15

El pequeño reactor privado Beechcraft tomó tierra con un leve gemido de los neumáticos y rodó por la pista de gravilla de un aeropuerto privado, a veinte kilómetros al sur de Alejandría, en Egipto. Menos de un minuto después de que se detuviera junto a un Volvo verde con la palabra «taxi» escrita en las portezuelas, el ruido de los motores cesó y se abrió la compuerta de pasajeros.

El hombre que saltó al suelo llevaba un traje blanco con una corbata del mismo color sobre una camisa azul marino. Delgado y con casi un metro ochenta de estatura, se detuvo un instante y se pasó un pañuelo por la frente, que mostraba una incipiente calvicie, y se retocó el gran bigote negro con el índice, con gesto presumido. Sus ojos quedaban ocultos tras las gafas de sol y sus manos lucían unos guantes blancos de piel.

Suleiman Aziz Ammar no se parecía en nada al piloto que había subido al vuelo 106 en Londres.

Anduvo hasta el Volvo y saludó al hombre bajo y musculoso que emergió de detrás del volante.

—Buenos días Ibn. ¿Has tenido algún problema en el viaje de vuelta?

—Tus asuntos están en orden —respondió Ibn al tiempo que abría la puerta trasera del coche sin hacer ningún esfuerzo por ocultar un fusil semiautomático recortado del tamaño de una pistola, que llevaba en una sobaquera.

—Llévame hasta Yazid.

Ibn asintió en silencio mientras Ammar se instalaba en el asiento trasero.

El exterior del taxi era tan engañoso como los numerosos disfraces de Ammar. Las ventanillas oscuras y las planchas metálicas del vehículo eran blindadas. Dentro, Ammar se acomodó en un sillón de cuero, bajo y confortable, frente a un escritorio compacto que contenía una serie de compactos aparatos electrónicos entre los que se encontraban dos teléfonos, un ordenador, un transmisor de radio y un monitor de televisión. El vehículo contaba también con un bar y un armero con dos fusiles automáticos.

Mientras el coche evitaba el abigarrado centro de Alejandría y tomaba por la carretera de la playa de al-Jaysh, Ammar se dedicó a repasar sus vastas operaciones financieras. Su riqueza, que sólo él conocía, era enorme. Su éxito financiero se debía más a sus métodos expeditivos que a su astucia. Si algún ejecutivo o financiero gubernamental se cruzaba en el camino de Ammar en algún negocio suculento, sencillamente lo eliminaba.

Después de un trayecto de veinte kilómetros, Ibn redujo la velocidad del Volvo y se detuvo junto a una verja que daba a una pequeña casa de campo edificada en una baja colina, con vistas a una amplia playa de arena.

Ammar desconectó el ordenador y bajó del coche. Cuatro centinelas con ropas militares para el desierto, de color arena, lo rodearon y lo cachearon con minucia. Como precaución adicional, le ordenaron pasar por un detector de rayos X como los que se utilizan en los aeropuertos.

Después fue conducido a la casa por una escalinata de piedra, dejando atrás los edificios de cemento, de tosca construcción, que acogían a una pequeña guarnición del cuerpo de élite de guardaespaldas de Yazid. Ammar sonrió cuando él y la escolta pasaron frente a la ornamentada entrada principal, abierta sólo a los visitantes ilustres, y penetraron en la casa por una pequeña puerta auxiliar. El recién llegado pasó por alto la afrenta, consciente de que era el sistema empleado por el mezquino Yazid para humillar a aquéllos que le hacían el trabajo sucio pero que no eran aceptados en el círculo privado de sus fanáticos servidores.

Ammar penetró en una estancia vacía y austera, con un taburete de madera como único mobiliario y un gran tapiz persa de Kashan colgado en una de las paredes. La sala estaba caliente y mal ventilada, no tenía ventanas y la única iluminación procedía de un tragaluz abierto en el techo. Sin una palabra, la escolta se retiró cerrando la puerta al salir.

Ammar bostezó y levantó despreocupado la muñeca como si comprobara la hora. Después, se quitó las gafas de sol y se frotó los ojos. Aquellos gestos, ensayados mil veces, le permitieron localizar, sin despertar sospechas, la pequeña lente de una cámara de televisión camuflada en los dibujos del tapiz que cubría la pared.

Tuvo que esperar casi una hora antes de que el tapiz fuera levantado y Ajmad Yazid penetrara en la estancia a través de un pequeño pasadizo.

El líder espiritual de los musulmanes egipcios era joven: no tenía más de treinta y cinco años. De baja estatura, tenía que levantar la cabeza para cruzar su mirada con la de Ammar. Su rostro no tenía los rasgos de la mayoría de egipcios; el mentón y los pómulos eran más suaves, más redondeados. Llevaba la cabeza cubierta con un breve turbante de tela blanca y su cuerpo delgado como el palo de una escoba estaba envuelto con un caftán de seda también blanco. Cuando pasó de la sombra a la luz, el color de sus ojos pareció cambiar de negro azabache a castaño oscuro.

Como muestra de respeto, Ammar inclinó ligeramente la cabeza sin mirar a los ojos a Yazid.

—¡Ah, amigo mío! —exclamó Yazid en tono cálido—. Me alegro de tenerte de vuelta.

Ammar alzó la vista, sonrió y empezó a interpretar la comedia.

—Es un honor estar en tu presencia, Ajmad Yazid.

—Siéntate, por favor —indicó éste. Era más una orden que una invitación.

Ammar obedeció, tomando asiento en el pequeño taburete de madera de modo que Yazid pudiera mirarlo desde arriba. Yazid añadió a ello otra forma de sutil humillación y se puso a caminar en círculos por la estancia mientras entraba en materia sin preámbulos, obligando a Ammar a dar vueltas en el taburete para seguirlo en su deambular.

—Semana a semana, la frágil autoridad del presidente Hasan se tambalea más y más. Lo único que impide ahora su caída es la lealtad de los militares, pues todavía puede confiar en el respaldo de su ejército de trescientos cincuenta mil hombres. De momento, el ministro de Defensa, Abu Hamid, sigue sin tomar partido. Me aseguró que prestará apoyo a nuestro movimiento por la creación de una república islámica, pero sólo si ganamos un referéndum nacional sin derramamiento de sangre.

—¿Y eso es inconveniente? —preguntó Ammar con aire cándido. Yazid le dirigió una fría mirada.

—Ese hombre es un charlatán prooccidental demasiado cobarde para renunciar a la ayuda norteamericana. Lo único que le importa son sus preciosos reactores, sus helicópteros artillados y sus tanques. Teme que Egipto siga el camino de Irán y el muy idiota insiste en una transición política en orden para que sigan llegando los préstamos de los bancos internacionales y las ayudas financieras de Estados Unidos.

Hizo una pausa y miró directamente a los ojos a Ammar, como si desafiara a su asesino profesional a contradecirlo otra vez. Ammar guardó silencio. La atmósfera sofocante de la estancia empezaba a resultarle insoportable.

—El ministro Abu Hamid también exige mi promesa de que Hala Kamil seguirá siendo secretaria general de las Naciones Unidas —añadió Yazid.

—Pero tú me ordenaste eliminarla —respondió Ammar, curioso. Yazid asintió.

—En efecto, quería ver muerta a esa perra porque está utilizando su posición en la ONU como una tribuna para expresar su oposición a nuestro movimiento y para poner contra mí a la opinión pública mundial. Sin embargo, si Hala hubiera sido asesinada abiertamente, Abu Hamid me habría cerrado la puerta en las narices; por eso recurrí a ti, Suleiman, para eliminarla mediante un accidente imposible de investigar. Desgraciadamente, has fracasado. Has logrado matar a todos los que iban en el avión menos a Hala Kamil.

Estas últimas palabras cayeron sobre Ammar como un mazazo. Su calma exterior se desvaneció y dirigió a Yazid una mirada de absoluto desconcierto.

—¿Está viva?

Yazid le dirigió una mirada helada.

—Hace menos de una hora que la noticia se ha recibido en Washington. El avión se estrelló en Groenlandia y todos los que viajaban a bordo, salvo ella y dos miembros de la tripulación, fueron encontrados muertos por envenenamiento.

—¿Envenenamiento? —repitió Ammar con escepticismo.

—Nuestros agentes infiltrados en los medios de comunicación norteamericanos han confirmado ese extremo. ¿Qué te proponías, Suleiman? Me aseguraste que el avión desaparecería en el mar.

—¿Se sabe cómo logró alcanzar Groenlandia?

—Un miembro de la tripulación descubrió los cuerpos de los pilotos y, con la ayuda de un delegado mexicano, se puso a los mandos y consiguió efectuar un aterrizaje de emergencia en un fiordo de la costa. Kamil habría muerto de frío, sacándote del apuro, de no ser por un buque de investigación norteamericano que se encontraba casualmente en la zona y acudió casi de inmediato al rescate, salvándola.

Ammar no salía de su asombro. No estaba acostumbrado a fracasar y no lograba imaginar cómo había podido terminar tan mal su plan, que había concebido y llevado a cabo con extrema minuciosidad. Cerró los ojos y vio al avión salvando apuradamente la cima del glaciar. Casi al instante, hizo un repaso de los imponderables que podían haber surgido y se concentró en una pieza del rompecabezas que no encajaba.

Yazid permaneció inmóvil y en silencio durante unos instantes; luego, interrumpió la concentración de Ammar.

—Naturalmente, te darás cuenta de que me acusarán a mí del asunto.

—No existe ninguna prueba que pueda relacionarme con el suceso ni contigo —se apresuró a replicar Ammar con absoluta rotundidad.

—Tal vez, pero las especulaciones y rumores en los medios de comunicación occidentales me señalarán como culpable, puesto que tenía motivos para ordenar el atentado. Debería hacerte ejecutar.

Ammar trató de recuperar la claridad de ideas y se encogió de hombros con aire indiferente.

—Sería una pérdida lamentable. Sigo siendo el mejor eliminador de Oriente Medio.

—Y el mejor pagado.

—No tengo por costumbre cobrar por los proyectos no terminados.

—Eso espero —replicó Yazid con acritud. Bruscamente, dio media vuelta y se dirigió hacia el tapiz de la pared. Alargó el brazo y lo apartó con la mano izquierda; hizo una pausa y se volvió hacia Ammar.

—Debo preparar mi espíritu para la plegaria. Puedes irte, Suleiman Aziz Ammar.

—¿Y Hala Kamil? El trabajo está inconcluso.

—Voy a encargar su eliminación a Muhammad Ismail.

—Ismail… —gruñó Ammar—. Ese hombre es un cretino.

—Se puede confiar en él.

—¿Para qué? ¿Para limpiar alcantarillas?

Los ojos fríos y penetrantes de Yazid se clavaron en Ammar, amenazadores.

—Kamil ya no es asunto tuyo. Quédate aquí, en Egipto, cerca de mí. Mis fieles consejeros y yo tenemos otro proyecto para hacer triunfar nuestra causa. Podrás gozar de otra oportunidad para redimirte a los ojos de Alá.

Antes de que Yazid abandonara la estancia, Ammar se puso en pie.

—Ese delegado mexicano que ayudó a pilotar el avión… ¿murió envenenado también?

Yazid movió la cabeza en gesto de negativa y respondió:

—Los informes dicen que murió al estrellarse el aparato.

Tras esto, desapareció por el pasadizo y el tapiz volvió a cubrir la abertura. Ammar se sentó de nuevo en el taburete. Poco a poco, una revelación se abrió paso entre las brumas de aquel enigma. Debería de haber montado en cólera, pero no sintió el menor asomo de rabia. Al contrario, en los labios, bajo el poblado bigote, empezó a formarse una sonrisa divertida.

—Así que éramos dos a bordo —murmuró en voz alta, hablándole a la sala vacía—. Y el otro envenenó la comida —sacudió la cabeza, sorprendido y admirado, antes de añadir—: ¡Envenenó el caldo! ¡Dios mío, qué original!

El tesoro de Alejandría
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