CAPITULO PRIMERO
Cubierto con el recio chaquetón de paño, Blane Moodson caminaba sin prisas a través del páramo, en el que sólo crecían la hierba y algunos brezos raquíticos. El viento, áspero y cortante, llegaba del mar y traía olor a sales y a yodo. En el cielo, las nubes, grises y plomizas, corrían velozmente, mientras las gaviotas y otras aves marinas revoloteaban alborotadamente, emitiendo constantes graznidos, que parecían el preludio de una inminente tempestad.
La costa, en aquellos parajes, era terriblemente escarpada. En algunos puntos, la distancia del borde a las rocas donde rompía el mar con incesante fragor, superaba ampliamente los cien metros.
El paisaje era más bien deprimente. Bajas colinas, de suaves pendientes, ligeras depresiones en el suelo y ni un árbol en muchos cientos de metros a la redonda. Pero, al mismo tiempo, poseía un encanto indefinible, un aspecto extrañamente atractivo, y Moodson se sintió, pese a todo, relajado y lleno de una calma como no la había tenido desde muchos meses antes.
De pronto, cuando estaba a unos ciento cincuenta metros del borde de los acantilados, vio una extraña construcción, una especie de cerca de piedra, semiderruida, que parecía indicar la existencia, en tiempos muy remotos, de alguna tribu de pobladores primitivos, tal vez del Paleolítico superior.
La estructura tenía forma aproximadamente circular y su diámetro era de unos diez metros. Intrigado, Moodson se acercó a aquel lugar.
La altura de la cerca no sobrepasaba el metro y su espesor era de la mitad. Moodson se inclinó al otro lado y entonces vio algo que le hizo sentirse lleno de asombro.
Delante de sus ojos tenía la abertura de un enorme pozo, que parecía alcanzar una gran profundidad. El borde del pozo alcanzaba casi a la base del cercado de piedra. Su anchura, calculó Moodson, no era inferior a los ocho metros.
Dada su postura, no podía ver gran cosa más, por lo que se dispuso a pasar al otro lado.
Entonces, con gran sorpresa por su parte, oyó una voz a corta distancia:
—-¡No se asome ahí, señor! —dijo un hombre-—. Si se cayera a ese pozo, no llegaría jamás al fondo.
Moodson se volvió vivamente y divisó a un sujeto de mediana edad, con barba entrecana y ataviado de un modo muy peculiar.
Cerca del hombre pastaban algunas ovejas. Un lanudo can, blanco y negro, vigilaba atentamente las evoluciones del ganado.
El pastor y su rebaño habían surgido de una hondonada cercana, sin que él lo hubiese advertido. Moodson emitió una sonrisa de circunstancias.
—No sabía que existieran pozos sin fondo —manifestó—. Eso es imposible; por muy profundo que sea un pozo, siempre tiene su final, ¿no le parece?
—Era una frase, señor —contestó el pastor—. Lo que sucede es que nadie ha llegado jamás al fondo de ese pozo; por eso se dice que no lo tiene.
—Comprendo. De todos modos, seguiré su consejo y no me asomaré al borde. A propósito, me llamo Blane Moodson.