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Roma, 16 de noviembre de 1497

Todos los guardias se reían, hasta el punto de que uno había tenido que irse a la esquina y pegarse al muro para orinar. Se debía al baile del cojo, que pedía limosna y fingía aparatosas caídas para recoger el dinero, acompañando las muecas de la cara con cabriolas circenses y juegos de habilidad con las dos cimitarras, en los que la diestra y la izquierda parecían adversarias. Las hojas, tan brillantes y robustas que todos las tomaban por verdaderas, brillaban, siniestras, a la luz de las lámparas y de las antorchas pegadas a los muros, y soltaban chispas al entrechocar. Así pues, cuando Osmán les devolvió el dinero y les presentó su salvoconducto de entrada como enviado del embajador turco, la sorpresa fue mayúscula. A esas alturas, los milicianos de Colonna ya se habían hecho tan amigos suyos que le habrían dejado pasar hasta el dormitorio del príncipe. No obstante, en ausencia del capitán, el jefe de la guardia quiso comprobar su identidad y su ocupación. Entre las florituras de una escritura desconocida, a él, que apenas sabía leer el vulgar, el cojo le señaló el nombre de Osmán ibn… y algo más, y un dibujo que representaba el símbolo de los juglares. Entonces, el jefe de la guardia ordenó a los suyos que le dejaran pasar. Estaba todo en orden, incluido el escudo que había notado que caía en su bolsillo. Por su peso debía de ser de plata, no como los sueldos que le había echado él antes.

Entre las cabriolas anteriores y la emoción de aquel momento, Osmán subió las escaleras casi sin aliento; lo más fácil había sido engañar a toda la guarnición. Si aún estuviera en activo la compañía de los heyssessin, no habría necesidad de extender la peste para conquistar Occidente. Los jariyíes, a su lado, no eran más que unos desgraciados que mandaban a otros a que se inmolaran mientras ellos permanecían encerrados en sus guaridas. Sabían matar solo a los inermes, o los mandaban al suicidio, prometiendo una recompensa en la que no creían siquiera; a ellos les interesaba el poder, y lo llamaban justicia. Un puñado de heyssessin habrían acabado sin problemas con todos los príncipes cristianos, hasta los más astutos. Ni siquiera el papa blanco estaría seguro en el interior del castillo de Sant’Angelo. El puñal ritual le habría alcanzado, silencioso, incluso allí dentro, letal y preciso como la mordedura de la cobra. Pero él también era una serpiente, o, peor aún, un encantador, encantado a su vez por una poderosa hechicera, que le había mostrado el espejismo del Paraíso disfrazando sus propias ansias de poder con el manto de la justicia.

Por su culpa había creído en un dios terrible, en un vengador, no de los oprimidos, sino de quien no seguía su férrea ley. Después, en ese barco, una mujer —sí, otra mujer— le había mostrado el dios que llevaba dentro, que podía liberarlo de la esclavitud de la venganza y del demonio del odio. Por eso había sobrevivido a una enfermedad que le había devastado el cuerpo tras haberle robado el alma durante tanto tiempo. Cualquiera que fuera su destino, seguro que pasaba por las palabras de Gua Li, simples como las que susurra una madre a su niño cuando le da de mamar. Aquel Issa, aquel Jesús sobre el que había escupido toda la vida, como imagen del enemigo, hombre y no ya dios, su verdadero salvador, sería su madre para siempre.

—¡Osmán! Eres tú…

Gua Li salió a su encuentro y lo abrazó.

—Has cumplido tu promesa —dijo. Lo cogió de la mano y le hizo sentarse en un banco a su lado—. ¡Qué bien que estés aquí!

—Los pasos de un cojo pueden superar a los de una gacela, si conoce el camino. Bienvenido de nuevo entre nosotros, hijo. Salam aleikum.

Ada Ta sonrió, pero Osmán no consiguió contener las lágrimas y masculló a duras penas un «salam aleikum» de respuesta. En ese momento entró Ferruccio, que vio a la mujer rodeando con un brazo los hombros de un hombre pequeño, que vestía con modestia y que tenía una pierna visiblemente deformada. Aquello le inquietó, pero no dijo nada. Aunque no parecía que hubiera peligros a la vista, la mano derecha se le fue de forma instintiva a la empuñadura de la espada.

—Es el hombre que nos acompañó durante la travesía por mar —le dijo Ada Ta—, y que tuvo la paciencia de escuchar a Gua Li. Nos había prometido que volvería a hacerlo. Y he aquí que ha regresado, como las golondrinas en primavera.

—Estamos en pleno otoño —respondió Ferruccio—. O llega tarde, o muy pronto.

—Las estaciones dependen del ánimo de cada uno. Cuando estamos tristes, los días son aburridos y el aire es pesado, pero cuando el corazón se alegra, hasta una tormenta de nieve puede ser motivo de alegría.

—Leonardo nos deja. Dice que le ha llamado el duque de Milán —anunció Ferruccio, que no quería ponerse a discutir con el monje—. Así pues, unos llegan y otros se van.

—Es el orden de las cosas —concluyó Gua Li—. Este es Osmán, Ferruccio, un buen hombre.

—No —dijo él, limpiándose la nariz y enjugándose las lágrimas—, no lo soy. Y sabréis por qué. Pero primero quiero…, querría seguir escuchando el relato. ¿Dónde está Issa? ¿Su familia está con él? Es un hombre que merece ser feliz.

—Para que una mujer pueda dar a luz un hijo, tiene que pasar primero por el placer y por el dolor. Ambos se anulan frente a la sonrisa de la vida.

—Basta, Ada Ta. Osmán quiere oír la historia de Issa, no tus metáforas.

—La hija a la que quiero más que a estos viejos huesos me regaña. Como ves, placer y dolor continúan también tras el parto, y afectan también al padre, no solo a la madre. Adelante, hija. Yo me retiro a meditar sobre las coincidencias, que a veces son tales y otras no.

Gua Li tomó aliento. Aquel punto de la historia siempre le había roto el corazón.

La muerte tiene un color: el blanco. Después de que la furia devastadora de las milicias imperiales quemara y matara, del poblado no quedaron más que ruinas humeantes y una gran extensión de sábanas blancas, una junto a la otra, bajo las cuales se adivinaban las formas de los cuerpos destrozados. Eran más los hombres que lloraban. Uno estaba consolando a su vecino, porque la hora de la muerte había llegado cuando estaban trabajando, en los campos, en los prados lejanos donde habían llevado a pastar a las cabras, o en los mercados del valle. Algunos monjes bon tocaban las sábanas con el sagrado khatvanga, el bastón de los tres cráneos, como símbolo de la victoria del espíritu sobre la apariencia de la muerte. Issa abrazaba a su hijo Yuehan, frente a una única sábana bajo la cual yacían su mujer, Gaya, y su hija, Gua Pa, unidas también en el último abrazo. No había querido separarlas: estaban tan unidas en la muerte como lo habían estado en vida.

—¿Cuándo te irás? —preguntó Sayed, sin apartar la vista de la sábana.

—Mañana o pasado mañana.

Yuehan abrazó aún con más fuerza a su padre. Habían hablado toda la noche. Había comprendido que todo tiene un principio y un fin. A su misma edad, Issa había sido separado de su familia, y ahora le tocaba a él crecer y convertirse en un hombre. Su padre había prometido volver a su tierra. Era el momento indicado por el destino para cumplir una tarea que había dejado en suspenso durante años. Solo de este modo, una vez cumplida su obligación y dejando el pasado atrás definitivamente, podría retomar el camino interrumpido por el dolor. Durante el viaje, le había explicado su padre, tendría ocasión de reflexionar sobre su futuro. Tiempo después, cuando regresara, nadie los separaría nunca más. Yuehan proseguiría sus estudios bajo la dirección de Ong Pa y de los otros monjes, protegido por Sayed. Y si ahora estaban unidos por el corazón, en el futuro, con la mente abierta y el pensamiento más consciente, estarían unidos también por el alma.

—No me abandones nunca, padre.

—Eres hijo mío. Mi sangre corre por tus venas. Cuando vuelva, serás un hombre, y seré yo quien te pida que no me dejes, pero siempre serás libre de volar adonde quieras. Y cuida bien a Sayed. Sus cabellos se han vuelto grises y su bastón se apoya cada vez con más pesadez en el suelo.

—Sí, padre, comprendo, pero tú no me abandones.

Tras escuchar aquel diálogo, Sayed miró a su amigo de reojo, esperando distinguir en sus palabras una mínima reacción a lo sucedido. Muchas veces le había oído hablar de las hojas muertas que caen en la estación de las lluvias, que se convierten en alimento de la tierra para un nuevo ciclo de vida.

—Sí —respondió Issa a aquella pregunta silenciosa—, es como piensas. Conocer es actuar y caminar por el buen camino. No puedo traicionar mis propias ideas ni renunciar a mis obligaciones. La vida me ha dado mucho y me ha quitado mucho, pero no todo. Es un bien que tenemos en préstamo, no en propiedad, así que lo honesto es corresponder.

Issa dejó las montañas de la India e inició el camino de regreso, para llegar donde había nacido y donde le esperaba su karma. No fue un viaje carente de peligros, ni para su cuerpo ni para su alma. Más de una vez sintió la tentación de volver atrás. Pero ni siquiera por un instante se arrepintió de haber seguido el dictado de su corazón en lugar del de la razón. Cada vez que apretaba la mano de Yuehan comprendía hasta qué punto era más importante el amor que cualquier conocimiento. Por eso no se arrepintió ni un momento de haberlo llevado consigo.

Se unió a las caravanas de mercaderes que recorrían la ruta, que al principio lo acogieron con desconfianza. Un hombre con un chico, sin familia y sin mercancías, suscitaba muchas sospechas; podía ser un bandido, un espía o ambas cosas. Ya estaban convencidos de que era ambas cosas cuando, recién superada Kandhar, la ciudad de la muralla que rodeaba las altas colinas de alrededor, fueron atacados de noche por una banda de piratas del desierto, que iban a caballo, armados con espadas y pequeños arcos. De hecho, mientras estos se llevaban de los carros sedas y especias destinadas a los mercados sirios, Issa se quedó sentado, con Yuehan delante de él, sin moverse ni protestar. Después, los mercaderes lo vieron dirigirse al que parecía el jefe de los bandidos y ponerse a hablar con él, mientras a ellos los obligaban a desnudarse y se preparaban a sufrir la deshonra personal, como era costumbre. Entonces los bandoleros recibieron la orden de volver a montar y se llevaron únicamente una décima parte del botín. Cuando los mercaderes se dieron cuenta de que Issa y el muchacho no habían huido con aquellos hombres, comprendieron que había sido él quien, de algún modo, había salvado su dignidad y sus bienes.

—¿Cómo has conseguido convencer a esos bandidos? —le preguntaron—. ¿Eres un mago o el hijo de algún dios?

Él evitó responder, quitando importancia a lo que había hecho. Pero ellos insistieron. Issa les reveló que simplemente había usado un artificio aprendido de sus maestros.

—La voz tiene varios sonidos. La que entra en simbiosis con la respiración ayuda a relajar la mente y el cuerpo. Puede conciliar el sueño, aliviar el dolor y, a veces, incluso hacer cambiar de idea. Cuanto más suave es, como ocurre con los animales, más fácil es inducir al cambio.

—Entonces —le dijo uno— puedo convencer a mi asno para que corra más.

—Solo si tu pensamiento es más fuerte que el suyo —le respondió Issa.

Todos se rieron, menos él.

Un judío que había vendido en el gran mercado de Susa cincuenta ánforas de aceitunas en salmuera y que había obtenido a cambio alfombras y telas de algodón le mostró unos estáteros de plata y le pidió que los transformara en oro. Issa, que ya había adaptado de nuevo el nombre de Jesús, cedió ante su insistencia y, deseoso de tener noticias de su tierra, le hizo creer que así era. El hombre, contentísimo, le relató todo lo sucedido en los últimos años. Los romanos tenían un nuevo emperador, Tiberio, que parecía odiar a muerte a los judíos. Un primo suyo había sido condenado al exilio solo porque una matrona romana le había denunciado por usura, después de pedirle dinero prestado. Él había tenido que regresar a Jerusalén sin un siclo en el bolsillo.

—Cuando vuelvas a casa, ve a presentarte al tetrarca Herodes de mi parte; es un buen amigo, pero ten cuidado con el gobernador Pilatos, que es un hombre traicionero. Y ten cuidado también —le advirtió— con los galileos, que son gente tosca e ignorante, campesinos sin cerebro. A los judíos nos odian, porque somos superiores a ellos en número y en cultura.

—Yo solo soy hebreo, como tú —respondió Jesús.

—Si eres judío, puedes llegar a ser como yo. Te acogeré con mucho gusto en mi casa; pero si eres galileo, no te me acerques nunca.

Habían pasado seis meses desde que habían partido de las nieves eternas. El recuerdo de la pira en la que habían ardido los cuerpos de su mujer y de su hija aún estaba grabado a fuego en su mente. Cada vez que miraba a Yuehan y él le sonreía, reían Gaya y Gua Pa, y la muerte y la vida se confundían en él. Jesús no fue en busca del mercader de Judea. Cuando llegó a orillas del Jordán y reconoció sus palmeras y sus cedros, giró a la izquierda. Poco después vio a lo lejos Gamala, sobre las colinas del Golán. Señaló con el dedo y le mostró la ciudad a su hijo: en aquel momento volvió a sentirse como un niño y deseó ver a su madre.

Osmán esperó a que Gua Li recobrara el aliento y abriera de nuevo los ojos, que había cerrado durante todo el tiempo que había durado el relato.

—Yo no puedo pensar en mi madre más que con rabia —dijo—. He recibido más caricias de sus amantes que de ella. Nunca me quiso, quizá porque se esperaba un semental que la protegiera, y en cambio tuvo a un tullido.

—A lo mejor nunca supo decírtelo —respondió Gua Li—. Amar no depende de nosotros, es un don que recibimos, pero sí es cosa nuestra demostrarlo, y no es nada fácil. Si yo no conociera bien a ese viejo gruñón que ahora parece que no oye nada de lo que digo solo porque finge que duerme cabeza abajo, diría que no solo no me quiere, sino que me odia, puesto que recuerdo los tormentos que me ha hecho vivir desde el momento en que nací. Pero yo soy buena y le abrí mi corazón, y así comprendí que soy su hija predilecta.

—¿Cuántos hijos tiene Ada Ta? —intervino Ferruccio.

—Solo a mí, pero eso no le quita ni un ápice a su amor. Además, tampoco se muestra celoso de que hable con extraños.

Sus miradas se cruzaron por un instante. Ferruccio la apartó enseguida. Quizá no había sido más que un modo de responder a su pregunta, pero, de algún modo, tuvo que admitir que Gua Li tenía razón. Ella trataba a Osmán con la familiaridad con la que se charla con un viejo amigo. Y él sentía celos, quizá por una suerte de sentido de posesión muy diferente del que sentía por Leonora, que sentía que era suya, y con la que formaba un nido único en el que nadie podía ni debía entrar. Un nido que había quedado devastado por feroces cazadores furtivos y al que no sabía si podría volver jamás. Quizá solo quería disponer de la atención de Gua Li en exclusiva, porque le había abierto su coraza. No sentía que fuera suya. Más bien sentía que era él quien les pertenecía a ella y a Ada Ta, y no quería a nadie más cerca de ellos. Como un niño cuando llega un hermanito: al principio se siente obligado a quererlo, pero hasta más tarde no aprende a hacerlo. Solo oyó las últimas palabras que Gua Li le dirigía a Osmán.

—¿… pero cómo has conseguido encontrarnos? Y sobre todo, ¿cómo has entrado en esta especie de cárcel para reyes y reinas? Tenemos todo lo que queremos, menos la libertad. Sin ella es como no tener nada.

—Alá —dijo, en un suspiro—, o quienquiera que viva en la bóveda celeste, o quizá las palabras del hombre Jesús a través de tu boca, me han salvado de la peste, la misma que yo traía. —Osmán le mostró una cicatriz negra en forma de huevo en un costado—. Viajaba con nosotros, en el barco.

Gua Li miró extrañada a Ada Ta, a quien se dirigía siempre cuando no entendía algo. Quizás Osmán precisara realmente ayuda, y aquel bubón podía ser de verdad síntoma de una enfermedad que le hubiera llevado al delirio. Pero Ada Ta levantó las cejas, que formaron unas espesas arrugas sobre su frente, habitualmente lisa y sin edad. Esta vez, no obstante, no supo cómo responderle.

Ferruccio pensó en lo que le había sucedido meses atrás a la familia Serristori, en el encuentro con aquel criado suyo, muerto en el fango, presa de los últimos espasmos. Estaba a punto de decir algo, instintivamente, cuando el jefe de la guardia del príncipe Colonna entró sin llamar.

—Caballero —le dijo—, ha llegado su criado, está en el puesto de guardia. Tiene una herida con muy mal aspecto. Ha preguntado por vos.