CAPITULO V
Una mano tocó al irritado sujeto en el hombro y éste se volvió malhumoradamente.
—¿Qué es lo que quiere usted? —preguntó con hosco acento. Moodson sonrió amablemente.
—Permítame, amigo... Me gustaría saber cómo se llama usted...
—Sheakey, Hank Sheakey. ¿Por qué quiere saberlo?
—Muy sencillo, señor Sheakey; así sabré a quién tengo el placer de darle un buen puñetazo.
Inmediatamente, Moodson disparó el puño derecho y lo estrelló contra la mandíbula del capataz. Sheakey soltó la escopeta, abrió los brazos y cayó de espaldas, sin haber perdido del todo el conocimiento, pero aturdido hasta el punto de no poder moverse.
Bridget lanzó una exclamación y corrió a recobrar su escopeta, con la que apuntó de nuevo a los operarios.
—He dado una orden y la van a cumplir —exclamó—. Recojan a su capataz y váyanse de aquí inmediatamente. No repetiré más la orden, téngalo en cuenta.
Los operarios se acercaron a Sheakey y tras ayudarle a levantarse, lo acompañaron hasta el vehículo. Cuando iba a entrar en la cabina, Sheakey se volvió hacia el joven y le dirigió una mirada llena de rencor.
—Algún día le devolveré el golpe, amigo. Siempre devuelvo lo que me dan... diez por uno, no lo olvide.
El vehículo arrancó de inmediato y se perdió de vista en pocos momentos. Entonces, Bridget se volvió hacia el joven.
—Gracias por su intervención, señor Moodson. Realmente, ha estado usted muy oportuno.
—Un hermoso golpe, sí, señor —terció Paxton, silencioso hasta entonces—. Tiene usted un buen puño, amigo.
—Ya no soy ni sombra de lo que era. Hubo un tiempo en que fui campeón de los semipesados en la universidad —explicó el joven.
—Sabe conservar lo que aprendió, no cabe duda. Bueno, yo les dejo a ustedes dos, tengo que atender a mi rebaño. Dispensen.
Paxton lanzó un agudo silbido y el perro empezó a acosar a las ovejas. Luego, Bridget sonrió débilmente.
—Es cierto, pega usted fuerte. Pero no por ello debo dejar de darle las gracias, señor Moodson
—Yo diría que es Sheakey quien debe estarme agradecido. Iba a cometer una espantosa imprudencia.
—¿Por qué? —se extrañó ella.
—Tenía la escopeta agarrada por los cañones, dispuesto a romperla contra la cerca. Las posibilidades de que se disparase el arma al recibir un fuerte golpe, eran de cien a uno.
—Sí, suponiendo que estuviese cargada.
—¿Qué quiere usted decir? —se sobresaltó Moodson.
Una maliciosa sonrisa suavizó la expresión de la joven. Bridget basculó los cañones y