—Estoy aquí, al otro lado... Medio muerto de frío... He perdido casi todas mis ropas...
—Espera un momento, yo tengo una manteleta...
—Sí, ven, me sentará estupendamente.
Aunque con dificultades, Peggy consiguió pasar al otro lado. En el mismo instante, una negra silueta se alzó ante sus ojos.
Dos manos, como garras, buscaron su cuello. Peggy no tuvo tiempo de gritar.
Aquellas manos la asieron por el cuello con tremenda fuerza, levantándola al mismo tiempo, de modo que sus pies se separaron del suelo. Luego, el hombre giró en redondo, con tremendo ímpetu.
Por efectos del giro, las piernas de Peggy se apartaron un poco de la vertical. Cuando el hombre estuvo de espaldas a la cerca, abrió las manos y Peggy empezó a volar por los aires.
Un alarido horripilante se escapó de sus labios al sentirse precipitada en el vacio irremisiblemente. Durante un cortísimo espacio de tiempo, vio desfilar ante sus ojos las negras paredes del pozo que ascendían vertiginosamente a las alturas. Antes de que se diera cuenta cabal de que el pozo no subía, sino que era ella la que bajaba, chocó contra el suelo.
Durante una milésima de segundo, sintió un espantoso dolor. Pero la definitiva pérdida de conocimiento sobrevino instantáneamente y con ella la muerte.
Arriba, el asesino escuchó el espeluznante sonido del cuerpo de Peggy al estrellarse contra las rocas del fondo. Una espantosa sonrisa apareció en su rostro. Los dientes brillaron al reflejar la luz de la luna y parecían los de una bestia salvaje.
Después, el asesino pasó al otro lado de la cerca y se fundió con la oscuridad.