cabeza y lo ató con una cuerda que extrajo del interior de su chaqueta de esquí. El chorro repentino de vapor en el silbato de latón cortó el aire como una cuchilla.

—Prepárate para saltar —gritó a Gunn por encima del pitido, capaz de romperle a uno los tímpanos.

Gunn no replicó. Observó el suelo de áspera grava que pasaba centelleando en dirección contraria como si alguien la hubiera lanzado a velocidad de reactor mil metros bajo sus pies.

—¡Ahora! —gritó Pitt.

Saltaron al suelo a la carrera, resbalando y tambaleándose pero, milagrosamente, consiguieron mantenerse en pie. Sin el menor titubeo, sin una pausa para recobrar el aliento, corrieron junto al tren y subieron los peldaños de la escalera que conducía al molino, sin detenerse hasta que alcanzaron el umbral y entraron atropelladamente en el edificio, rodando por el suelo.

Lo primero que vio Pitt fue a Al Giordino, en pie junto a él, sosteniendo despreocupadamente la metralleta con el cañón apuntando al techo.

—Te he visto salir a patadas de algunos bares bastante cutres —dijo Giordino con voz severa—, pero es la primera vez que te echan así de un tren en marcha.

—No me he perdido nada —respondió Pitt poniéndose en pie—. No tenía vagón restaurante.

—Esos disparos… ¿Habéis sido vosotros o ellos?

—Nosotros.

—¿Vendrán tras vuestros pasos?

—Como un enjambre de abejas furiosas saliendo de una colmena destruida —respondió Pitt—. No tenemos mucho tiempo para preparar la defensa.

—Será mejor que se anden con cuidado; como apunten mal, van a estropear su propio helicóptero.

—Una ventaja que aprovecharemos cuanto podamos.

Findley había terminado de atar al centinela y a los dos mecánicos en el centro de la estancia y se incorporó.

—¿Dónde quieres que los deje?

—Ahí mismo. Están tan seguros en el suelo como en cualquier otra parte —respondió Pitt, al tiempo que echaba una rápida ojeada al inmenso interior del edificio, con el triturador de mineral en el centro—. Al, tú y Findley coged todo lo que os sirva y convertid el triturador en un fortín. Rudi y yo les detendremos todo el tiempo que podamos.

—Un fortín dentro de otro —comentó Findley.

—Para defender un edificio de estas dimensiones serían precisos veinte hombres —explicó Pitt—. La única esperanza de los secuestradores para recuperar intacto el helicóptero es volar la puerta principal e irrumpir en masa. Abatiremos a todos los que podamos desde las ventanas y luego nos retiraremos al triturador para una última defensa desesperada.

—Ahora empiezo a comprender cómo se sentía Davy Crockett en el Álamo —gruñó Giordino.

Findley y él empezaron a fortificar la enorme máquina mientras Pitt y Gunn se instalaban ante sendas ventanas en esquinas opuestas del edificio. El sol empezaba a iluminar con sus rayos sobre las laderas de la montaña. La oscuridad había desaparecido casi por completo.

Pitt notó que una sensación de inquietud llenaba su mente. Tal vez pudieran evitar que los árabes que estaban rodeando rápidamente el molino escaparan pero, si los secuestradores que estaban en el crucero conseguían eludir a las Fuerzas Especiales y buscaban refugio en la mina, él y su reducidísimo grupo serían barridos.

Con rostro serio, observó por la ventana la pequeña locomotora que rugía raíles abajo en su último viaje, tomando impulso con cada nueva vuelta de las ruedas. La chimenea vomitaba chispas y dejaba tras de sí un largo penacho de humo que se desviaba a un lado, impulsado por el fuerte viento de costado. Las vagonetas de mineral chirriaban y se bamboleaban sobre los estrechos raíles. El agudo pitido del silbato se convirtió en el lóbrego gemido de un alma en pena mientras el tren se lanzaba vía abajo en la distancia.

El tesoro de Alejandría
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