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Un torrente de informaciones sobre lo que se conoció como la crisis del Flamborough surgió de los teletipos y ordenadores del Centro de Mando Militar del Pentágono, del Centro de Operaciones de la séptima planta del Departamento de Estado y de la Sala de Juegos de Guerra del viejo edificio del Poder Ejecutivo.
En cada uno de estos centros de análisis estratégicos, los datos recibidos fueron estructurados y analizados casi a la velocidad del rayo. A continuación, la versión concentrada, acompañada de las recomendaciones pertinentes, fue llevada a toda prisa a la Sala de Exposición situada en el sótano de la Casa Blanca para su valoración final.
El presidente, vestido informalmente con unos pantalones anchos y un jersey de lana con cuello de cisne, entró en la sala y tomó asiento en la cabecera de la larga mesa de conferencias. Tras ser puesto al día sobre la situación, preguntó a sus consejeros cuáles eran las posibles acciones a adoptar. Aunque las decisiones finales eran responsabilidad suya, el presidente tenía muy en cuenta las opiniones de los funcionarios expertos en el tratamiento de las crisis internacionales, que trabajaban en la búsqueda de un consenso político y estaban dispuestos para llevar a cabo esta política una vez él diera su aprobación, pese a las opiniones disidentes.
Los informes de los servicios de inteligencia que llegaban desde Egipto eran, en su mayor parte, muy desfavorables. El país se hallaba en un estado de absoluta anarquía y la situación se deterioraba hora a hora. La policía y las fuerzas militares permanecían en sus cuarteles mientras miles de seguidores de Ajmad Yazid llevaban a cabo huelgas y boicots a lo largo y ancho de Egipto. Las únicas buenas noticias en medio de la caótica situación eran que las manifestaciones no estaban marcadas por la violencia.
El secretario de Estado, Douglas Oates, examinó brevemente un informe que un ayudante colocó ante él.
—Eso es todo lo que necesitamos —murmuró. El presidente lo miró en silencio con actitud expectante y Oates añadió—: Los rebeldes musulmanes acaban de irrumpir y tomar la principal cadena de televisión de El Cairo.
—¿Ha habido alguna aparición de Yazid?
—Todavía no —aclaró Brogan, el jefe de la CÍA, volviendo la atención hacia ellos y alzando la vista de una de las pantallas de ordenador—. Los últimos comunicados de Inteligencia dicen que sigue encerrado en su casa de campo cerca de Alejandría, esperando a formar un nuevo gobierno por aclamación.
—Ya no debe faltar mucho para eso —suspiró el presidente, preocupado—. ¿Qué postura está tomando ante los hechos el gabinete israelí?
Oates reordenó algunos papeles mientras respondía:
—Una estricta actitud de esperar a ver. No consideran a Yazid una amenaza inmediata.
—Ya cambiarán de opinión cuando ese hombre rompa el acuerdo de paz de Camp David. —El presidente se volvió y clavó una fría mirada en los ojos de Brogan—. ¿Podemos quitarlo de en medio?
—Sí —respondió Brogan lacónicamente.
—¿Cómo?
—Señor presidente, sugiero respetuosamente que no lo pregunte usted, por si el asunto se vuelve contra la administración y es preciso dar explicaciones.
—Es probable que tenga razón —asintió el presidente, inclinando ligeramente la cabeza—. De todos modos, no hagan nada a menos que les dé la orden.
—Insisto en que no recurra usted al asesinato —dijo Oates.
—Doug tiene razón —intervino Julius Schiller—. El asunto podría volverse contra la Casa Blanca. Si estos comentarios se filtraran, pasaría usted a ser considerado un objetivo prioritario de los líderes terroristas de Oriente Medio.
—Por no hablar de la conmoción que se organizaría en el Congreso —añadió Dale Nichols, sentado también en torno a la mesa—. Y la prensa lo atacaría a muerte.
El presidente sopesó las consecuencias con aire pensativo. Por último, asintió y dijo:
—Muy bien, dado que Yazid odia tanto al primer ministro soviético, Antonov, como a mí, dejaremos aparcado por ahora el asunto de su eliminación. Sin embargo, tengan esto en cuenta, caballeros: no estoy dispuesto a tragarme de ese individuo la mitad de la mierda que Jomeini les hizo comer a mis predecesores.
Brogan frunció el entrecejo, pero Oates y Schiller intercambiaron una mirada de alivio. Nichols se limitó a dar unas chupadas de su pipa con aire satisfecho.
Los actores de aquel drama eran hombres fuertes con puntos de vista definidos y, a menudo, contradictorios. Las victorias se celebraban contenidamente, pero las derrotas quemaban por dentro.
El presidente pasó al siguiente punto de la agenda.
—¿Alguna novedad de México?
—La situación sigue inquietantemente tranquila —respondió Brogan—. No hay manifestaciones ni disturbios. Topiltzin parece estar practicando el mismo juego de esperar acontecimientos que su hermano.
—¿He oído bien? —El presidente volvió la vista hacia él, desconcertado—. ¿Ha dicho «hermano»?
Brogan ladeó la cabeza hacia Nichols.
—Dale intuyó la pista. Yazid y Topiltzin son hermanos y no son egipcio y mexicano, respectivamente, como dicen.
—¿Tiene pruebas definitivas de una relación de parentesco? —interrumpió Schiller—. ¿Cómo las ha conseguido?
—Nuestros agentes obtuvieron sus códigos genéticos y los han comparado.
—Es la primera noticia que tengo de esto —comentó con asombro el presidente—. Debería haberme informado antes.
—La documentación final todavía está siendo evaluada y pronto la recibiremos de Langley. Lo lamento, señor presidente. Aun a riesgo de parecer excesivamente cauteloso, no quería revelar un descubrimiento tan sorprendente hasta haber reunido pruebas firmes.
—¿Cómo diablos consiguió sus códigos genéticos? —preguntó Nichols.
—Nuestros dos sujetos son individuos vanidosos —explicó Brogan—. El departamento de Falsificaciones envió un Corán a Yazid, y una fotografía a Topiltzin en la que aparecía él mismo con toda su parafernalia azteca, junto con sendas peticiones en las que se suplicaba a ambos que escribieran en los objetos una breve plegaria y los devolvieran a sus remitentes. En realidad, el asunto fue un poco más complicado, pues hubo que escribir las peticiones con la letra de conocidos seguidores suyos, partidarios influyentes con poder político y económico, cabría añadir. Tanto Yazid como Topiltzin cayeron en el engaño. Lo más arriesgado fue interceptar el correo de vuelta antes de que llegara a las direcciones correctas. El siguiente problema fue identificar las diferentes huellas digitales que acompañaban a cada objeto. Ayudantes, secretarios y demás. Una huella de un dedo pulgar en el Corán concordaba con una impresión digital de Yazid que se sabía auténtica, conservada en los archivos de la policía egipcia desde su detención hacía varios años. A continuación, analizamos su ADN a partir de los aceites dejados por las huellas.
Con Topiltzin no resultó tan fácil. No tenía ningún registro en México, pero el laboratorio estableció la relación con su hermano a partir, también, de las huellas tomadas de la foto. A continuación, un descubrimiento casual en los archivos criminales internacionales de la sede central de la Interpol en París nos llevó a la clave del enigma. Todas las piezas encajan. Lo que hemos descubierto es una organización familiar, una dinastía de delincuentes que se formó después de la Segunda Guerra Mundial. Un imperio de miles de millones de dólares gobernado por los padres, tres hijos y una hija, tías, primos y demás parientes por vínculos de sangre o de matrimonio. Esta organización cerrada ha hecho casi imposible la infiltración por parte de los investigadores internacionales.
Salvo el traqueteo de los teletipos y el murmullo ahogado de los secretarios, un silencio de perplejidad flotó sobre la mesa. Brogan paseó la mirada por los rostros de Nichols, Schiller, Oates y el presidente.
—¿Cómo se llaman? —preguntó éste en voz baja.
—Capesterre —respondió Brogan—. Roland y Josephine Capesterre son los padres. El hijo mayor es Robert o, según lo conocemos nosotros, Topiltzin. El siguiente de los hermanos es Paul.
—¿Él es Yazid?
—Sí.
—Creo que todos estamos interesados en conocer los detalles de este asunto —dijo el presidente.
—Como ya he dicho —respondió Brogan—, aún no tengo todos los datos en mis manos. Por ejemplo, no tengo noticias de Karl y Marie, el hijo pequeño y la hija, ni los nombres de los parientes que participan en sus actividades. De momento, sólo hemos rascado la superficie. El informe completo debería estar aquí dentro de pocos minutos. Por lo que recuerdo, los Capesterre son una familia de delincuentes con una larga tradición que se inició hace casi ochenta años, cuando el abuelo emigró de Francia al Caribe y se dedicó al contrabando, tráfico de objetos robados e introducción clandestina de alcohol en Estados Unidos durante la ley seca. Al principio, tenía la base en las afueras de Puerto España, Trinidad, pero cuando prosperó, adquirió una pequeña isla próxima e instaló en ella sus negocios. Roland se hizo cargo de la empresa cuando el abuelo murió y, junto a su esposa Josephine, de la que algunos dicen que es el cerebro en las sombras, no perdió un minuto en ampliar los negocios del tráfico de drogas. Primero establecieron en su isla una plantación bananera legal y sacaron unos buenos beneficios con ella, de forma totalmente honrada. Después, en una demostración de ingenio, hicieron su auténtico agosto recolectando dos cosechas. La segunda, la marihuana, crecía debajo de las plataneras para evitar ser detectada. También instalaron un laboratorio de refinado en la isla. ¿Va quedando claro el asunto?
—Sí… —murmuró el presidente—. Todos nos hacemos una idea. Gracias, Martin.
—Lo tenían todo pensado —murmuró Schiller—. Los Capesterre producían, manufacturaban y se encargaban de la introducción clandestina en una operación limpia y rentable.
—Y también distribuían el género —continuó Brogan—. Pero hay un detalle interesante: no operaban en los Estados Unidos. Sólo vendían drogas en Europa y en el Extremo Oriente.
—¿Todavía continúan dedicándose a los estupefacientes? —quiso saber Nichols.
—No —respondió Brogan acompañando la negativa de un gesto de cabeza—. Gracias a sus contactos, recibieron el soplo de que las fuerzas de seguridad de las Indias Occidentales preparaban un raid sobre su isla privada. La familia quemó la cosecha de marihuana, mantuvo la de plátanos y empezó a adquirir participaciones en empresas que le dieron el control de sociedades en estado financiero tambaleante. La familia tuvo un éxito superlativo en los negocios que emprendió, consiguiendo unos beneficios asombrosos. Naturalmente, sus inusuales métodos comerciales tal vez tuvieron algo que ver con ello.
—¿Cuáles eran esos métodos? —picó el anzuelo Nichols. Brogan le dirigió una sonrisa.
—Los Capesterre se basaban en el chantaje, la extorsión y el asesinato. Cuando una empresa rival se interponía en su camino, sus principales directivos, no se sabe por qué, iniciaban conversaciones para su fusión con los intereses de Capesterre, perdiendo en el trato, naturalmente, hasta los pantalones. Funcionarios que obstaculizaban sus intereses, abogados con querellas en su contra, políticos hostiles, todos acababan conociendo y amando a los Capesterre pues, de lo contrario, cualquier día sus esposas o hijos podían sufrir un accidente, o su casa arder hasta los cimientos, o ellos mismos desaparecer sin dejar rastro.
—Algo así como si la Mafia dirigiera la General Motors o la Gulf & Western —dijo el presidente con tono irónico.
—Una buena comparación —asintió Brogan, y continuó—: Ahora, la familia controla un vasto conglomerado de empresas financieras e industriales valorado, según los cálculos, en doce billones de dólares.
—¿Ha dicho doce billones? —murmuró Oates, incrédulo—. Me parece que no volveré a asistir a un servicio religioso.
—¿Quién dijo que el crimen no paga? —añadió Schiller, encogiéndose de hombros con admiración.
—No me extraña que estén tirando de los hilos en Egipto y México —comentó Oates—. Deben de haber sobornado, forzado o chantajeado a gente de todos los ministerios de ambos gobiernos y del ejército. Empiezo a entender el plan que están tramando —dijo el presidente—. Lo que no alcanzo a comprender es cómo pueden sus hijos hacerse pasar por auténticos egipcios o mexicanos. No se puede engañar a millones de personas sin que nadie se dé cuenta.
—Su madre era descendiente de esclavos negros, y de ahí les viene la piel morena —explicó Brogan en tono paciente—. Sólo podemos especular sobre su pasado. Roland y Josephine debieron de plantar las semillas para su plan hace más de cuarenta años. Al nacer sus hijos, los sometieron a un programa intensivo para convertirlos en auténticos naturales de esos dos países. Sin duda, Paul recibió una educación en árabe desde antes de empezar a andar, mientras que Robert aprendió a hablar en antiguo azteca. Cuando los chicos fueron mayores, probablemente asistieron a escuelas privadas de México y Egipto bajo identidades supuestas.
—Un plan de amplias miras —murmuró Oates con admiración—. No eso tan trillado de introducir topos en las filas enemigas, sino una infiltración en los niveles más altos, y envuelta en buena medida en la imagen de un mesías.
—Me suena a una conspiración diabólica —dijo Nichols.
—Estoy de acuerdo con Doug —declaró el presidente, haciendo un gesto hacia Oates—. Un plan muy ambicioso. Eso de preparar a los niños desde que nacieron, y de utilizar una riqueza y un poder incalculables para desencadenar unas revueltas nacionales… Lo que tenemos ante nosotros en realidad es una demostración increíble de tenacidad y paciencia.
—Es preciso reconocer que esos cerdos son muy hábiles —admitió Schiller—. Se han ceñido estrictamente a su guión mientras los acontecimientos se decantaban en su favor y, ahora, se encuentran a centímetros de hacerse con el poder en dos de los países más destacados del Tercer Mundo.
—¡No podemos permitir que eso suceda! —exclamó el presidente—. Si el hermano de México se convierte en jefe de estado y lleva a cabo su amenaza de enviar a dos millones de sus compatriotas a través de la frontera, tendremos que ordenar la intervención de nuestras fuerzas armadas.
—Debo prevenirlo contra cualquier acción agresiva —dijo Oates, en su calidad de secretario de Estado—. La historia reciente ha demostrado que las invasiones no suelen salir bien. Matando a Yazid y a Topiltzin, o comoquiera que se llamen de verdad, y lanzando un asalto sobre México, no resolveremos el problema a largo plazo.
—Tal vez no —gruñó el presidente—, pero quizá eso nos proporcionaría el tiempo necesario para apaciguar la situación.
—Puede que exista otra solución —apuntó Nichols—. Utilizar a los Capesterre contra ellos mismos.
—Estoy cansado —declaró el presidente, con claras muestras de fatiga en las arrugas de su rostro—. Por favor, evite los juegos de adivinanzas y vaya al grano.
Nichols volvió la mirada a Brogan en busca de apoyo.
—Esa gente eran traficantes de drogas, ¿verdad? Deben ser delincuentes en busca y captura, ¿no?
—Sí a lo primero, y no a lo segundo —respondió Brogan—. No estamos ante pequeños camellos callejeros. Toda la familia ha sido sometida a investigaciones durante años. Ningún arresto. Ninguna condena. Cuentan con un equipo de abogados civiles y penales que dejaría en ridículo al mayor gabinete de leyes de Washington. Tienen amistades y relaciones en los puestos de máxima responsabilidad de diez gobiernos importantes. ¿Quiere pillar a esa banda y someterla a juicio? Sería más fácil convertir en polvo una pirámide con un punzón para el hielo.
—Entonces, denúncielos al mundo como la escoria que son —propuso Nichols.
—No funcionaría —replicó el presidente—. Seguramente, cualquier intento en tal sentido sería rechazado como una falsedad, como una maniobra propagandística.
—Tal vez Nichols nos haya proporcionado otra pista —apuntó Schiller sin alzar la voz. Era un hombre que escuchaba más que hablaba—. Lo único que necesitamos es una base que no pueda ser rebatida o puesta en duda.
—¿Dónde pretende ir a parar, Julius? —preguntó el presidente con expresión de sorpresa.
—Al Lady Flamborough —replicó Schiller con gesto pensativo—. Si encontramos pruebas irrefutables de que Yazid está detrás del secuestro del barco, tendremos una manera de resquebrajar el muro de los Capesterre.
—El escándalo que se produciría sería, desde luego, un buen paso para desenmascarar la manipulación mística de Yazid y de Topiltzin y para revelar a la opinión pública las incontables actividades delictivas de la familia.
—Y no olvidemos a los medios de comunicación. Cuando puedan cebarse en el sangriento pasado de los Capesterre, se lanzarán sobre ellos con el frenesí de los tiburones en pleno festín. —Nichols frunció el entrecejo tardíamente ante su propia observación.
—Estamos pasando por alto un hecho importante —dijo Schiller con un largo suspiro—. De momento, cualquier relación entre la desaparición del barco y los Capesterre es estrictamente circunstancial.
—¿Quién más tiene motivos para librarse de los presidentes De Lorenzo y Hasan, y de Hala Kamil? —inquirió Nichols frunciendo el entrecejo.
—¡Nadie! —replicó Brogan.
—Un momento —intervino el presidente con tono conciliador—. Julius ha tocado un punto interesante. Los secuestradores no están actuando como típicos terroristas de Oriente Medio. Todavía no se han identificado, no han realizado demandas o amenazas ni han utilizado a los pasajeros y tripulantes como rehenes para una operación de chantaje internacional. No me avergüenza reconocer que este silencio me parece una pesadilla.
—Esta vez nos enfrentamos a una gente distinta —admitió Brogan—. Los Capesterre están jugando a dejar pasar el tiempo, con la esperanza de que los gobiernos de De Lorenzo y Hasan caigan en su ausencia.
—¿Ha habido alguna noticia del crucero desde que el hijo de George Pitt descubrió el cambio de barcos? —preguntó Oates, alejando fríamente la conversación de la confrontación que parecía a punto de desencadenarse.
—Está en algún lugar frente a la costa este de Tierra del Fuego navegando como un demonio con rumbo sur —respondió Schiller—. Lo estamos siguiendo por satélite y ya deberíamos tenerlo acorralado para mañana por lo menos a esta hora.
El presidente no se mostró satisfecho con el dato.
—Para entonces, los secuestradores ya podrían haber matado a todos los rehenes de a bordo.
—Si no lo han hecho ya —añadió Brogan.
—¿Qué fuerzas tenemos en la zona?
—Prácticamente ninguna, señor presidente —respondió Nichols—. No tenemos razones para mantener una presencia tan al sur. Salvo un puñado de aviones de transporte de las fuerzas aéreas que suplen de provisiones y equipo a las estaciones de investigación polar, el único buque de los Estados Unidos relativamente próximo al Lady Flamborough es el Sounder, un barco de investigación y estudio de las aguas profundas de la NUMA.
—¿El que lleva a bordo a Dirk Pitt?
—Sí, señor.
—¿Qué hay de nuestras Fuerzas de Operaciones Especiales?
—Hace veinte minutos he hablado por teléfono con el general Keith, del Pentágono —informó Schiller—. Hace una hora, aproximadamente, han despegado varios reactores de transporte C-140 con un grupo de élite y todos sus pertrechos. Los aviones iban escoltados por una escuadrilla de cazas de ataque Osprey.
El presidente se recostó en su asiento y cruzó las manos sobre su estómago.
—¿Dónde montarán el puesto de mando?
Brogan iluminó un mapa del extremo meridional de América del Sur en una pantalla mural gigante y señaló un punto determinado con una flecha luminosa.
—Salvo que recibamos nuevas informaciones que nos hagan modificar los planes —expuso—, tomarán tierra en un aeropuerto cerca de la ciudad chilena de Punta Arenas, en la península de Brunswick, y lo utilizarán como base de operaciones.
—Un vuelo muy largo —comentó el presidente en voz baja—. ¿Cuándo está prevista la llegada?
—Hacia las tres de la tarde.
El presidente se volvió hacia Oates:
—Doug, dejo en tus manos las cuestiones de soberanía con los gobiernos chileno y argentino.
—Me ocuparé enseguida.
—Para que las Fuerzas de Operaciones Especiales puedan preparar un intento de rescate —dijo Schiller con cruda lógica—, primero habrá que encontrar al Lady Flamborough.
—En este aspecto, tenemos las cosas en contra. —Había un curioso tono de aceptación en la voz de Brogan—. La flota de portaaviones más próxima está a casi cinco mil millas. No hay modo de organizar una búsqueda aérea y marítima a gran escala.
Schiller contempló la mesa, dando vueltas al asunto.
—Si los secuestradores introducen al Lady Flamborough entre las bahías y calas desiertas de la costa antártica, cualquier intento de rescate se retrasaría semanas. La niebla, las brumas y las nubes bajas tampoco ayudarían a localizarlo.
—Nuestro único recurso es la vigilancia desde un satélite —dijo Nichols—. El problema es que no disponemos de satélites espía enfocados en esa región de la tierra.
—Dale está en lo cierto —asintió Schiller—. Los mares del extremo sur no cuentan apenas en la lista de vigilancia estratégica. Si estuviéramos hablando del hemisferio norte, podríamos concentrar toda una serie de equipos de escucha y de fotografía suficientes para oír todas las conversaciones de a bordo y para leer un periódico olvidado en cubierta.
—¿De qué podemos disponer? —quiso saber el presidente.
—Del Landsat —informó Brogan—, algunos satélites meteorológicos de Defensa y un Seasat utilizado por la NUMA para los estudios de los hielos antárticos y las corrientes marinas. Pero nuestra mejor apuesta es el SR-90 Casper.
—¿Tenemos algún avión de reconocimiento SR-90 en América Latina?
—El más cercano al lugar está en un aeródromo de alta seguridad en Texas.
—¿Cuánto tardaría uno de esos aparatos en volar ahí abajo y volver?
—El Casper puede alcanzar Mach cinco, casi cinco mil kilómetros por hora. Es capaz de volar hasta la costa de la Antártida, tomar una serie de fotos y traer de vuelta el negativo en cinco horas.
El presidente sacudió la cabeza lentamente en gesto de abatimiento.
—¿Quiere alguien decirme, por favor, por qué siempre pillan al gobierno de Estados Unidos con los pantalones bajados? ¡Por todos los santos, nadie jode las cosas como nosotros! ¡Construimos los sistemas de detección más sofisticados que ha conocido el mundo y, cuando los necesitamos, están todos concentrados en el lugar inadecuado en el momento más inoportuno!
Nadie habló. Nadie se movió. Los hombres del presidente evitaron su mirada. Incómodos, clavaron las suyas en la mesa, en los papeles, en las paredes: en cualquier sitio, salvo en su rostro.
Por fin, Nichols afirmó con voz serena y confiada:
—Encontraremos el barco, señor presidente. Si alguien puede sacarlos de allí con vida, son las Fuerzas Epeciales.
—Sí —respondió en voz baja el presidente—. Están bien preparados para una misión así. La única duda que tengo en la cabeza es si la tripulación y los pasajeros estarán allí cuando acudamos al rescate. Tal vez las Fuerzas Especiales sólo encontrarán un barco silencioso lleno de cadáveres.