grados.
—No..., no lo creo... —De pronto, Peggy sacó el poderoso pecho—. Hoy mismo iré a hablar con Dohane y le exigiré que sea claro y sincero. ¿Me has comprendido?
—Es lo mejor que puedes hacer, en efecto, Peggy —convino Zoé—. Y ahora, perdóname, pero tengo trabajo en casa.
La sirvienta cerró la puerta y luego se acercó a la mesa donde estaba Moodson.
—Disculpe, señor, pero es que esa tonta...
—No se preocupe, señora Hicks, lo he oído todo, aunque haya sido involuntariamente.
Pero, dígame una cosa: ¿Sabe si Dohane debe mucho a su amiga?
—Según tengo entendido, la deuda pasa de las seis mil libras, señor —contestó Zoé.
—¡Caramba, no es una minucia! —se sorprendió el joven—. Quizá el señor Dohane está pasando una mala racha económica...
—En tal caso, ¿por qué comprar algo que sabía no podría pagar después? Peggy tiene un buen pasar, es cierto, pero tampoco es precisamente millonaria y ese dinero le hace falta, además de que le pertenece legítimamente.
—Hay una solución para que pueda recobrarlo: advertir a Dohane, legalmente, de que debe pagar o, de lo contrario, perderá las tierras adquiridas y no pagadas.
—Para eso se necesitaría un abogado, ¿no crees?
—Indudablemente, señora Hicks.
De pronto Moodson vio algo en los ojos de la sirvienta que le hizo ponerse en pie precipitadamente.
—No, no me mire así, Zoé. Yo soy abogado, es cierto, pero estoy de vacaciones y precisamente por haber tomado parte en un asunto terriblemente complicado, que estuvo a punto de mandarme al hospital por agotamiento. Lo siento muchísimo, pero durante una buena temporada no quiero saber nada de pleitos y leyes, ¿me entiende?
Zoé suspiró.
—Es una lástima, señor; usted podría haber ayudado mucho a mi amiga...
—El caso es muy sencillo. Cualquier abogado lo solucionaría con la mayor facilidad del mundo. Dispense, pero he de salir a dar mi paseo de todos los días.
Media hora más tarde, Moodson se encontraba en las inmediaciones del pozo. Se preguntó si aquella excavación, cuyo origen y utilidad no acababan de aparecerle demasiado claras, no se estaba conviniendo en una obsesión para él.
Estuvo un rato junto a la cerca. Luego, lentamente, dio la vuelta por fuera, tratando de ver detalles interiores del pozo. De pronto, le pareció divisar una mancha negra a unos quince o veinte metros del brocal.
Atraído por una invencible curiosidad, pasó al otro lado y se acercó al borde todo lo posible. Acuclillado, trató de averiguar qué era aquella extraña mancha negra.
Tardó unos segundos en saberlo, y entonces encontró una explicación completamente lógica.
—Una cueva —murmuró.
Era todo lo que podía ver desde allí y, de pronto, se le ocurrió la idea de descender unos cuantos metros y ver qué había en aquella cueva y enterarse por qué alguien la había hecho cavar en una de las paredes del pozo.