8
Estambul, abril de 1497, el Gran Bazar
A Gua Li le costaba conciliar el sueño, de modo que Ada Ta, cansado de oírla cambiar de posición continuamente, posó un dedo en su cuello, apenas rozándola, como la golondrina roza el agua. La respiración enseguida se volvió regular, y él la acercó a su cuerpo, como hacía cuando era niña, y la tapó con una parte de su túnica. Después cerró los párpados, pero dejó abierto el tercer ojo para que velase por los dos durante el sueño. Fue este el que le advirtió de unos pasos bien medidos, muy diferentes a los irregulares de los comerciantes y artesanos que habían empezado a abrir sus tiendas en el pórtico contiguo al nuevo Bedesten, el gran bazar próximo al palacio del Serrallo. En su sueño atento, Ada Ta dedujo que los pasos tenían la cadencia típica de los militares: eran cuatro, calculó, precedidos de otro que no seguía el ritmo, probablemente su capitán. Para no levantar sospechas, el monje se levantó moviéndose como un anciano y, una vez en pie, se apoyó con ambas manos en el largo bastón.
La formación se detuvo a un gesto del jenízaro. El largo tocado le daba una altura desproporcionada a la figura del militar, algo rechoncha. A juzgar por su rostro, imberbe y gordinflón, surcado por una telaraña de venitas rosadas, debía de formar parte de la guardia del harén y no de la milicia privada del sultán. Ada Ta le sonrió hasta que se le plantó delante, observándolo de arriba abajo. La mirada orgullosa y la postura, con sus anchas piernas y los brazos cruzados, debían de tener el objetivo de intimidarlo, y Ada Ta inclinó la cabeza. El oficial vociferó algo en un antiguo dialecto albanés: muchos de los guardias del sultán, reclutados por la fuerza, procedían de aquella región. Las pocas palabras que el monje consiguió comprender fueron «sultán» y «palacio», pero con eso le bastó. Con un ligero contacto del pie despertó a Gua Li, que, indiferente, como si estuviera acostumbrada a que la despertaran siempre de aquel modo, se estiró, se alisó el sari y se colgó en bandolera la bolsa que le había servido de cojín.
—El sultán nos espera —le susurró Ada Ta sin dejar de sonreír al jenízaro—. Hemos llamado la atención y sus espías han demostrado ser muy eficientes.
—¿Tendríamos que habernos disfrazado, quizá?
—Creer en lo que se espera es ya obtener la mitad de lo que se desea, hija mía —añadió, aún en voz más baja—. Era precisamente lo que quería. Ahora es él quien nos ha invitado, no nosotros los que pedimos audiencia.
Gua Li suspiró y contempló la escena que tenía enfrente. Dos soldados con las lanzas en ristre se abrían hueco entre la multitud, dejando paso al comandante, que, con la barbilla bien alta, agitaba un matamoscas. Tras él iban Gua Li y Ada Ta, siempre sonriente, y los soldados de retaguardia, que apenas podían contener a los curiosos. Se detuvieron poco después, frente a una puerta coronada por dos altos torreones, y el jenízaro desapareció en su interior. Pasaron unos momentos y luego apareció un hombre en el umbral y, con un amplio gesto de la mano, los invitó a entrar. Los guardias retiraron las largas hachas enastadas con hoja de medialuna y le hicieron pasar. El hombre, vestido con una túnica verde hasta los pies y con un tocado adornado con una pluma de faisán, insinuó una reverencia.
—El sultán —dijo, marcando las palabras— estará encantado de ofreceros su preciosa hospitalidad.
Gua Li no podía apartar los ojos de sus zapatos dorados con la punta curvada.
—Y para nosotros será un honor —respondió Ada Ta en perfecto farsi.
El hombre juntó las manos y sonrió al oír que le respondían en la lengua de la corte.
—Yo soy Ahmed —se presentó, con una voz algo más aguda que la de Gua Li—, y seré su guía.
—Gracias, Ahmed; guíanos, pues. Nosotros te seguiremos.
Pese a no conocer a la perfección las doce lenguas del mundo como Ada Ta, Gua Li entendía bien el farsi, pero en aquel momento prestaba una atención limitada al diálogo de los dos hombres. Estaba demasiado ocupada olisqueando los aromas procedentes del jardín. En todo aquel viaje, el descubrimiento más extraordinario habían sido precisamente los olores. El juego que suponía para ella reconocer con el olfato a las mujeres o a los hombres de Ladakh y de los monasterios vecinos había perdido su gracia antes incluso de llegar a la edad adulta, de modo que había ampliado lo que solo era un juego a todas las criaturas que encontraba, intentando reconocerlas, desde los yaks a las cabras. Afinó sus habilidades hasta el punto de que conseguía detectar la presencia de un extraño en el monasterio solo olfateando el aire, o percibir una amenaza, procediera de un lobo de manto oscuro o de las bandas armadas que de vez en cuando se acercaban a las laderas de los montes. Gua Li parecía distinguir realmente sus intenciones, como si la maldad o la agresividad tuvieran un olor especial, aunque los garrotazos de los monjes, que sabían convertirse en hábiles luchadores en caso necesario, siempre habían conseguido impedir que los enemigos se acercaran al monasterio. El monje, que había descubierto esta predisposición suya, la había educado para que usara el olfato con mayor atención y habilidad cada vez.
—Tendrás que ser como una pequeña anguila ciega —le había dicho—, la cual, gracias a su olfato, consigue remontar el río y reconocer el lugar de su nacimiento entre arroyos lejanos a miles de lis de distancia.
Con aquel viaje no solo se había sumergido en un caleidoscopio de olores, hedores y perfumes cien veces más intensos que los de su vida anterior, sino que había podido embriagarse con su variedad. Y se sentía precisamente como una anguila, como si ella también, de algún modo, estuviera remontando el curso del río de donde había partido al nacer. Tras oír sin escuchar, captó las últimas observaciones de Ahmed.
—… como cipreses, que según el Corán son símbolo de eternidad y de la belleza femenina. Estos cedros, en cambio, tienen un significado más profundo. Abu Musa narra que el Profeta, cuyo nombre sea siempre bendito, había dicho que el puro que recita el Corán es comparable al cedro, que tiene buen sabor y buen olor. El puro que no lo recita, en cambio, es como el dátil, sabroso pero sin olor. Pero el descarriado que recita el Corán parece la albahaca, perfumada pero amarga, mientras que el descarriado que no lo recita es como la coloquíntida, amarga e inodora.
—Cuando Gua Li vuelva entre nosotros —dijo Ada Ta con una leve reverencia—, estoy seguro de que sabrá apreciar a fondo las maravillas de este jardín. Y unir a la vista el olfato, para disfrutar del delicado perfume de aquella magnolia, o del olor acre de los naranjos silvestres, del aroma fresco de las matas de mirto o del amargo de los de bojs que se abren hacia la fuente de la juventud, de la que, desde luego, yo tendría gran necesidad.
Gua Li se ruborizó por haberse distraído. Ahmed, por su parte, abrió los ojos como platos.
—Es el primer visitante extranjero que reconoce las plantas y el significado de las fuentes de nuestros jardines. Eso es algo grande. El sultán disfrutará mucho de su compañía.
—Al bárbaro se le conoce por las palabras, no por sus ropas o por el color de la piel. ¿No está escrito en el sura de las mujeres —dijo Ada Ta, uniendo las manos en el signo de la paz— que los que han creído y hecho el bien entrarán en los jardines surcados por arroyos? Pues quizá nosotros estemos ahora en esos mismos jardines.
Ahmed se postró en una profunda reverencia. Ada Ta lanzó una mirada fugaz a Gua Li, que se aguantó la risa como pudo. Al llegar frente a una puerta de madera, su anfitrión se detuvo y, después de invitarlos a entrar, se retiró en silencio. Antes de que el monje pudiera detenerla, Gua Li ya había rebasado el umbral. Un olor a miel de naranjas amargas le hizo entrecerrar los ojos. Inspiró profundamente antes de volver a abrirlos, y se quedó sin aliento.
—Ada Ta, mira cuántos cojines, y estas alfombras. Mira qué mullidos que son.
Gua Li se quitó las sandalias y se puso a caminar por las alfombras y a hacer piruetas alegremente. Un haz de luz que entraba por una ventana, protegida por una fina reja, dibujaba un arabesco sobre las flores y los pájaros bordados. Ada Ta se quedó inmóvil observándola. Habían alcanzado su primer objetivo. El sultán los había acogido. Pero aunque hubieran cubierto ya la mayor parte de su camino físico, el de las ideas estaba apenas empezando. Gua Li levantó los brazos y miró, sonriente, el blanco techo.
—Esto es maravilloso…
—Es tu ánimo el que hace las cosas bellas. Si estuvieras enferma de estreñimiento, lo que te daría placer es sentir el estímulo del intestino. Si, en cambio, sufrieras de continuas evacuaciones, lo temerías.
—¡Ada Ta! ¿Te parece este el momento para hablar de ciertos temas? Aquí todo está limpio y perfumado; no me lo estropees siempre todo.
El monje no respondió; se quitó la alforja de encima, tomó un cojín y, luego, apoyó la cabeza sobre la primera y los pies sobre el segundo.
—De momento los pies han trabajado más que la cabeza, y merecen mayor atención, sobre todo a cierta edad. Mis oídos, en cambio, agradecerían que mi hija me contara la historia de cuando el joven Issa conoció a Sayed Nasir-ud-Din, el que comprendió las cualidades que tenía aquel muchacho…
—Sé perfectamente quién era Sayed, y puedes decirles a tus oídos que empiecen a escuchar y a tu boca que aprenda a callar de vez en cuando.
En la orilla izquierda del Tigris, donde el río forma un semicírculo, había surgido la ciudad de Ctesifonte, cruce de caminos y lugar de paso de todo el comercio a y desde Oriente. No había momento del año en que los idiomas más diversos no se confundieran en la plaza del mercado, rodeada de los talleres de los artesanos, desde los guarnicioneros a los herreros, de los torneros a los carreteros, que habían construido sus casas algo más allá.
El mercante Aban conocía el griego, el pali, el persa y algo de chino, lo suficiente para comerciar, pero lo que ayudaba más a entenderse era sin duda el oro. El joven Jesús había aprendido el oficio enseguida, y corría del carro al mostrador en el que se exponía la mercancía sin que se le cayera un dátil ni una almendra, ni tampoco una gota de aceite. Aban estaba muy satisfecho, pero más aún lo estaban los numerosos clientes que se detenían en aquel mostrador. De hecho, había corrido la voz de que un muchacho pesaba la mercancía correctamente, sin poner el dedo en el plato para estafar al cliente, y llenando las ánforas siempre hasta el borde. Al principio, a Aban le preocupaba quedar como un ingenuo a los ojos de los otros tenderos, pero enseguida se le pasó, al ver cómo se multiplicaba el número de clientes, circunstancia que aprovechó para aumentar los precios, aunque fuera un poco.
Un comerciante de telas que vendía rollos de preciosa seda se había detenido a observar el buen hacer de aquel muchacho, pero comprobó también que, a diferencia de los demás, nunca sonreía, ni siquiera cuando cobraba. No parecía un esclavo, ni tampoco el hijo o el sobrino de Aban, al que conocía bien. Cuando el muchacho se arremangó, el comerciante de telas vio sobre sus muñecas la señal inequívoca de las cadenas y sus miradas se cruzaron. Sintió una enorme compasión y decidió que había llegado el momento de hacer algo por los demás, dado que la vida había sido generosa con él. A los treinta años poseía una casa, diez caballos, una mujer y tres concubinas, aunque no había tenido ningún hijo. Esperó a que el sirio cerrara un trato y luego le dirigió la palabra con todo respeto.
—Bien hallado, Aban. Que la fortuna te asista siempre.
—¡Sayed! Es un placer volver a verte; estás cada vez mejor.
—Tú tampoco estás nada mal, y si puedes dejar el mostrador para tomarte una limonada conmigo, estaré encantado de invitarte.
Aban se tocó la barriga, agarrándosela con ambas manos y mostrando su gordura.
—Yo también tengo mis satisfacciones —dijo, guiñando un ojo—, aunque son muy diferentes de las tuyas.
Resguardados en una tienda hablaron poco de negocios y mucho de lo difíciles que eran los tiempos, con los ejércitos de bandidos que controlaban las vías de acceso a las ciudades y que saqueaban los poblados, mientras pueblos enteros migraban de un extremo al otro de la China y de la India a Mesopotamia a causa del hambre o de los enfrentamientos entre los señores de la guerra que, como langostas, dejaban únicamente tras de sí tierras devastadas. No obstante, Aban comprendió enseguida que Sayed le daba vueltas a algo que quizá fuera mucho más importante para él.
—¿Cuánto quieres por el muchacho? —preguntó por fin Sayed.
—¡Por fin salió lo que te interesa! No mi cebada, sino Jesús.
—¿Así se llama? Bueno, ¿cuánto quieres por Jesús?
—Amigo mío, yo he pagado… ochenta siclos de plata por él, nada menos, y no creo que tú quieras llegar a ese precio y darme además un margen de ganancia, como es justo que sea.
—Yo no creo que hayas pagado más de cuarenta, pero, en cualquier caso, está bien: te ofrezco cien siclos.
Aban se rascó la barba y se dio una bofetada para matar una mosca inexistente.
Luego se tragó la limonada que le quedaba de un solo trago.
—No está en venta.
—Venga, Aban; para ti todo está en venta.
—El muchacho no; tiene cualidades ocultas, además de las que son evidentes.
Sayed conocía sus costumbres, y sintió un escalofrío al pensar en ello.
—No me refiero a lo que has pensado. No lo he tocado nunca, aunque haya pensado en ello más de una vez. Sabe vender de todo a todo el mundo, pero no a sí mismo —aclaró Aban, dejando el vaso en la mesa con fuerza—. Me apetece un vino de azúcar. ¿Bebes conmigo?
El comerciante sacudió la cabeza. Durante un acuerdo comercial nunca se debía beber alcohol, y se asombró de que Aban quisiera hacerlo; no era propio de él.
—Ese muchacho es especial —prosiguió el sirio—. A veces me da miedo, pero es como si no pudiera pasar sin él. En ocasiones me da por pensar que quizá sea un yinn dispuesto a despedazarme en plena noche, y otras veces un malac venido del Cielo para protegerme. Es rápido como una mangosta y silencioso como una serpiente, y cuando te mira no puedes apartar los ojos de él. Lo mismo que hace la cobra antes de morderte.
—Pero no te ha mordido nunca.
—Sí, precisamente esa es la cuestión. Nunca me ha hecho ningún daño, al menos tal como nosotros lo entendemos, y estoy seguro de que nunca me lo hará. En realidad, sus miradas, sus pocas palabras y su modo de actuar me matan día a día, porque hacen que me avergüence de lo que soy.
Al tercer vaso de vino de azúcar, Aban ya tenía el rostro surcado de lágrimas.
—Yo siempre te he envidiado, Sayed. Eres joven, guapo y rico, y nadie te ha exigido nunca dinero a cambio de su silencio, nadie te ha hecho chantaje por lo que eres. Cógelo, llévatelo; no quiero ni un siclo por él. Espero que te seque el alma, que no te deje dormir por las noches y que haga que la comida no te sepa a nada, como me ha hecho a mí. Me conformaré con no verlo nunca más, e intentaré ser lo que siempre he sido sin tener que rendir cuentas a nadie, ni siquiera a mi conciencia. Y por lo que respecta a tu seda, no te daré más de cuatro piezas de oro.
Sayed se alejó de Ctesifonte con sus veinte criados. Subió a Jesús a un caballo y durante el viaje le habló en muchas lenguas. Llegaron a Hekatompylos, la ciudad de las cien rejas, en el reino de los partos, y allí Jesús le sonrió por primera vez. Siguiendo siempre la ruta de los comerciantes de seda, la vía más expuesta a las incursiones pero también la más segura por el continuo paso de caravanas, llegaron a Merv, y Jesús se durmió a su lado. Cuando por fin llegaron a la rica Samarcanda, Jesús, por primera vez, le habló.
—Tú eres un hombre bueno, Sayed, pero no estás satisfecho con tu vida, porque eres una madre sin hijos.
Entonces Sayed se quitó el collar que le habían regalado el día de su nacimiento, se lo puso al cuello y lo abrazó.
—Esa es una bonita frase sobre la que vale la pena meditar —dijo Ada Ta—. Una madre sin hijos. Cuando tengas un hijo te acordarás, y comprenderás su verdadero significado.
—Cuando lo tenga, ya no estaré sin hijos. ¿Por qué no puedo comprenderlo ahora?
—Porque solo cuando se posee una cosa se comprende verdaderamente lo que significaría vivir sin ella. Sayed no lo comprendió, pero el espíritu femenino que vivía en su interior intuyó lo que le quería decir Issa y se lo agradeció.
Un instante más tarde, Ada Ta dormía profundamente.