Libro Cuarto o de los relatos

1. Hacía poco que había empezado a difundir mi testimonio cuando, a orillas del lago de Genesaret, me encontré con un grupo de pescadores con las redes semivacías, compungidos porque temían no tener suficiente para comer. Les pedí a mis hermanos y a mis amigos que fueran a buscar todo el pan que tuvieran para compartirlo con ellos, y ellos compartieron el poco pescado que tenían con nosotros. Hablamos entonces de lo importante que es compartir las posesiones, porque si cada uno de nosotros disfruta de los bienes del otro, obtendrá todo lo necesario sin quitarle nada a los demás y sin acumular cosas superfluas. La codicia nos vuelve pobres y tristes; la solidaridad trae riqueza y alegría.

2. En Nazaret se nos acercó un hombre que fingía una cojera para obtener limosna. Judas quería pillarlo y se le acercó con gesto amenazante, gritándole que era un farsante. Yo, en cambio, le di un denario romano. Aquel hombre lo cogió y salió corriendo, y a bastante velocidad. Mi hermano Jaime me acusó de ser un ingenuo, pero yo respondí que para dar limosna hay que buscar únicamente en el corazón de uno mismo, y no pensar si el que la pide la merece. No importa que no sea digno de ella; él rendirá cuentas con su propia conciencia. El valor está en el dar, no en el conocer los méritos de quien recibe.

3. Yo prestaba mucha atención a no crear un escándalo con mis palabras y mis acciones, para evitar que pudieran tergiversarlas. Cerca de Cafarnaúm, un soldado romano me puso la lanza en el pecho y me dijo: «La gente dice que haces milagros. Transforma esta hoja en una espiga y no morirás». Siguiendo las enseñanzas de mi maestro, concentré mi energía en ella y el metal se dobló como una planta. Entonces él me preguntó dónde había conseguido aquellos poderes, porque quería dominarlos y usarlos contra sus enemigos. «Sígueme y lo sabrás», le dije. «Debo seguir al emperador. No puedo», me respondió. Cada elección supone una renuncia. A menudo no poder es no querer, y ese es el camino de la ausencia y de la infelicidad.

4. A menudo me preguntaban quién era mi padre y si había aprendido de él lo que iba diciendo por ahí. Yo respondía siempre que tenía dos padres, uno que pertenecía a esta tierra y otro que estaba en el otro extremo del mundo. Me refería a José, el carpintero, y a Ong Pa, el monje. Y que a este último, en particular, le debía lo que era. Porque la sangre es importante, al igual que el cuerpo, pero más importante aún es el alma, sus predisposiciones y las acciones que nos lleva a realizar, más que la arcilla de la que estamos hechos.

5. En el camino a Jerusalén, un escriba fariseo nos acompañó un tramo y se lamentó a mis hermanos de que yo me dirigiera a María para pedirle consejo y opinión. «En las Sagradas Escrituras, no se hace mención a ninguna mujer profeta, ni que tuviera la responsabilidad de un pueblo o de un reino, salvo a la reina de Saba, que simplemente hizo un viaje larguísimo para escuchar al sabio Salomón», dijo. Cuando ellos me lo contaron, algo violentos, fui yo quien me dirigí a él: «Eso demuestra cuánto camino nos falta aún para llegar a la tierra de la igualdad». Que hijas e hijos acompañen juntos al padre y lo lleven a conocer su belleza, tan igual y diferente. Será la señal de un verdadero cambio.

6. Un maestro de Yebla, en la frontera entre Galilea y Judea, me invitó a hablar en una escuela. Tenía la misma edad que aquellos muchachos cuando me habían secuestrado por atreverme a hablarle al Gran Sanedrín. Por eso sentí una gran responsabilidad y fui prudente con mis palabras. Al final uno de ellos me preguntó si era más importante obedecer a los maestros, a los padres o a Dios. Le respondí que más importante que la obediencia era el conocimiento, y que sería eso lo que les indicaría cuándo convenía seguir a unos o a otro.

7. Pocos días después me encontré entre un grupo de niños y, a pesar de que teníamos que emprender viaje a Samaria, me detuve un buen rato a jugar con ellos. Cansada de esperarme, María fue a mi encuentro, y uno a uno mis hermanos y los demás se unieron a nuestros juegos, que duraron hasta el anochecer. Aquella noche todos dormimos con el ánimo más sereno. Quien es capaz de jugar con los niños sin pretender enseñarles nada habrá entendido las alegrías de la vida y, al mismo tiempo, será capaz de dar felicidad a su propia mujer o a su propio hombre, y de recibir el doble. Quien no sepa jugar y ame con el ceño fruncido, que vuelva al colegio con los niños, que estarán encantados de enseñarle.

8. En el puerto de Cesarea, cada viernes se celebraba el mercado más grande de Israel, después del de Jerusalén. Pueblos procedentes del mar y de la tierra se congregaban para intercambiar productos y noticias. Cada vez que me encontraba en esta ciudad me detenía a charlar con ellos, aunque, al hablar idiomas diferentes, no era fácil entenderse. Mi gente no comprendía y se mostraba extrañada. Les dije que iba allí para aprender, porque solo de la diversidad se aprende, no de quien es igual a nosotros. Cuanto más diferentes son las ideas y las costumbres, mayor es la riqueza que llega al alma, como las corrientes de dos ríos que, al encontrarse, hacen más ricas las aguas, y vuelven a los peces más gordos y fuertes.

9. En Jerusalén más de una mujer y algún hombre me llamaron Mesías e hijo de Dios. Siempre respondía que solo era hijo de un hombre, pero a ellos les parecía que mis palabras procedían de la misma boca de Dios, y por ello les parecían justas. En realidad intentaba explicar que entre ser hijo de un hombre o de Dios no había ninguna diferencia, porque el espíritu divino está en nosotros, igual que en nosotros reside su opuesto. De hecho, el bien lo conocemos como lo contrario al mal, igual que diferenciamos el negro del blanco o el calor del frío. Solo así podemos elegir, y por esta capacidad es superior el hombre, no solo a los animales, sino también a los ángeles, que únicamente conocen la luz, y no la oscuridad.

10. Estábamos en una posada en Dora, en la frontera entre Samaria y Fenicia. Se acercaron dos mujeres que iban cogidas de la mano. Estaban desesperadas porque ambas amaban al mismo hombre y él no sabía decidirse a cuál de las dos dar su amor, y ellas mismas buscaban una solución que fuera justa. Según Judas, la primera mujer que lo había conocido debía tenerlo para sí los días impares; la segunda, los días pares. María, en cambio, sugirió que ambas mujeres lo dejaran, porque no es hombre quien no sabe elegir y permite que otros decidan por él.

11. Delante de la casa de mi madre, María, un hombre bajó de una litera con una túnica de lino bordada con hilos de oro y plata. Llevaba consigo a su hijo y me preguntó si podía quedármelo, para darle una buena educación, algo que él, a causa de sus riquezas, no podía darle. Dijo: «Yo lo quiero y no deseo que acabe pareciéndose a mí». Entonces cogí tierra del suelo y le manché la túnica: «No dejes a tu hijo. Muéstrate ante él por lo que eres, fango y oro al mismo tiempo. Háblale de tus debilidades, de tus dudas y de las contradicciones en las que vives, y él aprenderá mucho más de ellas, de tu sinceridad y de tu ejemplo de lo que aprendería de mis palabras». El hombre abrazó a su hijo, sin preocuparse de si lo manchaba al hacerlo, y se fue a pie con él.

12. Más de una vez temí por mi vida, como en Nazaret, cuando querían lanzarme de lo alto de un precipicio, o en Jerusalén, cuando me tiraron piedras. Sin embargo, nunca quise que mis hermanos ni mis amigos respondieran a la violencia con violencia. Es justo defenderse; ofender no lo es. Cuando contaba estos hechos, un muchacho de la escuela de Betania objetó que aquello contradecía lo que había explicado sobre la rebelión justa. Le expliqué entonces la diferencia entre la defensa y la venganza. El adversario está derrotado cuando deja de cometer el mal, no cuando queda aplastado.

«Si insiste en golpear con el bastón, prueba a arrancárselo de la mano. Y si no lo consigues: si es un asno, golpéalo en las patas; pero si es un león, huye», concluí. Todos se rieron conmigo, pero el límite entre el que se rebela y el que usa la violencia por venganza es tan oscuro que solo es visible para quien mira con los ojos del alma.

13. Eran los días que precedían a la Pascua de mi segundo año y muchos de los ancianos vinieron a verme a Gamala para exhortarme a que pusiera menos fervor en mis discursos: «Este es un periodo en que los hombres deben dirigirse al Padre para obtener el perdón, y quien esté en paz no debe temer su ira». Les respondí que la paz es un bien reclamado en muchos casos por quienes abusan del prójimo, y que el ladrón es el primero en invocarla, después de esconder en una gruta el rebaño de su vecino. Y cuando el vecino se rebele y grite, será juzgado y condenado por sedicioso.

14. Otros querían que hablara de lo importante que es ser bueno, respetuoso con la ley, humilde, temeroso y tan devoto al padre terreno como al celestial. Pero no existe padre o madre que quiera de sus hijos una bondad hipócrita, que, en realidad, no es más que un negro canto para dormir al pueblo, como si se tratara de un niño que llora en la cuna porque tiene hambre. Y la paz que deriva de esta bondad no es más que la que imponen los tiranos. No existe paz en el Cielo si no hay justicia en la Tierra.

15. Eran muchos los enfermos que me traían para que los curara, pero solo quien creía que podía curarse de verdad encontraba en su interior la energía para hacerlo. A veces bastaba un ungüento de pocos siclos para cerrar una herida que antes se infectaba; lavarse los ojos con agua y aceite de casia para recuperar la visión; no usar el estrígil de hierro que irritaba la piel quemada por el sol para quitarse la suciedad, que de ese modo penetraba aún más en los tejidos. La ignorancia es la causa de muchas enfermedades, así como de muertes que se podían evitar, más que la guerra o la carestía. Mientras, los instruidos se salvaban, porque podían pagar un maestro. Así, con el tiempo, propuse que una parte de los impuestos se dedicaran a construir escuelas públicas donde se enseñaran las más simples reglas de la vida. Así es como se demuestra amor por el pueblo, no llenando el templo de mármoles y perfumes.

16. Un cobrador de impuestos de Jericó se acercó tímidamente a nuestra tienda; temía que lo echáramos, ya que quien recaudaba dinero era considerado impuro. Pese a ser un hombre rico, en aquel momento necesitaba algo, aunque no se atrevía a pedirlo. Cuando le puse una mano en el hombro y le invité a que se sentara con nosotros, se echó a llorar. «Eres el primero que me ofrece algo sin pedir nada a cambio», me dijo. A lo que yo le contesté: «Busca entre los que tienen necesidad y ofréceles tu apoyo. Encontrarás en ellos un amigo fiel hasta la muerte. Si en cambio ayudas a alguien sin decírselo, disfrutarás de la verdadera amistad que encontrarás en tu interior, y que te durará toda la vida».

17. Estábamos en el monte Hebrón, visitando la gran construcción levantada sobre las grutas de Memre, donde se decía que habían sido enterrados Abraham, Isaac y Jacob. Encontramos a una pareja de esposos, que ya no eran jóvenes, rezando, esperando así ser bendecidos y concebir un hijo. Estaban tristes porque era la tercera vez que se dirigían a aquel lugar, infructuosamente. Les pregunté si se habían casado por amor, y ellos respondieron que sí. Les pregunté también si habían sufrido desgracias, y ellos respondieron que no, aparte del dolor que les causaba no haber tenido hijos. Por fin les pregunté si aún se querían, y ellos, por toda respuesta, se miraron y se besaron con ternura.

«Seguid amándoos —casi les rogué— por lo que sois, por ese amor que os ha transformado de finos pámpanos a troncos entrelazados que nadie podrá nunca separar. No es la uva la que une los sarmientos; el fruto no es más que una eventualidad». Un año más tarde me los encontré en Beit Guvrin, y en cuanto me vieron me enseñaron a su primogénito, al que habían puesto mi nombre. Quisieron besarme las manos por lo que ellos llamaban milagro, pero el verdadero prodigio lo había hecho su unión.

18. Estábamos cerca de Naará, donde el río Jordán se vuelve más lento y forma una joroba de camello orientada a Occidente. Llegaron dos hermanas de Betania que conocía y me anunciaron la muerte repentina de su hermano, que sufría desde hacía años de epilepsia, que aún llamaban enfermedad sagrada. «Un demonio se nos lo ha llevado, y lo hemos enterrado», se lamentaban. Yo había aprendido mucho de aquella enfermedad por los monjes, y cuando supe que lo habían sepultado en una gruta les pedí a las mujeres que me llevaran enseguida a su lado. Hice levantar la piedra que cerraba la tumba y entré, y me lo encontré envuelto en vendas de lino fino empapadas en mirra. Se las arranqué a la altura del rostro, le di unos golpecitos en las sienes con los dedos, le puse vinagre concentrado bajo la nariz y le llamé varias veces en voz alta. Lázaro abrió los ojos, extrañado al encontrarse en aquel lugar pero feliz de poder volver a abrazar a sus hermanas. Ellas le dijeron a todo el mundo que había vuelto del reino de los muertos gracias a mi magia y a mis oraciones. Judas me imploró que les dejara que se lo creyeran, pero el único prodigio fue mi conocimiento de los remedios contra la catalepsia provocada por la enfermedad.

19. Cuando me llevaron ante el Sanedrín, sabía que ya me habían juzgado y condenado. El sumo sacerdote Kayafa era un inepto, pero por su boca hablaba Anán, mucho más astuto y preparado. Cuando me preguntaron si creía en el único dios de Abraham, les pregunté de qué dios se trataba. Me acusaron de blasfemo, pero cuando le pregunté a Kayafa qué significaba E-Iohim, él respondió correctamente: «Los que han venido del cielo». Y yo le dije: «¿Y cuáles, de ellos, es el dios de Abraham, si el mismo Libro de la Ley indica más de uno?». Ante su silencio, repliqué que Dios es plural porque existe en cada uno de nosotros, y que por este motivo decían los antiguos padres que su nombre es impronunciable, precisamente porque tiene infinitos nombres.

20. En el patíbulo tuve miedo, porque no conseguía elevar mi espíritu hasta el punto de hacer insensible el cuerpo y llegar a la muerte aparente. Me di cuenta de que aún tenía mucho que aprender de mi maestro y me dirigí a él. Su energía llegó hasta mí, un hombre me ayudó, y mi karma se cumplió porque mi ciclo no había terminado. Regresé a estas montañas. Mi recorrido de conocimiento aún debía completarse y crecer junto a las semillas del amor, para que se extendieran por la tierra. Supe que, mientras el pensamiento se dirija al mañana, mientras tengamos una acción que cumplir y una meta que alcanzar, la vida que discurre en nuestro interior nos conducirá hacia delante, hasta que el alma explote en millones de átomos, dando nueva vida al hombre. Quien haya amado comprenderá mis palabras, y su espíritu se elevará hasta encontrar el bien, el dios que habita en el interior de cada uno de nosotros.