CAPITULO XII
El viento soplaba con fuerza al atardecer y barría las nubes en el cielo, que aparecía de un color plomizo. Las olas rompían incesantemente contra los acantilados y las gaviotas revoloteaban casi frenéticamente, con incesantes graznidos que parecían formar el contrapunto de los tenues silbidos del viento.
Tranquilamente, sin mostrar apresuramiento, Moodson llegó junto a la cerca del pozo y descargó la mochila que llevaba a la espalda. Luego la abrió y extrajo un rollo de cuerda, que deslió parsimoniosamente. El garfio que había traído consigo quedó sujeto en la parte exterior de la cerca, en el mismo sitio que la vez anterior.
Del interior de la mochila, extrajo una bolsa más pequeña y una linterna, que colgó del cinturón. Luego salvó la cerca, probó la resistencia de la cuerda e inició el descenso a la cueva sin pérdida de tiempo.
Momentos después, ponía el pie en el lugar que ya conocía. Las señales del derrumbamiento del túnel eran fácilmente visibles. En el fondo de la cueva había estado constituido por los escombros procedentes de un hundimiento muy anterior, pero que sólo había provocado la destrucción de un pequeño tramo del túnel. Aquel delgado tabique había saltado a la presión y provocado la polvareda que él había visto desde la mina abandonada.
Una vez en la cueva, se dispuso a esperar. Sabía que el asesino iba a venir.
Transcurrieron algunos minutos. De pronto, Moodson vio que se movía la cuerda que colgaba delante de la boca de la cueva. Inmediatamente, se preparó para recibir al visitante.
Unas botas aparecieron ante sus ojos, luego unas piernas cubiertas por unos pantalones oscuros y, finalmente, el resto del cuerpo y un rostro que le dejó pasmado.
—¡Bridget! —exclamó, atónito—, Pero ¿qué diablos haces aquí? La joven se balanceó, a fin de poder pasar a la cueva.
—Ayúdame, hombre —pidió—. ¿Es que quieres que me caiga al fondo del pozo? Moodson alargó una mano y asió uno de los brazos de la muchacha. Con un suspiro de alivio, Bridget puso el pie en terreno firme y se soltó de la cuerda que aún tenía en torno a la cintura.
—No me esperabas, ¿verdad? —sonrió. Moodson se pasó una mano por la cara.
—Has cometido una terrible imprudencia —le reprochó.
—No lo siento. Estaba muerta de curiosidad, te lo confieso sinceramente. Habría venido aquí de todos modos, a menos que me hubieses atado de pies y manos. Por fortuna, no se te ha ocurrido una idea semejante.
—No pensé en semejante posibilidad, de lo ocurrido, sí, te habría atado, como acabas de decir. ¿Es que no te das cuenta de que cometes una terrible imprudencia?
—¿Hay riesgo de muerte, Tony? Moodson vaciló.
—No se puede asegurar —dijo al cabo—. Puede suceder cualquier cosa, pero, sea lo que sea, no resultará agradable.