36

Nichols se había puesto el abrigo y estaba terminando de guardar unos documentos en su maletín, antes de marcharse a casa, cuando su secretaria asomó la cabeza por la puerta abierta del despacho.

—Ha llegado alguien de Langley con un recado —anunció.

—Hágalo pasar —dijo Nichols.

Un agente de la CÍA a quien Nichols ya conocía entró en el despacho portando un viejo maletín de cuero pasado de moda.

—Me encuentra por casualidad, Keith —dijo Nichols—. Estaba a punto de irme a casa.

Keith Farquar llevaba gafas de montura de concha y tenía el cabello castaño muy tupido, con un poblado bigote. Nichols se dijo una vez más que aquel hombretón corpulento y serio, de ojos contemplativos, era uno de esos agentes que constituían el más sólido baluarte de la Agencia.

Sin esperar a su invitación, Farquar tomó asiento en una silla, colocó el maletín sobre sus muslos y marcó la combinación de una cerradura que liberaba el pestillo y desconectaba el circuito de un pequeño explosivo incendiario situado en el interior. Sacó del maletín un delgado expediente y lo dejó sobre el escritorio, al alcance de Nichols.

—El señor Brogan me ha encargado decirle que los datos sobre el pasado de Ajmad Yazid son muy escasos. Los detalles biográficos respecto a su nacimiento, sus padres y antepasados, su educación y sus posibles matrimonios o hijos son prácticamente inexistentes, igual que las menciones a su persona en procedimientos legales, sean de naturaleza penal o civil. La mayor parte de lo que ha conseguido saber de él nuestra sección de Oriente Medio procede de descripciones de personas que lo conocieron. Por desgracia, la mayoría de esas personas se convirtieron, por una u otra razón, en enemigos de Yazid y, por tanto, sus testimonios pueden estar influidos por el rencor.

—¿Sabe si la sección de psicología elaboró ya un perfil de nuestro hombre? —preguntó Nichols.

—Al menos, consiguieron un retrato a grandes rasgos. Yazid es tan impenetrable como una tormenta de arena en el desierto. Un velo de seguridad lo mantiene oculto en el misterio. Las entrevistas de los periodistas con gente de su entorno chocan con una constante ambigüedad y con un muro de silencio.

—Lo cual contribuye a potenciar el espejismo —comentó Nichols.

—Ésa es precisamente la descripción de Yazid en palabras del señor Brogan —asintió Farquar con una sonrisa—. Un espejismo escurridizo.

—Le agradezco que me haya traído el informe —dijo Nichols—. Dé las gracias también a todos los que han contribuido a recopilar la información que les había solicitado.

—Siempre al servicio del cliente. —Farquar cerró los pestillos del maletín y, poniéndose en pie, se dirigió hacia la puerta—. Buenas noches.

—Lo mismo digo.

Nichols llamó a su secretaria. La mujer apareció en la puerta con el abrigo puesto y el bolso en la mano.

—¿Puedo hacer algo por usted antes de irme? —preguntó con voz aprensiva, temiendo que su jefe le pidiera que se quedase a hacer horas extraordinarias por tercera noche consecutiva.

—Por favor, ¿podría llamar a mi esposa antes de irse? —le pidió Nichols—. Dígale que no se preocupe. Yo me encargo de la cena, pero me retrasaré una media hora.

La secretaria emitió un suspiro de alivio.

—Sí, señor, se lo diré. Buenas noches.

—Buenas noches.

Nichols deslizó la pipa entre sus dientes pero no la cargó ni encendió la cazoleta. Dejó el maletín a un lado del escritorio y, sin despojarse del abrigo, se sentó a examinar el expediente de Yazid.

Farquar no había exagerado. Los datos contrastados eran muy escasos. Aunque había gran cantidad de información sobre los últimos seis años, la vida de Yazid antes de su rápida salida del anonimato apenas ocupaba un párrafo. Su primera aparición en los medios de comunicación se había producido al ser detenido por la policía egipcia durante una sentada de protesta por la situación de las masas hambrientas de El Cairo en el vestíbulo de un hotel de lujo para turistas. Desde entonces, había destacado por sus sermones en las zonas más miserables del país.

Ajmad Yazid afirmaba haber nacido en la más absoluta pobreza en una chabola de adobe entre los ruinosos mausoleos de la Ciudad de los Muertos, en un suburbio que se extendía entre los basureros de El Cairo. Su familia, según él, había vivido en el estrecho margen entre la supervivencia y la muerte hasta que su padre y sus dos hermanas habían fallecido de enfermedades provocadas por el hambre y por las infectas condiciones de vida.

Yazid decía no haber tenido otra educación que la recibida durante la adolescencia de labios de venerables eruditos islámicos, aunque no se había podido localizar a ninguno de éstos para que respaldara sus afirmaciones. Ajmad Yazid proclamaba que el profeta Mahoma hablaba por su boca y transmitía revelaciones divinas a los fieles, exhortándolos a convertir Egipto en un utópico estado islámico.

Dotado de una voz sonora, Yazid sabía encontrar el tono y las palabras adecuadas para extasiar a las multitudes, llevándolas lentamente, a lo largo de sus mítines, hasta un estado de febril paroxismo que alcanzaba su punto culminante al final del discurso. Insistía en que el modo de vida occidental era incapaz de resolver los problemas económicos y sociales de Egipto y predicaba que todos los egipcios eran miembros de una generación perdida que debía reencontrarse a sí misma a través de la visión moral que él propugnaba.

Aunque realizaba vehementes declaraciones en sentido contrario, las pruebas indicaban que no era ajeno al uso del terrorismo para conseguir sus fines. Cinco incidentes separados podían ser atribuidos a Yazid, entre ellos el asesinato de un general de alto rango de las fuerzas aéreas, la explosión de un camión frente a la embajada soviética y la muerte, con el ritual de una ejecución, de cuatro profesores universitarios que habían hablado en favor de Occidente. No se había podido demostrar nada, pero gracias a las informaciones dispersas obtenidas de fuentes musulmanas, los analistas de la CÍA estaban seguros de que Yazid proyectaba un golpe maestro para eliminar al presidente Hasan y hacerse con el poder aprovechando la creciente oleada de aclamación popular.

Nichols dejó el expediente sobre la mesa y, por fin, cargó y encendió la pipa. Una idea difusa, indefinible todavía, surgió de las profundidades de su mente.

Algo relativo a aquel informe le parecía vagamente familiar. Colocó a un lado una fotografía en papel brillante de Yazid dirigiendo a la cámara una malévola mirada.

La respuesta iluminó de pronto a Nichols. Era sencilla y, a la vez, desconcertante.

Descolgó el auricular y marcó el número codificado de un teléfono directo; impaciente, tamborileó con los dedos sobre el escritorio, hasta que una voz contestó al otro extremo de la línea.

—Aquí Brogan.

—Martin, gracias a Dios que aún trabaja a estas horas. Soy Dale Nichols.

—¿Qué puedo hacer por usted, Dale? —respondió el director de la CÍA—. ¿Ha recibido el informe sobre Ajmad Yazid?

—Sí, gracias —dijo Nichols—. Lo he repasado y he descubierto algo en lo que puede ayudarme.

—Cuente con ello. ¿De qué se trata?

—Necesito dos muestras de grupo sanguíneo y huellas dactilares.

—¿Huellas dactilares?

—Exacto.

—Hoy día, utilizamos los códigos genéticos y el ADN para las identificaciones —respondió Brogan en tono condescenciente—. ¿Necesita esas muestras de sangre y esas huellas por alguna razón en concreto?

Nichols hizo una pausa para ordenar sus pensamientos.

—Si se la digo, Martin, le juro por todos los santos que pensará que necesito una camisa de fuerza.

Yaeger se quitó las gafas de leer, que recordaban las de una abuela, y las guardó en el bolsillo de una chaqueta tejana; revolvió y ordenó de nuevo un montón de informes de ordenador y se acomodó de nuevo en el asiento dando un sorbo de una lata de refresco sin azúcar.

—Nada —dijo, casi con tristeza—. Un esfuerzo totalmente en vano. Una pista de hace mil seiscientos años es demasiado poco sin contar con datos sólidos. El ordenador no puede retroceder en el tiempo y decirte exactamente cómo eran las cosas entonces.

—Tal vez el doctor Gronquist pueda determinar dónde tocó tierra el Serapis cuando haya estudiado los objetos que contenía —dijo Lily con optimismo.

Pitt estaba sentado dos filas más abajo que los demás y algunos asientos más cerca de la pared del pequeño anfiteatro de la NUMA.

—He hablado con él hace una hora —se volvió para informarles—. No ha encontrado nada que no sea de origen mediterráneo.

Una proyección tridimensional del océano Atlántico donde aparecían los accidentes geográficos y la irregular geología del fondo marino llenaba una pantalla sobre el escenario. Los presentes parecían obsesionados por ella y todas las miradas continuaron fijas en la imagen mientras dialogaban. Todas, salvo la del almirante James Sandecker, quien observaba con aire suspicaz a Al Giordino y, en especial, el gran habano que sobresalía de los labios del director adjunto del proyecto, a un lado de su boca, como si lo acabaran de trasplantar de un vivero.

—¿Desde cuándo compra usted Excalibur de Hoyo de Monterrey?

Giordino se volvió hacia el almirante con aire de inocencia.

—¿Habla usted conmigo, almirante?

—Dado que usted y yo somos los únicos que fumamos Excalibur en esta sala y que no tengo la costumbre de hablar conmigo mismo, sí.

—Un habano espléndido, rico en sabor —comentó Giordino, sosteniendo entre los dedos el cigarro y expulsando una bocanada de humo azulado—. Alabo su buen gusto.

—¿Dónde lo ha conseguido?

—En una tienducha de Baltimore. No recuerdo el nombre.

Sandecker no se dejó engañar ni por un instante. Giordino llevaba años robándole sus caros habanos, pero lo que más hacía subirse por las paredes al almirante era no haber podido averiguar cómo lo hacía. Por muy bien que los escondiera o los guardara, al hacer recuento siempre descubría que le faltaba un par de ellos cada semana.

Giordino no había contado el secreto a Pitt para no poner a su amigo en el compromiso de mentir si le preguntaban cómo lo conseguía. Únicamente Giordino y un viejo colega suyo de la fuerza aérea, que trabaja como ratero profesional para una agencia de inteligencia, estaban al corriente de los detalles de la Operación Tabaco.

—Tengo buenas razones para poder exigirle que me enseñe la factura —gruñó Sandecker.

—Hemos estado enfocando este asunto desde un punto de vista equivocado —intervino Pitt, llevando de nuevo la conversación al tema de la reunión.

—¿Existe otro punto de vista? —preguntó Yaeger—. Hemos seguido el único enfoque lógico a nuestra disposición.

—Dado que no había ninguna referencia a la dirección tomada, encontrar el lugar era una tarea imposible —lo apoyó Lily.

—Es una lástima que Rufino no anotara en el diario la posición del barco y la distancia recorrida.

—El hombre tenía órdenes estrictas de no anotar absolutamente nada.

—¿Sabían determinar la posición de un barco en esa época? —quiso saber Giordino. Lily asintió.

—Hiparco, un griego, determinó la posición de los accidentes geográficos más importantes calculando su longitud y su latitud ciento treinta años antes de Cristo.

Sandecker cruzó las manos sobre su liso estómago y observó a Pitt por encima de sus gafas de leer.

—Conozco esa mirada perdida que tiene en los ojos. Hay algo que lo tiene inquieto, Pitt.

El aludido se repantigó en el asiento y comentó:

—Hemos estado juzgando los hechos y haciendo suposiciones sin tener en cuenta al hombre que ideó el plan para salvar el tesoro.

—¿Junio Venator?

—Sí —continuó Pitt—, un tipo brillante a quien un contemporáneo describió como «un osado innovador que profundizó en materias que otros eruditos no se atrevieron a estudiar». Lo que hemos pasado por alto es la siguiente pregunta: si estuviéramos en el lugar de Venator, ¿dónde habríamos llevado y ocultado los grandes tesoros artísticos y literarios de nuestro tiempo?

—Yo sigo opinando que en África —sugirió Yaeger—. Probablemente en la zona del Cabo, en algún punto del curso de un río de la costa oriental.

—Sin embargo, los ordenadores no han podido encontrar una zona que coincida con el mapa de Rufino.

—Ni remotamente, es cierto —reconoció Yaeger—. Pero sólo Dios sabe los cambios que han podido sufrir las formaciones geológicas desde los tiempos de Rufino.

—¿Podría Venator haber conducido la flota hacia el nordeste, al mar Negro? —apuntó Lily.

—Rufino fue muy preciso al decir que el viaje había durado cincuenta y ocho días —protestó Giordino.

Sandecker asintió, dando una chupada a su habano.

—En efecto, pero si la flota encontró mal tiempo y vientos contrarios, es posible que no llegara a cubrir ni mil millas en ese plazo.

—El almirante tiene razón —concedió Yaeger—. Las embarcaciones de esa época estaban construidas para surcar el mar a favor del viento. Su aparejo no era eficaz para la navegación contra el viento. Una travesía con mal tiempo podría haber reducido su avance en un ochenta por ciento.

—Sin embargo —intervino Pitt—, Venator cargó en sus naves «cuatro veces las provisiones habituales».

—Así que tenía en mente un viaje prolongado —dijo Lily, súbitamente intrigada—: Venator no pensaba tocar tierra cada pocos días y reavituallar la flota.

—Lo único que eso demuestra, en mi opinión —terció Sandecker—, es que Venator pretendía mantener el viaje en el mayor secreto posible, sin acercarse nunca a la costa para no dejar rastro.

Pitt sacudió la cabeza en gesto de negativa.

—Tan pronto como las naves dejaron atrás el estrecho de Gibraltar, todas las precauciones para mantener el secreto eran innecesarias. Venator estaba en mar abierto.

Las naves de guerra bizantinas enviadas a detenerlo estarían tan a oscuras respecto al rumbo que pudo tomar desde allí como lo estamos ahora nosotros.

Yaeger dirigió una mirada de curiosidad a Pitt.

—Así pues, hemos de ponernos en los zapatos, o sandalias, o lo que diablos llevaran entonces, de ese Venator. ¿Cómo lo hacemos?

—Sin saberlo, el doctor Rothberg dio con la clave del misterio —explicó Pitt—. Según él, Venator enterró los tesoros de la biblioteca donde nadie de su época pensaría en buscar.

Yaeger le dirigió una mirada de desconcierto.

—¡Eso podría ser cualquier rincón del mundo antiguo!

—O de fuera del mundo que conocían los romanos.

—Los mapas de la época apenas se extienden hasta las costas norteafricanas, al sur, y del mar Negro y el golfo Pérsico, al este —intervino Lily—. Más allá de ellos se extendían las tierras inexploradas.

—No podemos estar seguros de eso —replicó Pitt, en patente desacuerdo—. Junio Venator tuvo acceso a cuatro mil años de conocimientos humanos. Conocía la existencia del continente africano y de las grandes estepas rusas. Debió de estar al corriente del comercio con la India y de que ésta, a su vez, importaba y exportaba mercaderías a y de China. Además, Venator pudo tener ocasión de estudiar relatos de viajes efectuados por naves que habían llegado mucho más allá de las rutas comerciales habituales romano-bizantinas.

—Sabemos con seguridad que la Biblioteca de Alejandría tuvo toda una sección dedicada a los documentos geográficos —asintió Lily—. Venator pudo consultar mapas procedentes de tiempos muy anteriores al suyo.

—¿Qué cree usted que pudo descubrir nuestro hombre que lo decidiera a lanzarse al viaje? —preguntó el almirante Sandecker.

—Una dirección —respondió Pitt.

Todos concentraron su curiosidad en Pitt y éste no los defraudó. Bajó hasta el estrado y tomó una linterna cuyo haz formó una pequeña flecha en la proyección tridimensional.

—La única duda que tengo —comentó Giordino—, es si la flota navegó en dirección norte o sur.

—Ninguna de las dos. —Pitt movió la flecha luminosa por el estrecho de Gibraltar y la llevó a través del Atlántico—. Venator condujo a su flota hacia el oeste, hacia el continente americano.

Su afirmación fue acogida con incredulidad y desconcierto.

—No existe ninguna evidencia arqueológica de un contacto entre Europa y América antes de Colón —afirmó Lily con rotundidad.

—El Serapis es una buena muestra de que tal viaje pudo hacerse —le replicó Sandecker.

—El tema es objeto de fuertes controversias —admitió Pitt—, pero en el arte y la cultura mayas existen demasiadas semejanzas con otras culturas para pasarlas por alto. Tal vez la América antigua no estuvo tan aislada de las influencias europeas y asiáticas como hemos creído hasta hoy.

—Francamente, me gusta la idea —intervino Yaeger recuperando su entusiasmo—. Apostaría mi colección de discos de Willie Nelson a que fenicios, egipcios, griegos, romanos y vikingos, todos ellos, pusieron el pie en Norte y Sudamérica antes que Colón.

—Ningún arqueólogo que se precie apoyaría esa hipótesis —insistió Lily. Giordino dirigió una sonrisa a la muchacha.

—Eso se debe a que no quieren jugarse su preciada reputación.

—Hagamos otro intento en esta línea de trabajo —comentó Sandecker a Yaeger, y éste se volvió hacia Pitt.

—¿Qué costas quieres que investigue?

Pitt se frotó la barbilla y advirtió que necesitaba con urgencia un buen afeitado.

—Empieza en el fiordo de Groenlandia y ve bajando hasta Panamá. —Hizo una pausa para contemplar la proyección tridimensional con aire pensativo y lleno de curiosidad—. Tiene que estar en alguna parte entre esos dos puntos.

El tesoro de Alejandría
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