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Año Nuevo de 1498, en Roma y Florencia

Si los Borgia debían, cuando menos, convertirse en reyes de facto, lo más lógico era que empezaran a comportarse como tales, enfrentando a los príncipes entre sí. Además, como papa, Alejandro podía concederles a ambos el apoyo de Dios. Así, había empujado a los Orsini y los Colonna a una cruda batalla en Montecello, que, además, había provocado la destrucción de la iglesia de San Vincenzo. Y eso para gran satisfacción del pontífice, puesto que con ello había debilitado a ambas facciones. En el frente francés, a pesar de las deudas impagadas al banco de los Medici, el rey Carlos VIII aún sufría graves dificultades económicas y no conseguía recomponer el ejército. Para complicarle aún más la existencia, su tercer hijo, Francisco, enfermizo desde el nacimiento, parecía ya destinado a seguir la suerte prematura de sus dos hermanos. Dos buenos presagios para Alejandro VI, que se frotó las manos en el interior del precioso manguito de piel de lince, regalo del Medici. Con las dificultades que atravesaba Francia, podía permitirse pensar incluso en liberar a César del púrpura y casarlo con Carlota, prima de Sancha.

Buenas noticias también por parte de Lucrecia, que deseaba a Alfonso, sobrino o tío de Sancha, no lo recordaba. Por otra parte, aquella estirpe era más prolífica que los conejos que criaban en la corte. Una vez finalizado el parto y anulado el matrimonio con el Sforza por omissa consumatio, la contentaría. Con tres aragoneses por parientes, el trono de Nápoles tenía óptimas posibilidades de pasar a manos del papado o de los Borgia, lo cual no era exactamente lo mismo. Pero al menos apaciguaría el impetuoso espíritu y las aspiraciones de César. Como rey o como regente, sometería a su hermano Jofré. Eso suponiendo que fuera hijo suyo.

Alejandro se detuvo frente a la ventana y observó la algarabía del mercado, que cada martes reunía a mercaderes de pueblos cercanos. Un día de estos, a cambio de un palacio o un collar, le exigiría a Vannozza que le contara la verdad en confesión. Eso si no decidía que era más conveniente intercambiar púrpura y esposa entre Jofré y César, pero dudaba de que este consintiera en casarse con Sancha, la alegre fulana que ya satisfacía los deseos de todos los miembros de la familia.

El dux Barbarigo y él nunca se habían soportado mutuamente, pero Venecia quedaba lejos y tenía sus problemas con el sultán. A ellos también les iría bien, pues, que los puertos del Adriático disputados a los venecianos volvieran a Nápoles, con una nueva alianza basada en acuerdos económicos, como debía ser, para darle fundamento. Y los Medici, oh, bendito aquel hombre que le había impedido cometer un error. Lástima que no hubiera llegado antes: Juan seguiría vivo. Las intrigas dinásticas le habían confundido y le habían hecho creer que era mejor ser rey que crear un imperio. Ningún soberano podía presumir de tener ambas manos ocupadas por el cetro y la orbe. Su progenie podía esperar. El único que se mostraba impaciente era César, maldito el nombre que le había dado. Quizás, un día, pero no de momento, los Borgia serían reyes, y el primero no se llamaría César. Le daba gracias al Medici, enemigo convertido en fiel servidor, que lo halagaba como ni siquiera hacía Lucrecia en su juventud. Te, Deum, laudamus! Todo iba arreglándose, por su gracia omnipotente.

¡Invertido hijo de perra![13] —exclamó, satisfecho.

El annus horribilis ya había pasado. El fantasma de Juan ya no venía a atormentarlo, como había predicho el astrólogo Bigazzini, que también le había asegurado que Lucrecia tendría un niño varón.

Así las cosas, solo faltaba Florencia para completar aquel buen cuadro. Según decía el otro ilustre astrólogo, Gaurico, se daría una buena conjunción de Júpiter con Saturno en el tiempo de Piscis, pero había que darse prisa, precisamente para que el pez que más interesaba a su santidad no huyera.

Mandó, pues, al confaloniero de la compañía, Andrea de’ Pazzi, una carta para que se la hiciera llegar a la Calimala, al gremio de los mercaderes, a jueces, boticarios, peleteros y notarios, pero también a polleros, vinateros, armeros, tejedores y herreros, e incluso a sastres y tintoreros. En ella se conminaba a los florentinos a entregar al brazo de la Iglesia, sin mayor dilación, al ya excomulgado fraile Domenico Savonarola. Persistir en la desobediencia sería como perseguir el mal. Para poner remedio, en su cargo de pastor supremo, emitiría un edicto. A las ovejas descarriadas de Florencia se les confiscarían bienes y créditos allá donde se encontraran, siempre que fuera en el exterior de la Señoría, por supuesto.

El Medici se enfadó por el destinatario: Andrea era primo de Guglielmo, marido de su tía Bianca, y había matado al tío Giuliano, mientras que su padre se había salvado solo por intercesión de la Virgen. Se desahogó con su fiel Passerini.

—Lo ha hecho aposta, Silvio. Es una afrenta.

—Señor mío, no penséis en eso. Pensad que habéis puesto de rodillas al toro español con una espada de hojalata.

Giovanni le puso una mano delante de la boca. Entre las rejillas de las chimeneas, los ojos curiosos tras los cuadros y los criados supuestamente mudos que acababan hablando por los codos, el cardenal siempre estaba alerta. Por los gruesos muros y los largos pasillos de los palacios vaticanos se abrían huecos imprevistos, resquicios y galerías, laberintos y puertas tras falsas librerías, y detrás siempre parecía que hubiera alguien escuchando. Fuera de su estancia, desde cuyas ventanas se podían ver a lo lejos los barrotes de las mazmorras del castillo de Sant’Angelo, había seis personas, dos criados del papa cedidos para su servicio, dos lacayos al servicio de los criados y dos soldados de guardia, además de Silvio, su sombra, confidente, amante, valiente soldado y guardia personal, un tipo corpulento.

—Mientras las pruebas sigan vivas, ni siquiera Dios, nuestro Señor, puede darme seguridad.

—Basta con que se les cosa la boca, monseñor. ¿Quién podría tener interés en desvelar vuestro pequeño secreto?

—Nuestro secreto, Silvio —le corrigió Giovanni, con mirada torva—. Y no es pequeño. Además, la mujer está desaparecida y el caballero De Mola podría encontrarla a ella, o encontrar el libro que no tenemos.

—Aunque así fuera, ahora ya nada puede haceros daño. Sería mejor desaparecer y callar. Además, ¿quién le escucharía? Sin vuestra voz, el propio libro y sus testimonios no tienen ningún valor. En cualquier caso, siempre podríais decirle al Borgia que tenéis una copia. Si está convencido de que poseéis el original, no querría arriesgarse a no creeros.

—Todo ese razonamiento tiene un fallo, Silvio, algo que se me escapa como una anguila entre las manos. O quizá soy yo quien no quiere verlo.

El fraile frunció el ceño. El cardenal le invitó a sentarse a su lado. Le dio varias palmadas en los poderosos muslos, enfundados en las calzas rojas y amarillas, señal de que pertenecían a los Medici.

—Eres astuto, Silvio, y yo más que tú. Sin embargo, aun así, temo al Borgia. No obstante, si él quisiera… Bueno, dejemos eso: dime qué piensas respecto a De Mola. ¿Y si quisiera vengarse?

El hombre sacó de su funda la preciosa lengua de buey, con el mango criselefantino, regalo de su señor. La sopesó y, por un momento, Giovanni se estremeció. Passerini se dio cuenta y se puso de rodillas frente a él, entregándole el puñal.

—El orden natural de las cosas no se puede alterar. Las abejas lo enseñan, monseñor. Está el zángano, la obrera, la guerrera y la reina. Cada una toma un alimento diferente, que las hace desarrollarse según su naturaleza. Mi ambición es ser guerrera y servir a la reina.

—¿Qué tiene que ver eso con De Mola?

—No es tonto, monseñor, y, aunque sea rebelde, conoce su condición. Sabe que la venganza caería sobre él y sus seres queridos hasta la séptima generación, si es que llega a tenerla.

—Bien pensado. Y eso significa que si encontrara a su mujer…

—Ambos desaparecerían en el olvido.

—¿Tendríamos que ayudarle a encontrarla, pues?

—No creo, monseñor. En este punto, cualquier intervención por nuestra parte lo pondría en guardia. Yo lo dejaría en manos del Señor y de su voluntad. Él conoce el mejor camino para llegar al corazón de los hombres, pero también al corazón de los problemas que los angustian.

—Serías un obispo excelente, Silvio.

—Y yo veo a vuestro alrededor la luz del Espíritu Santo.

Deus voleat, amigo mío. Dios lo quiera.

—Deus vult.

—Entonces permitamos que la naturaleza siga su curso. Y deja también que yo te bese como te mereces por tu obediencia.

El mirlo blanco, cansado de las gélidas persecuciones de enero, se había refugiado en su nido con provisiones suficientes, a la espera de que pasara el frío mortal. El último día del mes vio el sol y salió al descubierto gorjeando, feliz. Pero enero aún estaba al acecho y, comprando dos días a febrero, los tres siguientes desencadenó una tormenta de viento, nieve y lluvia, obligando al mirlo a refugiarse en una chimenea. Cuando todo acabó, el mirlo había perdido sus cándidas plumas y a causa del hollín había quedado negro, y desde aquel día lo fue por siempre.

En los días del mirlo, Florencia respetó la tradición: las bóvedas interiores del claustro de Santa Maria Novella se llenaron de carámbanos que se cernían peligrosamente sobre las monjas que solían recorrerlo rezando.

Osmán se había ganado su confianza, y por su honestidad y prudencia lo mandaban a menudo al mercado, en el centro de la ciudad, donde en otro tiempo se cruzaban el cardo y el decumano, cuando Florencia aún era un castro romano. Ahora ya lo conocían todos, y era siempre el primero en llegar bajo la columna de la Opulencia y nunca preguntaba un precio antes de que sonara la campana de inicio de las negociaciones. Y cuando algún mercader, por su comportamiento deshonesto, era encadenado al otro brazo de hierro de la columna, en lugar de increparlo y burlarse de él, solía levantar el bordón con la cantimplora y le calmaba la sed, ajeno a las pandillas de niños que hacían mofa y escarnio de su pierna tullida.

Gracias a que gozaba de aquella libertad, tras comprar la carne a las polleras del Ponte Vecchio, podía detenerse algo más allá, donde los alfareros, riendo, lanzaban al Arno los añicos de las vasijas en cuanto se alejaba la gabarra. La carga y descarga de mercancías, entre mozos, caballos y carros, era una pesadez para ellos, y alejaba a los clientes, hasta el punto de que algunos miembros del gremio habían jurado enterrar el puerto bajo los residuos de su trabajo. Osmán esperaba, no hablaba, y cada día se alejaba en silencio, mientras le gritaban a sus espaldas obscenas alusiones a una mujer que nunca había tenido. Hasta que un día fue a encontrarse con un gigante moreno que bajaba de una barcaza. Se abrazaron bajo la mirada perpleja de los alfareros.

Salam aleikum, Aruj Reis; te esperaba.

Salam, hermano. Yo no. Te han dado por perdido. La Señora te lanzó una fatwa. Debería matarte.

—Pero no lo harás, porque eres un pecador —dijo, señalando su tatuaje—. Esto es haram, pecado. Qué raro que ella no te haya cortado ya el brazo.

Aruj Reis movió el músculo varias veces y la mujer que tenía tatuada bailó la danza del vientre en su brazo.

—¿La ves? —Sonrió—. Me hace compañía en mis noches de marinero. Cuando se mueve recuerdo que Alá también hizo a la mujer, y no solo a mis apestosos compañeros. Sería peor caer en la otra tentación, ¿no crees?

Su sonora carcajada resonó en el callejón. Los alfareros recogieron su mercancía. Por ese día permanecerían encerrados en sus talleres.

—¿Qué es lo que quieres, Osmán? —añadió, con gesto serio—. ¿Que organice otra carga con las ratas de Dios?

—No, no más de eso.

—Entonces la cosa es aún más seria.

Se rascó la barba y aplastó un piojo entre las uñas.

—Tienes que avisar a tu hermano: quiero un pasaje a Estambul. Para dos… Llevo una mujer conmigo.

La mano de Aruj cayó sobre su hombro como el mazo de un herrero.

—¡Una mujer! ¡El viejo Osmán! Ahora lo entiendo todo. Pero… en Estambul correrás peligro, la fatwa no perdona.

—Iré a ver a Beyazid y me pondré bajo su protección.

Aruj Reis lo miró como si estuviera ya muerto y amortajado.

—No sé qué tienes en la cabeza, pero mi hermano te ayudará. Desde este momento he pagado la deuda que tenía contigo. Si nos viéramos otra vez, no podría garantizar tu vida.

—No nos veremos más, hermano. ¿Dónde y cuándo?

—El segundo martes del próximo mes. Será en el viejo puerto de Classe, con una carga de pieles.

—¿No en Venecia?

—Demasiados guardias en la capital, y además Classe está más cerca.

El cojo asintió varias veces.

—Bien, pues. Khayr esperará un día, no más. La laguna está llena de bergantes y Venecia cambia continuamente los agentes de aduanas. No podemos estar seguros de que los tenga a todos sobornados.

Osmán se alejó, tranquilo. Se había hecho con la última piedra de su mosaico. Independientemente de la forma que tuviera, Alá le escucharía; se lo debía. Ahora podía disfrutar de los últimos relatos de Gua Li, rescatar los que se había perdido y escuchar de nuevo los más entrañables para él. Entregó la compra y pidió permiso a la madre Ludovica para entrar en la celda de Leonora, privilegio que ya había conquistado.

La mujer estaba mejor. El niño crecía. Ya casi había llegado el día en que debería de haber nacido. Las monjas lo llamaban Lázaro, el resucitado, pero Leonora había hablado con Ferruccio y habían acordado otro nombre. No obstante, hasta que no se recuperara del todo, debían aceptar las reglas del convento, que solo dejaban que ambos esposos se vieran una vez al día.

Osmán se quedó cerca de la puerta y no se acercó al lecho de Leonora hasta que Gua Li le dio permiso con un gesto. Apartó solo un poco la estera donde dormía acurrucada todas las noches, junto a su hermana mayor, como la llamaba ella, y a la que cuidaba como una niña.

—¿Has visto al niño, Osmán? —dijo Leonora, señalando el capazo—. ¿No es precioso? Díselo a su padre cada vez que lo veas; yo tengo muy pocas ocasiones de estar con él. Dice —se rio— que parece un Buda en pequeño.

—Entonces quiere decir que le gusta mucho —respondió Osmán, sonriendo él también—. ¿No es cierto, Gua Li?

—Es verdad, y a veces sonríe igual que el Iluminado. Ada Ta me decía que los niños tienen esa expresión de seguridad porque aún conservan los lazos con la eternidad de la que proceden. No es conciencia, sino experiencia. Por eso sonríen, y por eso aprenden tan rápido; son aún más espíritu que carne.

—¿Y cuando llora, entonces, hermana mía?

—Quizá sea porque intuye todo lo que tendrá que vivir antes de volver a la luz. Y por lo mucho que llora este —dijo, acariciándole una mejilla—, está claro que tendrá una larga vida.

—Osmán quería oír tus relatos, y también nos hacen bien a mí y al niño. Pero ¿qué te pasa, Gua Li?

La mujer esbozó una sonrisa, pero no consiguió ocultar las lágrimas. La voz ansiosa de Leonora no hizo más que aumentar su desasosiego.

—No es nada. Es que hace unos días que ya no sueño con mi maestro. Es una lástima que no lo hayas conocido.

—Yo también lo lamento, Gua Li. Túmbate aquí, a mi lado. Tú, tan joven, me has hecho de madre todas estas semanas. Deja que ahora sea yo quien te abrace.

Pasó la hora sexta y llegó la nona, y una monja entró con un caldo humeante de gallina, pan y queso, y se fue corriendo en cuanto vio a Osmán. Leonora se sorprendió de que Ferruccio no hubiera pasado por allí, pero lo achacó a una de las tantas prohibiciones de las monjas. Al día siguiente ya se lo explicaría, y se reirían juntos. Después de compartir la comida, Leonora le dio el pecho al niño. Con Osmán de espaldas, Gua Li bromeó sobre el seno de Leonora, lleno de leche, que dejaba mojados los trapitos que se ponía sobre los pezones, que goteaban con solo pasarles un dedo por encima. Así querría que fueran también los suyos, cuando llegara el momento. Se concentró. La parte que iba a contar le resultaba odiosa y le suscitaba una rabia tal que le venían ganas de gritar. No conseguía mantenerse neutral, porque incluso Ada Ta decía que por justicia nadie debe serlo, aunque, con demasiada frecuencia, se guarda silencio.