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Poco antes de medianoche, el impostor empezó la operación, previamente ensayada, de abandonar el avión. El aire estaba resplandeciente y despejado y la oscura mancha borrosa de Islandia se alzaba sobre la planicie negra del horizonte marino. La pequeña silueta de la isla se recortaba bajo la aurora boreal, un velo difuso y espectral de tonos verdosos.
No prestó la menor atención a los muertos que le rodeaban. Estaba habituado al olor de la sangre y ya no le producía efecto. La muerte y la sangre, sencillamente, eran parte de su trabajo. Sentía ante un cuerpo mutilado la misma indiferencia que un patólogo o que el carnicero del barrio.
El impostor trataba el tema de la muerte desapasionadamente. Las cifras de cadáveres no eran más que sumas matemáticas. Le pagaban bien; era un mercenario, además de un fanático religioso que mataba por una causa. No obstante, si algo le molestaba de su trabajo era que le llamaran asesino o terrorista. Detestaba aquellas palabras, pues tenían cierto matiz político y él sentía una repugnancia visceral por los políticos.
Era un hombre de mil y una identidades, un perfeccionista al que desagradaban los atentados indiscriminados contra la población o el recurso chapucero del coche bomba, considerando ambas acciones como obras para jóvenes idiotas. Sus métodos eran mucho más sutiles. Jamás dejaba nada al azar. A los investigadores internacionales les costaba distinguir muchos de sus golpes de lo que parecían ser accidentes.
La muerte de Hala Kamil era mucho más que una misión por encargo. La consideraba un deber. Su elaborado plan había tardado cinco meses en quedar perfeccionado al detalle, y después había sido preciso esperar pacientemente el momento oportuno.
Era casi una lástima, reflexionó. Kamil era una mujer hermosa, muy hermosa. Sin embargo, constituía una amenaza que era preciso neutralizar.
Se colocó con cuidado frente al panel de control y asió el timón de profundidad, iniciando un suave descenso. La leve caída de velocidad y de altitud sólo habría resultado perceptible para otro piloto.
La tripulación de la cabina del pasaje no lo había molestado para nada. En aquel instante, los pasajeros estarían dando una cabezada, intentando sin conseguirlo entrar en ese sueño profundo que tan esquivo resulta en los viajes largos en avión.
Comprobó el rumbo por vigésima vez y estudió las cifras de la pantalla del ordenador, que había reprogramado para que indicara la distancia y el tiempo calculados para alcanzar la zona donde se proponía saltar.
Quince minutos después, el reactor cruzó sobre un punto deshabitado de la costa de Islandia y sobrevoló la isla. Debajo del aparato, el paisaje se convirtió en una sucesión de rocas grises y nieves blancas. Bajó los alerones y redujo la velocidad hasta que el Boeing 720-B alcanzó los 190 nudos.
Conectó otra vez el piloto automático a una nueva frecuencia de radio que transmitía desde un radiofaro situado en el Hofsjokull, un glaciar que se alzaba a 1737 metros de altitud en el centro de la isla. A continuación, programó la altitud de vuelo de modo que el aparato fuera a impactar a 150 metros por debajo del pico.
Tras esto, metódicamente, destrozó y desarmó los indicadores de dirección y los sistemas de comunicaciones. También empezó a descargar los depósitos de combustible para mayor seguridad, por si algo no salía como había previsto en su plan, meticulosamente trazado.
Quedaban ocho minutos.
Se dejó caer en el compartimiento inferior tras abrir la trampilla. Ya iba calzado con unas botas de paracaidista francesas, de suelas resistentes y elásticas. Rápidamente, sacó un traje de salto de la bolsa de lona y se lo enfundó. No había podido introducir un casco en el avión, de manera que se cubrió la cabeza con un pasamontañas y un gorro tupido. Después sacó un par de guantes, unas gafas protectoras y un altímetro, que se ajustó a la muñeca.
Se abrochó los cierres del arnés y comprobó que los tirantes estuvieran ajustados debidamente. La mochila quedó sujeta a su espalda, con el paracaídas de reserva sobre los hombros y el principal contra los riñones. Tenía confianza en aquel pedazo de tela, en aquel retal que le habría de servir de superficie de sustentación y con el que, más que saltar, podría volar en la dirección que quisiera.
Echó otro vistazo al reloj. Un minuto, veinte segundos. Abrió la portezuela exterior y una poderosa corriente de aire barrió el compartimiento. Fijó la vista en la segundera del reloj y siguió la cuenta atrás.
Cuando llegó a cero, lanzó su cuerpo por la estrecha abertura con los pies por delante, de cara a la dirección del vuelo. La velocidad de la corriente de aire le golpeó con la fuerza helada de un alud, cortándole la respiración. El avión pasó por encima de él con un rugido ensordecedor. Durante un breve instante, notó el calor de los gases de escape del reactor; luego, se encontró lejos del aparato y cayendo.
Cayendo hacia abajo con los brazos y las piernas extendidas y en posición estable, con las rodillas ligeramente flexionadas y las manos abiertas al frente, el impostor miró hacia el suelo y sólo vio oscuridad. No había ninguna luz en la zona.
Pensó en lo peor: su grupo no había podido alcanzar el punto fijado para la cita. Sin una zona definida como referencia, no podía calcular la velocidad o la dirección del viento y, por ello, podía posarse a kilómetros de distancia o, peor aún, ir a caer en medio de una zona de hielos fisurados y quedar herido de gravedad sin que sus compañeros lo encontraran a tiempo.
En diez segundos había descendido ya casi 400 metros. El indicador del dial luminoso del altímetro estaba entrando en el rojo. No podía esperar más. Extrajo el paracaídas piloto de la bolsa y lo soltó al viento. Al quedar anclado en el aire, el tirón hizo salir el paracaídas principal.
Escuchó satisfecho el ruido sordo que hacía al abrirse y sufrió el tirón, que le colocó en posición vertical. Sacó la linterna y dirigió su estrecho haz de luz por encima de la cabeza. La tela del paracaídas quedó iluminada sobre él. De pronto, un pequeño círculo de luces titiló aproximadamente a un kilómetro a su derecha. A continuación, una bengala se alzó en el cielo, donde permaneció suspendida unos segundos, los suficientes para permitirle calcular la dirección y la velocidad del viento. Maniobró con los tirantes de dirección y empezó a planear hacia las luces.
Otra bengala iluminó el cielo. El viento se mantuvo firme, sin fluctuaciones, mientras el paracaidista se acercaba al suelo. Ahora podía ver con claridad a su grupo. Habían colocado otra línea de luces que conducía al círculo iluminado con anterioridad. Moviendo con destreza los tirantes de dirección, efectuó un giro de 180 grados hasta quedar de frente al viento.
Se preparó para tocar el suelo. Su gente había escogido el terreno adecuado. Las almohadillas de sus pies tomaron contacto con una blanda tundra y efectuó un aterrizaje perfecto, de pie, en el centro del círculo.
Sin una palabra, se despojó del arnés del paracaídas y se apartó del círculo de luces. Después, miró hacia el firmamento.
El avión, sin que los tripulantes ni los pasajeros lo supieran, volaba en línea recta hacia el glaciar que, poco a poco, se hacía más alto, estrechando la distancia entre el hielo y el metal.
El hombre permaneció allí, con la mirada fija, mientras el leve sonido de los reactores se apagaba y las luces de navegación desaparecían en la oscuridad de la noche.