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Roma, 20 de agosto de 1497

El príncipe Colonna los había visitado una vez, la semana anterior, para anunciar su partida. En vista de la pasión con que discutían sobre cualquier cosa los protegidos del cardenal de Medici, se fue sin avisarlos de que el Medici acababa de llegar a Roma y de que se alojaba en casa de los Sforza. Se asombró sobremanera al enterarse de eso por sus espías y ver que no se alojaba en su palacio. Mejor así: ya indagaría a su vuelta. Ahora tenía otras cosas en qué pensar.

La coronación de Federico de Aragón estaba cerca. Él y su primo Próspero tendrían que acompañarlo a la catedral sosteniendo el escudo de honor y la bandera, símbolos de perpetua alianza. Perpetua hasta que dilucidaran quién era más fuerte y generoso, si los milaneses, los franceses o los venecianos. No obstante, antes de alejarse había dado orden a los suyos de que sus invitados fueran tratados con educación, al menos mientras respetaran la prohibición de salir del palacio, tal como habían acordado con el cardenal. Aquella orden era válida para todos, salvo para el arquitecto Leonardo y para el escudero del caballero De Mola, ese tal Gabriele. Era pequeño de estatura pero rápido de mente; habría podido ser un excelente portaestandarte a su servicio. Por sus hombres se había enterado de que Gabriele solía moverse por los alrededores de la basílica de San Pedro, prodigándose en estúpidas galanterías ante las criadas que entraban y salían de las cocinas. Aquello le gustaba y le permitía enterarse de las novedades del palacio, de sus fiestas, sus cenas y sus invitados. Además, en ocasiones lograba profundizar en las virtudes más escondidas de algunas jóvenes de senos turgentes y manos con olor a cebolla. Tenía claro que espiar a los espías siempre daba sus frutos.

La sombra del palacio ya había caído sobre la plaza. Para Ferruccio indicaba otro día pasado intentando comprender cuánto de engaño y cuánto de verdad se escondía en los relatos de Gua Li. Hacía más de dos semanas que los escuchaba, pero era como intentar atrapar una liebre blanca en la nieve. Ves sus huellas y, cuando crees que son las más frescas, desaparecen bajo el frío manto de nieve, o el cielo envía una tormenta para confundirte y hacerte desistir. Había momentos que le recordaban los tiempos en que escuchaba a Giovanni Pico, incrédulo pero lleno de confianza. Era un tiempo en que florecía el amor, en que la esperanza alimentaba la fertilidad y en que el temor y la alegría se disputaban el corazón. Una época en la que la imagen de la Gran Madre creadora se confundía con el rostro de Leonora.

La felicidad hace que todo sea creíble. Si hubiera sido infeliz, ¿habría tenido la misma fe en él? ¿Le habrían parecido lógicas sus tesis y consecuentes sus razonamientos? ¿O habría albergado las mismas dudas que lo atormentaban ahora, la sospecha de que Gua Li lo manipulaba, como la arcilla húmeda entre las manos expertas de un alfarero? El abandono de la mente le inducía a creer; el cansancio del cuerpo, a dudar. Y mientras tanto, cada día que pasaba perdía un poco la esperanza de volver a ver a Leonora. Era como un cáncer oscuro, que creía ver extendiéndose por sus venas, cada vez más negro. Se había perdido las últimas palabras del relato de Gua Li, pero sacudió la cabeza igualmente.

—Has dicho que, cuando Issa llegó a las montañas de hielo, lo acogieron con gran alegría los monjes bon, pero también has dicho que lo atormentaban día y noche. Y que lo castigaban, que lo dejaban sin comer y a la intemperie durante días, únicamente con una sábana para taparse. Yo creo que, si se presentara un peregrino en mi casa, o bien haría que se marchara o bien, si decidía darle cobijo, no lo atormentaría, desde luego: no sería justo. Además, ¿por qué no se iba? ¿No era libre, acaso?

—Era su karma —le respondió Gua Li—. No podía evitarlo.

—Ya volvemos con eso del karma —insistió Ferruccio—. No lo entiendo.

Apoyándose en el bastón y sin tocar el suelo con el cuerpo, Ada Ta hizo tres cabriolas y puso fin a sus ejercicios cotidianos. Ferruccio no se inmutó cuando aterrizó a un paso de él.

—Aunque el estómago tenga hambre, es difícil hacer entrar una almendra en una boca cerrada. Los dientes son como la persiana del alma.

—Y las palabras vacías son como el viento, que levanta las hojas y no hace más que crear confusión —replicó Ferruccio, harto.

—Nuestro joven amigo esconde la semilla del filósofo bajo la máscara del guerrero. Cada vez entiendo más su proximidad con el buen conde de Mirandola, cuyo espíritu está aquí, presente entre nosotros. Si estuviera aquí en carne y hueso, te diría que el karma no es más que el necesario cumplimiento de una reacción como consecuencia de una acción. Como en este mismo caso.

Y sin más, golpeó a Ferruccio en la cabeza con la punta del bastón.

—Basta ya, Ada Ta. No tengo ganas de jugar.

El monje le golpeó por segunda vez. A Gua Li le temblaron los labios.

—¡He dicho que basta, viejo loco!

El bastón volvió a golpearle en la cabeza: Ferruccio vio llegar el golpe, pero no consiguió evitarlo. Señaló con el dedo a Ada Ta, pero este aprovechó para golpearlo en la nuca. El dolor agudo le rompió algo dentro, y como si fuera una antorcha sumergida en aceite, sintió que le envolvía una violenta llamarada. Perdió el control, y con un grito ahogado aferró la espada, que tenía sobre la mesa, y echó la silla hacia atrás de un empujón. Al tiempo que hablaba, con las palabras escupía saliva.

—¡Vosotros! ¡Por vuestra culpa han raptado a mi mujer! ¡Por vuestra culpa no sé si volveré a verla nunca más!

El brazo sostenía la espada con que apuntaba al monje, pero la mano le temblaba. Sabía que no debía hablar, que era una de las condiciones impuestas por el cardenal, pero la cuerda de la prudencia ya se había quebrado.

—¡Sois una maldición, tú y ella! ¡Habláis de Mirandola como si hubierais sido sus confidentes, pero era mi amigo, no el vuestro! ¿Qué sabéis vosotros de él? Nada de nada. Y habláis de Cristo como si lo hubierais conocido realmente, y me contáis unas fábulas maravillosas para hacerme creer que los planes de los Medici pueden hacerse realidad. Sois unos siervos venidos del otro mundo para engañar a todos los demás, pero también unos diablos, que os divertís atormentándome. ¡Pues se acabó! ¡Ya basta!

Ada Ta no movió un músculo hasta oír las últimas palabras de Ferruccio, luego agitó el bastón y lo hizo girar ante su cara. Ferruccio, con los ojos inyectados en sangre, lanzó una estocada. Girando sobre el pie izquierdo, el monje evitó la hoja, le golpeó sobre la escápula derecha y se situó a sus espaldas. Sin girarse, Ferruccio lanzó la espada con un reverso, que más de una vez había usado para atravesar el bazo a algún rival. Pero no encontró más que aire. Cuando levantó la cabeza, sintió un golpe en la nuca: Ada Ta seguía estando a sus espaldas. El instinto le hizo lanzar otro golpe hacia atrás para golpearle en el cráneo, movimiento peligroso pero habitualmente definitivo. Ada Ta trabó su bastón entre el cuello y los brazos, y le dio un empujón poniéndole la rodilla en la espalda, con lo que lo obligó a doblegarse y a echarse al suelo. Luego, con una ligera presión sobre los dedos, le hizo soltar el arma.

Ferruccio, tendido en el suelo, respiraba con dificultad. Cuando Gua Li apoyó la mano sobre su frente sudada, las lágrimas empezaron a surcarle el rostro. La mujer levantó la vista hacia el monje, que cerró los ojos y agachó la cabeza. Entonces ella se agachó y cogió la cabeza de Ferruccio entre los brazos. Él se abrazó a ella y se abandonó a un llanto sin esperanza. Ada Ta dejó que las lágrimas manaran libremente y que el hombre se desahogara.

—El sabio Lao Tsé dijo una vez que aquello que para la oruga es el fin, para el resto del mundo es la mariposa.

Cuando Gua Li comprendió que Ferruccio ya se había secado los ojos por última vez, le dio un cojín y le ofreció de beber, ayudándole a levantar la cabeza.

—Lo siento, disculpadme —se justificó Ferruccio—. Hacía años que no me sucedía. Habitualmente no me comporto así.

—Al que vence a los otros se le llama forzudo, pero solo quien se impone a sí mismo es realmente fuerte —dijo Ada Ta, que le dio la mano para ayudarle a levantarse—. Este viejo te pide perdón, con humildad, pero tenía que derribar el muro de tu dolor, que impedía que tu corazón escuchara con la mente abierta y serena. Puede que esta hija mía sea muy aburrida con sus relatos.

—¡Ada Ta! ¿Primero quieres que me lo aprenda todo de memoria y luego me dices que soy aburrida?

—Quizá porque las palabras sinceras no son bellas, pero las palabras bellas no son sinceras.

—No —intervino Ferruccio—. Gua Li no me ha aburrido en ningún momento, y tú tienes razón en cuanto a mi dolor. Con tu bastón me has abierto los ojos. Pero tengo muchas preguntas que haceros. Creo que ya comprendo por qué me habéis elegido precisamente a mí. Lo que se me escapa es la razón que ha movido a quien ha decidido que debíamos encontrarnos.

Se dirigió hacia la ventana y la abrió: un viento suave y la fina lluvia que había caído habían levantado y pegado al suelo las primeras hojas caídas de los plátanos y los castaños. Cerca del desagüe central, una se movió, amarilla y verde como las otras, mezclada con el resto. Avanzaba lenta pero decidida, única entre las demás, como si soplara una brisa solo para ella. Es curioso cómo algo sin importancia a veces consigue distraer de los pensamientos más firmes.

Ferruccio estaba a punto de darse la vuelta cuando vio que la hoja daba un saltito; se dio cuenta de que era una rana. «Nada es lo que parece: desconfía de la apariencia y escruta el movimiento de los ojos de tu adversario, nunca su mano, si quieres saber cuándo se moverá para atacar», le repetía a menudo el abuelo Paolo.

—Estoy cansado de estar aquí encerrado —dijo, apretando los puños—. La hospitalidad del príncipe Colonna más bien parece una reclusión. Pero debo esperar la llegada del cardenal de Medici. Vosotros no lo podéis saber; es más, más vale que no lo sepáis, pero cuando llegue tendré que dejaros.

—A veces no hace falta saber para comprender.

Ada Ta le miró fijamente. Ferruccio respondió con un gesto interrogativo.

—Una vez —prosiguió el monje—, dos viajeros se encontraron frente a una bifurcación. El primero quería ir a la izquierda, para comprar un carro y un caballo en el mercado de Samarcanda; el segundo, a la derecha, para vender unas piezas preciosas de ámbar en el mercado de Bujará. Estaban a punto de separarse, tristes los dos, cuando el segundo tuvo una idea: primero acompañaría a su amigo a Samarcanda; luego, cómodamente sentados en el carro, irían hasta Bujará, donde llegarían antes que si hubiera ido él solo a pie.

—Creo que lo entiendo —respondió Ferruccio—, pero vosotros tenéis una misión que cumplir, y yo la mía.

—Cuando tengamos el caballo, iremos todos juntos a Bujará. —Ada Ta golpeó dos veces el bastón en el suelo y olisqueó el aire—. ¿Lo notáis? El olor que llega por la ventana anuncia un cambio anticipado de estación. ¿Tú qué dices, Gua Li? ¿Tendrá razón nuestro amigo al pensar que este lugar tan hospitalario no está habitado por dulces alondras, sino por serpientes venenosas? Un nido de víboras es el lugar más seguro que existe, pero solo para las víboras.

—Ya no siento el olor de la muerte. Ha desaparecido —dijo la mujer—. Y ahora me fío de él.

—La mujer se fía de un hombre solo cuando este piensa lo que ella ya ha decidido. Me viene a la mente aquella vez en que dos corderos votaron con un lobo sobre lo que se debía comer para cenar. Pero no recuerdo cómo acababa la historia.

—Tú no eres un lobo. —Gua Li sonrió—. Eres un niño viejo. Eres todo un Lao Tsé.

—Y tú eres la joven mona parlante que ahuyenta los demonios. Y en vista de que tienes el don de la palabra y la riqueza incomparable del tiempo, ¿por qué no alegras a nuestro caballero y le hablas de cuando Issa aprendió a jugar con las piedras? Luego pensaremos en el resto. Yo, pese a ser hombre, también me fío de él.

Ada Ta se sentó en el suelo, cerró los ojos y dio gracias a la energía de la Tierra que le había permitido llevar a término la primera parte de su misión. Volvió a abrirlos, aún más satisfecho, en cuanto oyó la voz de Gua Li, que enseguida había adoptado la tonalidad de la dulce flauta gling, que se empleaba para la meditación y la reflexión.

Durante la noche, los vientos boreales se habían llevado todas las nubes. El aire se había vuelto tan limpio y terso que, con el transcurso del día, el azul del cielo se convirtió en un índigo oscuro que podría haber dado a entender que la luz del universo es oscura. Habían dejado el monasterio de Leh cuando la cumbre de la gran montaña había reflejado el primer rayo del sol en el interior de la habitación de Tenzin Ong Pa, que en aquella época dirigía la comunidad de monjes bon. Al atravesar los riachuelos de agua fresca, yendo con mucho cuidado para no chafar los penachos de los blancos rododendros, que se confundían con las piedras, los monjes reían y bromeaban. Se contaban sus sueños y sus batallas con los demonios de la noche, y unos se reían de los miedos del otro, satisfechos al mismo tiempo de poder compartir los suyos. Muchos de ellos llevaban tambores y trompetas. De vez en cuando, alguno se entretenía en coger una piedra; después de depositar en ella sus energías negativas, la lanzaba donde el agua estaba más agitada.

Era la primera vez que Issa iba con ellos. Aunque no lo entendiera todo, disfrutaba de su felicidad y se reía con sus bromas. Se sentía radiante y lleno de vida, y no había olor, visión, sonido o sensación que no le hiciera vibrar con una gran alegría interior. Se detuvieron a orillas del Samtzo: era poco más que una balsa de agua, pero tenía fama de ser el lugar donde un peligroso diablo se había convertido, y precisamente el lago se había formado con sus lágrimas de arrepentimiento.

—Todo leyendas —dijo Ong Pa, guiñándole el ojo a Issa—. Sin aquel glaciar, el llanto del más desesperado de los demonios no conseguiría ni humedecer la tierra. Pero forman parte de ese aspecto lúdico de la vida, sin el cual nos parecería larga y aburrida, en lugar de breve y alegre.

—Entonces yo soy muy feliz —dijo Issa, juntando las manos—. Gracias, maestro Tenzin Ong Pa. Me habéis hecho entender muchas cosas.

—Entonces somos todos felices.

A un gesto suyo, todos se sentaron sobre una piedra. Issa les imitó.

—Llámame solo Ong Pa, como hacen los demás. A partir de hoy, formas parte de nuestra comunidad, y queremos celebrarlo contigo. Pero primero querría hacerte unas preguntas. ¿Me lo permites?

—Será un placer.

—¡Bueno, la que ya te he hecho era la primera!

Ong Pa se echó a reír con todos los demás monjes. Issa primero se rio con ellos, luego entendió que era una broma y se rio otra vez.

—Has leído y meditado durante dos años, Issa. ¿Qué has aprendido?

—Que para alcanzar un estado de conciencia hay que observar cómo surgen los pensamientos y dejar que fluyan sin limitaciones.

—Muy bien —observó el maestro—. ¿Y qué dificultades te has encontrado?

—En algunas ocasiones se ha apoderado de mí la somnolencia; en otras, los nervios.

—Eso es muy interesante. ¿No estáis de acuerdo, amigos míos? Es lo mismo que ocurre cuando estamos a punto de dormirnos. A veces nos sumergimos en el sueño sin darnos cuenta; otras, en cambio, lo perdemos sin razón aparente. ¿Y qué hay que hacer en esas ocasiones?

—Fundir todo en un único pensamiento, del mismo modo que el pastor hace pasar un rebaño de búfalos por un estrecho desfiladero empujando a los animales uno a uno.

—Me das una gran satisfacción, Issa. Estoy realmente contento. La energía que se concentra en la punta de un pensamiento único haría posible que un pelo de tu joven barba atravesara el hielo y moviera las piedras. Si mis amigos están de acuerdo, creo que ha llegado el momento de que Issa pase al segundo de los nueve niveles del conocimiento.

Los monjes se miraron entre ellos, asintieron en dirección al maestro y se colocaron sentados, de espaldas al lago y de cara a un talud muy escarpado. Algunos empezaron a tocar los tambores con unos bastones forrados de cuero, mientras otros hacían sonar sus trompetas. Luego hicieron converger todo el sonido en dirección a una roca situada sobre el talud. Issa notó una vibración, como si una fuerza desconocida le atravesara el cuerpo, invisible pero real. Y la roca empezó a elevarse. Se balanceó un instante y luego empezó a subir, impulsada por aquel sonido grave y continuo, y por el rítmico golpear de los tambores. Las trompetas tocaban ahora dos notas diferentes, y la roca se desplazó hacia ellas, trazando un arco en el cielo. Cuando estuvo sobre la vertical del lago, a un gesto de Ong Pa, todos dejaron de tocar. La piedra se quedó inmóvil por un instante y luego cayó al agua. Una cascada cayó sobre Issa, que se quedó de pronto sin aliento y empapado de la cabeza a los pies, con una expresión de asombro absoluto grabada en el rostro. Los monjes se rieron hasta que se les saltaron las lágrimas, e Issa con ellos. Ong Pa se le acercó con una túnica seca.

—El fresco agudiza la mente, pero el hielo puede provocar la muerte. Cámbiate. Luego, cuando hayas acabado de reírte con tus compañeros, reúnete conmigo en lo alto de ese caballón. Debo hablar contigo.

Issa no se apresuró a obedecer. Primero quiso tocar los tambores y las trompetas, y no paró hasta conseguir que levitara una piedrecilla. Ya lo había conseguido una vez, de niño, por casualidad y por fe. Ahora había aprendido que el prodigio era ciencia. Pero su entusiasmo y el de sus compañeros no bastaba para recuperar la temperatura tras la ducha helada. Los monjes lo secaron y lo frotaron con pieles de oveja tratadas con sal rosa y perfumadas con almizcle de ciervo, que le dio a su piel un fuerte olor al que no estaba acostumbrado. Y cuanto más protestaba, más reían ellos, hasta que, con la túnica subida hasta las rodillas, Issa consiguió huir de sus cuidados. Llegó junto al maestro y se sentó a su lado. Ong Pa, como era habitual en él, olfateó el aire varias veces antes de dirigirle la palabra.

—Tienes dos caminos por delante, hijo mío, el del hielo y el del fuego. ¿Cuál quieres seguir?

—El tercer camino, Ong Pa, el del hielo que funde el fuego, el camino del agua, maestro.

—Es el más difícil, porque cada día te enfrentarás a los problemas mundanos teniendo bien presentes los del espíritu. Unir cielo y tierra es muy peligroso. Por ese camino encontrarás demonios, en forma de pensamientos y de hombres, y tendrás que enfrentarte a ellos.

—Ya los he conocido, cuando vivía entre los cedros y jugaba con mis hermanos con el bastón y el aro, y escuchaba a mi madre mientras al otro lado de la calle veía senos vacíos de leche, y niños asesinados por los soldados por puro escarnio, y sacerdotes fuertes con los débiles, y débiles con los fuertes, que aterrorizaban las mentes. Quiero meter mi mano en la tierra y aprender a no mancharme; quiero sentir el dolor de quien sufre y ser feliz con él; quiero temer que me arrebaten todo lo que amo y poseo sin odiar; quiero conocer la oscuridad de la ignorancia para llevar la luz de la razón y combatir la prepotencia con la justicia. Y…

—¿Y qué, Issa?

—Y quiero casarme, Ong Pa.

A Issa le temblaron los labios cuando el monje lo miró con gesto severo y meneó la cabeza.

—¿No te parece bien —dijo, con un hilo de voz—, o piensas que aún soy demasiado joven?

—Solo pienso que hacía tiempo que esperaba que me lo dijeras. Lo saben todos, que deseas con todas tus fuerzas sumergirte en el abismo con la dulce Gaya. También tus hermanos y compañeros, y por eso te han aplicado el almizcle de las gónadas del ciervo, precisamente con la esperanza de que eso exaltara tu virilidad y te ayudara a tomar la decisión que todos esperan.

—¡Entonces no te parece mal!

—Lo sabe Sayed, lo sabe Gaya, lo saben las estrellas, la Luna, el Sol, y en las montañas y los valles resuenan tus lamentos de grifo solitario. Has escogido el camino del agua, pero una barca no puede gobernarla un solo hombre. Si puedes esperar hasta mañana, yo estaré encantado de unir vuestras manos. Y ahora ve, ve con Gaya y dile que se prepare.

Issa estaba a punto de ponerse en pie y bajar corriendo al pueblo, pero se lo pensó mejor: se lanzó sobre Ong Pa y lo abrazó. Este hizo lo que pudo para quitárselo de encima, pero después dejó que, por una vez, se impusiera el camino del fuego y se fundiera el hielo. Issa ya corría montaña abajo por el camino cuando Ong Pa le gritó desde atrás:

—¡Y no hagas como el grifo, que pone un solo huevo!

Pero Issa ya estaba lejos y no lo oyó.

Las últimas palabras de Gua Li causaron una profunda herida en el cuerpo de Ferruccio de Mola, pese a que durante el relato se había reído con ellas. Se llevó una mano al vientre, convencido de que lo que sentía probablemente se debía a que se desangraba lentamente, sin dolor, pero consciente de que la vida le estaba abandonando, dándole por fin la paz.