sosteniendo firmemente con sus manos una escopeta de caza. Los recién llegados no se sentían menos asombrados, pero, además, aparecían llenos de temor por la vista del arma.
El que parecía capataz se adelantó unos pasos.
—¡Señorita, no sé quién es usted, pero nosotros tenemos órdenes...! Bridget no le dejó seguir hablando.
—¡Fuera! —ordenó—. ¡Fuera de aquí antes de que empiece a disparar! Las tierras son mías y ustedes están aquí sin mi permiso. Si descargan un solo clavo de su vehículo, empezaré a tiros inmediatamente.
El capataz, amedrentado, retrocedió.
—Está bien, señorita, ya nos vamos, pero nosotros creíamos.. Tenemos instrucciones del señor Dohane de...
—El señor Dohane no puede dar instrucciones para trabajar en un lugar que no le pertenece. Díganselo así cuando lo vean y añadan que estoy dispuesta a hacer valer mis derechos por la fuerza si es preciso, ¿ha comprendido?
—Sí, señora, lo que usted quiera... Dispense, nosotros no sabíamos...
El sujeto empezó a volverse, pero, inesperadamente, giró en redondo y apartó la escopeta de un fuerte manotazo.
Bridget, desprevenida, gritó. Antes de que pudiera reaccionar, el hombre ya le había quitado el arma, que había pasado a su poder en un instante.
—Y ahora, maldita entrometida —dijo el capataz furiosamente—, vamos a empezar a trabajar aquí, tanto si le gusta como si no. ¿Está claro?
Tenía la escopeta asida por los cañones y la levantó sobre su cabeza, con el evidente ánimo de romperla contra la cerca de piedra.