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Roma, 17 de noviembre de 1497

Gabriele, tendido sobre una manta oscura, se apretaba el costado derecho con la mano cubierta de sangre. Tenía los ojos cerrados, pero no parecía que estuviera sufriendo. Ferruccio se inclinó sobre él y reconoció en su rostro las señales de una muerte próxima.

—¿Quién te ha hecho esto?

—Si lo supiera —dijo Gabriele, haciendo una mueca con la boca—, le encontraría dentro de poco, en el Infierno. Me ha atacado vilmente, por detrás.

Se irguió ligeramente apoyándose en el codo. Ferruccio le ayudó. Una mancha oscura por debajo de las escápulas indicaba el punto donde la hoja había agujereado el cuero y había penetrado, para salir después por el costado. No era un puñal; probablemente sería una beidana, para la que hacían falta fuerza y habilidad. Así que era un sicario, no un bribón callejero. Aquella hoja, estrecha en la empuñadura y ancha por la punta, no perdonaba, porque cortaba por dentro y, cuando atravesaba el cuerpo, ya había hecho un daño mortal. A Gabriele no le quedaba mucho tiempo. Ferruccio lo tenía levantado, solo para reconfortarle; al menos moriría en un abrazo. Se quedó así un buen rato. Parecía que Gabriele estaba durmiendo. De un momento a otro dejaría de respirar. Abrió los ojos. Ferruccio se le acercó.

—Amo…

—No te esfuerces, y no me llames así; te lo he dicho mil veces.

—Cuidado con Leonardo. Es… sodomita.

—Tendré las nalgas apretadas, amigo mío.

—No es… por eso. Es que siempre tienen secretos.

La voz era ya un susurro. Ferruccio acercó la oreja a su boca. Fuera lo que fuera lo que tuviera que decirle, serían las últimas palabras que pronunciara.

—No me fiaba… Esta noche ha salido… y se ha ido al palacio de los Sforza, a ver al cardenal… Luego le he visto ir adonde se disputan las peleas de perros… Después ha vuelto aquí. Me han atacado mientras meaba…, de espaldas…; qué muerte tan triste…

—La muerte siempre es triste, Gabriele. A lo mejor después hay algo por lo que vale la pena morir.

—Ya es inútil que le habléis, caballero —dijo el capitán de la guardia, poniéndole una mano en el hombro—. Está muerto.

Sin decir una palabra, Ferruccio lo tendió sobre la manta. Con dos dedos le bajó los párpados y le borró del rostro aquella expresión de asombro y dolor. Después una sombra le oscureció la faz.

—¿Habéis visto marchar al arquitecto Leonardo?

—Sí, gracias a Dios. Corrompía a mis hombres.

—¿Cuánto tiempo hace que se ha ido?

—Hará una hora. Le esperaba un carro de cuatro caballos, uno de esos nuevos con transmisión. En mi vida he visto muy pocos así. Lleva el escudo del duque Sforza, una escolta de seis milicianos, y un guardia en el pescante, también armado. No os lo aconsejo.

—¿El qué?

—Ir tras él. Lo he visto en vuestros ojos. Dejadme a mí vuestro criado. Yo me encargaré de darle sepultura.

—No era mi criado.

—Eso os honra, caballero. Sois un soldado, lo entiendo, como yo, no un señor. Y como oficial os pido que me hagáis caso. Marchaos si podéis; hace unos días que hay movimiento. Caras nuevas, rumores, insinuaciones.

—El príncipe nos garantiza…

—No es él. Colonna no es un infame: mantiene la palabra que da y la defiende con su propia vida. Pero pasan otras cosas. Cuando las ratas abandonan el barco, como ha hecho el florentino, es señal de peligro. Hic sunt leones.

—Sabéis latín. —Ferruccio esbozó una sonrisa—. Me habéis advertido en esa lengua. ¿Y si yo no la entendiera?

—Lapo Britonio —dijo, y le tendió el brazo, que Ferruccio apretó—. El nieto de Paolo de Mola no puede desconocer el latín. —Ferruccio soltó la mano como si hubiera visto un fantasma—. Conocí a vuestro abuelo, hace muchos años combatí con él en Giornico. Defendíamos los derechos de los suizos contra la traición de Galeazzo, hermano mayor del duque Ludovico y del cardenal Ascanio. Uno contra veinte… y con pocas armas… Pero luchábamos por la libertad. Los sepultamos bajo una avalancha de piedras y troncos. A los Sforza aún les duele esa derrota.

—La batalla de las piedras grandes… Mi abuelo me habló alguna vez de ella. Me decía que para aquella batalla, como para muchas otras, cuando se trataba de combatir por una causa justa, se juntó a otros hombres como él, los supervivientes de la Orden del Temple.

—Era un hombre honesto. A veces compartíamos la misma montura, como era tradición. Semel frater, semper frater, Ferruccio de Mola. Una vez que te vuelves hermano templario, lo eres de por vida. Sed digno de él y del nombre que lleváis, y recordadme en vuestras oraciones, junto a él, cuando ya no esté. Y fiaos de mi consejo. Es el instinto el que me lo dice: después de lo ocurrido, apostaría la única amiga con la que me voy a la cama y que, de vez en cuando, aún me da algún consuelo.

El capitán dio un manotazo al pomo de la espada que llevaba al costado.

—Marchaos ahora y hablad con vuestros amigos. Hay un pasaje que lleva a las bodegas. De ahí podréis salir a la Porta dei Carrai. Después, que Dios os acompañe.

—Hoy en día le temo hasta a Dios.

Más tarde, Ada Ta dijo que necesitaría meditar el tiempo que tarda un huevo de gallina en ponerse duro sin teñirse de verde. El índice, el medio y el pulgar formaban el trípode en el que apoyaba el cuerpo en la posición del loto. Gua Li vio por primera vez que un ligero temblor recorría su cuerpo, como si aquella posición le cansara. Aquello sí que era algo nuevo. Le asustó no solo la idea de que Ada Ta estuviera haciéndose viejo, sino también su olor, que por un instante le recordó el de las hojas muertas, cuando el aroma del musgo se mezcla con el de la tierra húmeda. Era el olor del cambio, de la mutación y de la renovación, que hasta ese día aquel hombre sin tiempo nunca había emanado.

—No es casualidad que el oso y el pez se encuentren cada año en el mismo punto del río. —Ada Ta, que se había puesto a gatas, arqueando la espalda, hizo el gesto de dar un zarpazo y meterse la presa en la boca—. El pez no es tonto, pero su destino es la supervivencia del oso. No es casualidad que la muerte de Gabriele, el hombre de las múltiples caras, coincida con la llegada de Osmán, el hombre de una sola pierna.

Gua Li se sintió aliviada cuando el monje volvió a la posición del loto y se puso en pie al momento, sin apoyarse en las manos.

—Los chakras de la tierra —prosiguió, gesticulando— fluyen rápidos, como los vientos tempestuosos que llevan lejos las semillas que a su vez fecundan la tierra. Todo se mueve en ciclos: el día se convierte en noche; la muerte, en vida; y la indiferencia, en amor. Hasta la buena comida que nos da gusto al paladar se convierte en estiércol, pero este a su vez es un abono excelente para producir sabrosos frutos.

—Ada Ta… —dijo Gua Li.

—Oh, sí, hija mía, tienes razón. La larga vida de este viejo alarga también sus razonamientos, cuando debería saber que el tiempo del que dispone es cada vez menor, igual que la piedra lanzada al aire va perdiendo gradualmente su fuerza hasta caer al suelo con la velocidad del rayo.

—¡Ada Ta! —le exhortó de nuevo Gua Li—. Te lo ruego, dinos qué has pensado.

—Muy sencillo. El libro de Issa y tus palabras debían ser la nueva miel con la que se alimentaría una nueva reina, pero está claro que los osos golosos han decidido repartirse el botín.

—¿Entonces? —preguntó Ferruccio—. ¿Qué propones?

—El capitán de la guardia posee la sabiduría de un viejo elefante. Tú y Gua Li iréis con Osmán; yo he leído en su corazón. Aún tiene mucho que decir y que escuchar, y mantendrá vuestras naves a buen recaudo en su puerto.

—¿Y tú?

—Yo, hija mía, tengo que encargarme de esconder la miel y de enfrentar a los dos osos, el uno contra el otro.

—Ni hablar. No quiero que te quedes aquí mientras los osos buscan la miel.

—Si la abeja pica al oso en el ojo, gana su batalla.

—Pero si pierde el aguijón, muere.

—Decía el sabio Sun Tzu que a veces hace falta perder una batalla para ganar una guerra.

—Y también que la mejor batalla es la que ganamos sin combatir, como en la vida.

—¡Por favor! —Ferruccio levantó la voz. Con las manos en alto, les rogó que no siguieran con aquello—. Yo no me quedaré aquí ni me iré con Osmán. Me vuelvo a la Signoria. Alguien me ayudará a encontrar a Leonora, esté viva o muerta.

Ada Ta se le acercó y apoyó suavemente la mano en su hombro.

—Comprendo tu deseo, y es lo que queremos todos. Pero para llegar antes a la cima de la montaña no sirve de nada el camino recto; hay que ascender en espiral.

Lo que Ferruccio tomó por una caricia en el cuello se transformó en una tenaza férrea y de pronto le invadió una repentina sensación de torpor. No tuvo tiempo de reaccionar. Lo último que sintió fue el contacto de los brazos de Ada Ta, que lo sostenían.

—¿Qué le has hecho? —exclamó Gua Li. Se lanzó junto a Ferruccio, le cogió la cabeza entre las manos y la apoyó en su pecho.

Ada Ta le sonrió.

—Nada malo, hija. Es lo que te hago a ti cuando no puedes dormir. Ahora date prisa, coge una semilla de amapola, cuécela y haz que respire los vapores. Esta noche os lo llevaréis con vosotros. Repite el tratamiento durante tres días, recuérdalo, ni uno más. Yo llegaré y, si no llego, libera el pájaro de la jaula y volad con él. ¿Osmán?

—Inshallah…

—Sí, efectivamente; si Dios quiere, ocurrirá.

Aquella noche, un anciano, un cojo y una mujer salieron por una puerta lateral del Palazzo Colonna, recorrieron callejones y pasajes, trazando un recorrido tortuoso, hasta llegar a un edificio que había vivido tiempos mejores. La fachada, orientada hacia el norte, estaba cubierta de hiedra, cuya telaraña de ramas había ido dando solidez a los muros con el paso del tiempo. Los dos hombres llevaban a hombros una alfombra enrollada.

—Ya no tengo la fuerza de otro tiempo. —El capitán Britonio apoyó la alfombra en el suelo—. Tiene razón la madre de mi hijo Girolamo cuando dice que ya no valgo para nada, ni en la cama ni fuera de ella.

—Un último esfuerzo —dijo Osmán, recogiendo la carga—. Son tres tramos de escaleras.

Un ruido de pasos les hizo detenerse. Tras la esquina apareció una ronda de cinco hombres, cuatro con alabardas y su superior, que al verlos desenvainó su pincho.

—¡Alto ahí! —ordenó—. ¿Quiénes sois y qué transportáis?

—Buen Dios —exclamó Gua Li—. Mis oraciones han sido escuchadas.

—Vas con una hora de retraso o llegan demasiado pronto tus oraciones, mujer —respondió el otro—. Me apuesto diez liras que en esa alfombra hay un hombre asesinado. ¡Abridla!

—Nos habéis descubierto y tenéis razón —dijo la mujer—. Por favor, amigos míos, mostradle el cadáver al capitán.

Britonio y Osmán se miraron: quizás el susto que le había provocado aquel encuentro le había oscurecido la mente. Ambos sabían que a veces los más nobles estados de ánimo, con el miedo, inducen hasta a los más valientes a los comportamientos más mezquinos. No obstante, con aquellos cinco milicianos delante no tenían otra opción. Dejaron la alfombra en el suelo, y al desenrollarla apareció un hombre con el rostro cubierto de vendas manchadas de sangre. El jefe de la ronda dio un salto atrás.

—¿Qué es esto?

—Lo que vos habéis dicho. —Gua Li se le acercó y el otro dio un paso atrás—. El muerto, asesinado por la lepra. Os lo ruego, ayudadnos a subirlo hasta lo alto de estas escarpadas escaleras. El Señor os compensará el esfuerzo.

—¡Atrás, mujer! ¡Y vosotros dos también, con el leproso! —Los soldados pusieron las alabardas en ristre por precaución—. Que el diablo se lo lleve, y a vosotros con él, malditos.

La formación reculó, compacta, hasta que los guardias giraron la esquina por donde habían venido y echaron a correr. Sus pasos atropellados resonaron por las calles hasta que, de nuevo, se hizo el silencio. Entonces los dos hombres volvieron a echarse el fardo a los hombros. Una vez en lo alto de las escaleras, Osmán, sudoroso y dolorido, sacó una gran llave de hierro con la que abrió la puerta. Gua Li dio un respingo. Un olor a muerte penetró con violencia en sus fosas nasales. Se echó una mano a la boca para no vomitar. Britonio también hizo una mueca; conocía perfectamente aquel olor.

—¿Qué tipo de carroña has dejado pudrir ahí dentro? —le espetó.

—Ratones —respondió Osmán, entre dientes—, pero los quemé todos, los vivos y los muertos.

El capitán no hizo más preguntas. Dejaron la alfombra sobre una cama y Gua Li les rogó que se apartaran y que dejaran que le quitara las vendas a Ferruccio. La mujer observó su rostro, con aquella expresión de aturdimiento provocada por la droga. Tenía el cabello levemente tiznado de gris y una barba negra con algún pelo claro en la barbilla, los pómulos fuertes y los labios de líneas decididas, bajo una nariz tan recta y fina que resultaba casi femenina. Pensó en aquel príncipe italiano del que había sido amigo Ferruccio, Mirandola, que había llenado de fantasías sus sueños de infancia y juventud. Estaba segura de que, cuando los dos salían juntos a caballo, atravesando ferias o mercados, no habría mujer que no los mirara con admiración y quizá con envidia, pensando en todas las que le esperaban en casa, dispuestas a lanzarse entre sus brazos.

Le acarició una mejilla con un dedo y se ruborizó cuando Ferruccio abrió los labios, emitiendo un murmullo que habría podido ser de amor. Soñaba, estaba segura de ello. ¿Por qué no darle un momento de alegría, pues, aquella felicidad completa que a veces solo los sueños saben dar? Siguió hasta darse cuenta de que no era la imagen del conde la que le daba aquella satisfacción, sino la respuesta a sus caricias en el rostro de Ferruccio. Le gustaba sentir que podía darle aquel placer.

Se despidió de Britonio, que antes de marcharse intercambió una señal de paz con Osmán: en otra ocasión y en otro momento podrían haberse encontrado en bandos opuestos, dispuestos a matarse al oír la voz de mando de sus príncipes. Gua Li se dirigió a la cocina y sacó las cenizas de la chimenea, entre las que distinguió huesecillos y clavos. No era el momento de hacerse preguntas; más tarde ya interrogaría a Osmán al respecto. Tenía que darse prisa. No podía permitir que Ferruccio recobrara la conciencia.

Cogió paja seca, hizo un nido y, frotando la sílice sobre el pedernal, hizo fuego. Añadió más paja y sopló frunciendo los labios hasta que apareció una llama. Puso unos tacos de madera y tablillas alrededor, y añadió unas fibras de lino que encontró en un rincón. Colgó una cazuelita del soporte y preparó un compuesto con semillas de amapola. Cuando el agua entró en ebullición, se protegió nariz y boca con un pañuelo y volvió junto a Ferruccio para que inhalase el humo de aquel compuesto. Por unas horas descansaría en paz. Cogió unos peces y unas setas secas, molió una parte en un mortero y amasó la pasta con harina que encontró en una artesa. «El trabajo manual distrae de los malos pensamientos», decía siempre Ada Ta, y tenía razón.

Mientras tanto Osmán se había retirado a rezar, arrodillado sobre la misma alfombra que había servido para envolver a Ferruccio. Había llegado la hora de la primera de las cinco oraciones. Intentó localizar la qibla, la dirección de La Meca, sin conseguirlo. Dios apreciaría igualmente su esfuerzo, pero cuando pudo pronunciar por fin la sagrada invocación, laa ilaha illallah, que aseguraba que no había otro dios que Dios, se preguntó a quién estaba rezando realmente. Desde luego no al dios que le había mandado matar ni al que le había prometido las setenta y dos vírgenes. O quizá sí; quizá fuera ese dios, pero le habían engañado sobre su identidad, presentándolo de un modo equivocado. Eran ellos, pues, quienes habían incurrido en haram, en lo prohibido, no él, que rezaba a una entidad indefinida, que a cada palabra murmurada asumía cada vez más los rasgos de aquel Jesús que empezaba a conocer por boca de Gua Li. Cuando cumplió devotamente con la salât matutina, entró en la cocina y se puso a observar en silencio a Gua Li, que cocinaba. Cuando acabó de cocer la torta de harina de garbanzos que tenía al fuego, la mujer se giró hacia él y ambos se sentaron. Entonces, ella prosiguió su relato.