61

Las Fuerzas Especiales tomaron tierra y se reagruparon tras las colinas de desechos que protegían su avance desde los edificios de la mina. Se distribuyeron rápidamente en formación de combate y aguardaron la orden de avanzar. Los tiradores establecieron sus posiciones en torno a la mina, tendidos en el suelo y atentos a cualquier movimiento dentro de su radio de visión.

Hollis, con Dillinger a su lado, se arrastró hasta la cumbre de la colina y se asomó con cautela. La escena tenía el aspecto de un cementerio.

La mina fantasma era un escenario lóbrego para una batalla, pero la lluvia fría y la ladera pelada parecían un fondo adecuado para una matanza. El cielo gris plomizo proporcionaba a los edificios en ruinas el aspecto de un lugar ajeno a cualquier mundo.

El intercambio de disparos había cesado. Dos de los edificios exteriores ardían vorazmente y el humo se alzaba de ellos en grandes columnas hacia el firmamento cubierto de nubes bajas. Hollis contó, al menos siete cuerpos tendidos en el camino que conducía al molino de trituración.

—Lamento tener que decirlo —murmuró Hollis—, pero no me gusta el aspecto de todo esto.

—No hay rastro de vida —asintió Dillinger, mientras estudiaba el terreno a través de unos potentes prismáticos. Hollis estudió detenidamente los edificios durante otros cinco minutos y luego indicó por el transmisor:

—Muy bien, vayamos con cuidado y entremos…

—Un momento, coronel —lo interrumpió una voz.

—Aguarden —dijo Hollis.

—Habla el sargento Baker, señor, en el flanco derecho. Tengo a un grupo de cinco personas aproximándose por la vía del ferrocarril.

—¿Están armados?

—No, señor. Usted y sus hombres rodéenlos. Tomen precauciones, no vaya a ser una trampa. El comandante Dillinger y yo vamos para allá.

Hollis y Dillinger serpentearon al abrigo de la escoria de la mina hasta alcanzar la vía y echaron a correr en dirección al fiordo. Al cabo de unos setenta metros, varias figuras humanas cobraron forma bajo la lluvia.

El sargento Baker se acercó a informar.

—Tenemos a los rehenes y a un terrorista, coronel.

—¿Ha rescatado a los rehenes? —exclamó Hollis—. ¿A los cuatro?

—Sí, señor —replicó Baker—. Están totalmente agotados, pero no tienen nada grave.

—Buen trabajo, sargento —dijo el coronel, sacudiendo la mano de Baker con indisimulado calor.

Los dos jefes habían memorizado los rostros de los presidentes y de la secretaria general de las Naciones Unidas durante el vuelo desde Virginia, y también conocían el aspecto del senador Pitt por los medios de comunicación. Cubrieron rápidamente la distancia que los separaba de ellos y los invadió una oleada de alivio al reconocer a las cuatro personalidades desaparecidas.

Y gran parte de su alivio se convirtió en sorpresa al comprobar que el terrorista capturado no era otro que Rudi Gunn.

El senador Pitt se adelantó a estrechar la mano de Hollis y Gunn realizó las presentaciones.

—Me alegro de conocerle, coronel —dijo el senador, radiante.

—Lamento llegar tarde —mujmuró Hollis, aún no muy seguro de cómo tomarse todo aquello.

Hala le dio un abrazo, y también Hasan y De Lorenzo. Después le tocó el turno a Dillinger, quien enrojeció como un tomate.

—¿Le importaría decirnos qué sucede aquí? —preguntó Hollis a Gunn.

Gunn se deleitó restregándole la historia en las narices.

—Parece que nos dejó usted en un punto muy crítico, coronel. Encontramos cerca de veinte terroristas en la mina, junto con un helicóptero oculto con el que pensaban abandonar la isla. Como no le pareció bien incluirnos en su red de comunicaciones, Pitt intentó avisarle enviando el tren sin control montaña abajo hasta el fiordo.

Dillinger asintió al entender el plan.

—El helicóptero explica por qué los secuestradores árabes abandonaron el barco y dejaron a los mexicanos solos para defenderse.

—Y el tren era su medio de transporte a la mina —añadió Gunn.

—¿Dónde están los demás? —quiso saber Hollis.

—La última vez que los vi, antes de que Pitt me enviara a rescatar a su padre y a esas personas, se habían hecho fuertes en el edificio del molino y estaban rodeados.

—¿Los cuatro solos se han enfrentado con cerca de cuarenta terroristas? —exclamó Dillinger, incrédulo.

—Pitt y los demás impedían la huida a los árabes y, al mismo tiempo, servían de distracción para que yo pudiera rescatar a los rehenes.

—Sus posibilidades eran de menos de diez a una —afirmó Hollis.

—Estaban haciéndolo bastante bien cuando me fui —repuso Gunn con rotundidad. Hollis y Dillinger se miraron.

—Será mejor ver qué encontramos —dijo el coronel.

El senador Pitt se acercó:

—Coronel, Rudi me ha dicho que mi hijo está en la mina. Querría ir con ustedes.

—Lo siento, senador. No puedo permitirlo hasta que la zona esté segura.

Gunn pasó su mano por los hombros del anciano.

—Me ocuparé de todo, senador —le aseguró—. No se preocupe por Dirk. Nos sobrevivirá a todos.

—Gracias, Rudi. Aprecio su amabilidad.

Hollis, sin embargo, no compartía su optimismo.

—Deben de haber acabado con ellos —murmuró en voz baja a Dillinger.

—Es inútil pensar —asintió éste— que puedan haber sobrevivido a una fuerza semejante de terroristas experimentados.

Hollis dio la señal y sus hombres empezaron a moverse como fantasmas entre los edificios de la mina. Al aproximarse al molino, la cosecha de cadáveres empezaba a resultar asombrosa. Contaron trece cuerpos en posturas inverosímiles sobre el camino y alrededor del edificio.

El molino estaba taladrado por cientos de agujeros de bala y mostraba en sus paredes astilladas el resultado de las granadas. No quedaba intacto un solo cristal en las ventanas y todas las puertas habían sido voladas con explosivos.

Hollis y cinco de sus hombres entraron cautelosamente por los agujeros abiertos en los muros mientras Dillinger y su grupo se acercaban por la abertura informe que había sido la entrada principal. Por todas partes ardían y humeaban pequeños incendios, pero aún no se habían extendido lo suficiente para formar una gran hoguera.

Dos decenas de cuerpos se amontonaban en el suelo, algunos de ellos apoyados en torno al triturador central. El helicóptero seguía sorprendentemente intacto, sólo con ligeros daños en el rotor de cola.

Tres hombres seguían vivos entre aquella carnicería. Tres hombres tan ensangrentados, tan enmascarados por el humo, en un estado tan lastimoso, que Hollis no podía creer lo que veían sus ojos. Uno de los hombres estaba tendido en el suelo con la cabeza apoyada en el regazo de otro, que llevaba un brazo colgado del cuello con un jirón de ropa ensangrentada. El tercero estaba en pie, meciéndose de un lado a otro; la sangre le corría de las heridas de una pierna, de la base del cuello junto al hombro, de la parte superior de la cabeza y de una mejilla.

Hasta que estuvo a sólo dos metros, Hollis no reconoció al hombre malherido que tenía ante sí. Se quedó absolutamente perplejo. No lograba entender cómo aquellos tres hombres de aspecto tan lastimoso habían mantenido la fe y habían logrado imponerse contra todo pronóstico.

Las Fuerzas Especiales se reunieron en torno a la escena con un silencio de admiración. Rudi Gunn sonreía de oreja a oreja. Hollis y Dillinger permanecieron inmóviles, mudos.

Por fin, Pitt se puso lo más firme que el dolor le permitió y dijo:

—Ya era hora de que aparecieran. Nos estábamos quedando sin nada que hacer.

El tesoro de Alejandría
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