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Marzo de 1498

Fray Mariano de Genazzano estaba contemplando sus posibilidades. Su hermano le había permitido entrar en contacto con Savonarola al salvarle la vida a aquella mujer, a la que era evidente que el temible dominico apreciaba por algún oscuro motivo. Con su muerte, Marcello le había evitado la posibilidad de tener que rendir cuentas al Medici por su traición, y ya había pagado la desobediencia de ambos. Tal como estaban las cosas, Mariano poseía un gran secreto con el que negociar; por otra parte, estaba seguro de que nadie hablaría, de no ser aquella tal Leonora, que hasta le había dado pena. Llegado el momento ya pensaría en cómo desarmarla, como sugería e imponía su ministerio. Por otra parte, ¿no había escrito acaso san Agustín, a cuya orden él pertenecía desde la pubertad, que «la mujer es un animal que no es ni firme ni estable, sino que es rencorosa ante la confusión de su marido, se nutre de maldad y es comienzo de todos los pleitos y camino de toda iniquidad»?

Era el momento de actuar, no podía pedírsele tanto a Dios. La elocuencia no le faltaba, y la amenaza papal, que curiosamente coincidía con el interés del cardenal Giovanni de Medici, le daba la oportunidad de construirse un futuro más digno. Los méritos realizados le valdrían alguna lucrativa prebenda, una abadía, si no ya un obispado. Así, mientras Florencia se agitaba ante la idea de crucificar a Savonarola, acusándole de anteponer la justicia divina a los intereses terrenos, lo cual no era poco, fray Mariano empezó a echar leña al fuego.

Enseguida halló una buena acogida entre las conciencias que, al escuchar los pecados de Savonarola, encontraban alivio, puesto que ellas ya lo habían condenado. En sus prédicas vehementes contra el dominico, fray Mariano le acusó de actos impíos de todo tipo, de ser soberbio —lo cual era bien conocido—, cismático y excomulgado y, por tanto, falso profeta, como había proclamado el propio papa, hasta insinuar prácticas relacionadas con la usura y la sodomía. Su fervor oratorio le llevó de las angostas naves de las iglesias de Santo Michele all’Orto y de San Piero in Schiaraggio a las nuevas e imponentes de la Santa Croce, donde se congregaban más de un millar de ciudadanos para escucharlo. Los Piagnoni, cada vez más perseguidos, se mantenían alejados, rumiando su venganza.

Hasta que fray Francesco di Puglia, que se alternaba con fray Mariano en sus pregones en la Santa Croce, alzó el listón y desafió abiertamente al dominico al juicio de Dios.

—Estoy seguro de que moriré en el intento —dijo, alzando los brazos al cielo—, pero la caridad cristiana me impone dar la vida, si con ello puedo liberar a la Iglesia de un heresiarca, que ya ha arrastrado y arrastrará a tantas almas a la perdición eterna.

La provocación llegó a oídos de Savonarola al día siguiente, pero era demasiado tarde para aplacar los ánimos. Domenico Buonvicini de Pescia, imbuido del espíritu divino y ferviente secuaz del dominico, ya había gritado entre la multitud que, si Dios lo quería así, demostraría con claros signos prodigiosos de qué parte estaba.

A fray Francesco le pilló desprevenido: la ordalía no debía ser más que una provocación, una de esas cosas que se suelen decir desde el púlpito para enfatizar los conceptos. Ya había invocado al Omnipotente en otras ocasiones, solicitando que lo fulminara un rayo, ante la atenta mirada de todos los presentes. Pero esta vez los fieles se lo habían tomado en serio y se deleitaban a la espera de la escena: ahora no podía echarse atrás.

Un franciscano llegó desde el Capitolio de Roma para dar su versión como enviado del papa. Proclamó que el guante debía recogerlo el propio Savonarola. Pero ante el silencio del fraile y la insistencia de Buonvicini en el desafío, apareció un tercer actor en la disputa, un tal Giuliano Rondinelli, de Florencia, de los Frailes Menores, un humilde franciscano trastornado por los acontecimientos. El canciller de las Riformagioni, encargado del registro de las leyes municipales, sacó de los viejos libros las reglas del Cimento del Fuoco, escrito por fray Mariano, y la modificación se firmó ante el notario Ceccone, conocido por sus recientes versos en contra de Savonarola, como aquellos en los que le invitaba a navegar entre asados y frituras.

A continuación se trazó un camino de brasas humeantes de dos pies de anchura y ochenta de longitud. Hicieron desnudar a Buonvicini, por temor a que en la túnica escondiera algún recurso mágico que pudiera ayudarle. Con nuevos hábitos, el dominico se encaminó entonces, entre los gritos de la multitud, hacia el carbón ardiente, con el santo sacramento en mano, a lo que los franciscanos se opusieron, puesto que si la hostia bendita se quemaba, sería un gran escándalo y una injuria para la fe. Buonvicini solicitó entonces que su adversario depusiera el crucifijo de madera. Un rumor de impaciencia se elevó entre la gente, por la demora. Con todo aquello, llegó un chaparrón que apagó las brasas, dirimiendo la cuestión. Aquel día no se hizo nada, para gran decepción del pueblo, que, para consolarse, encontró desarmado a Francesco Valori, de los piagnoni, y lo mató a garrotazos.

Surgieron otros tumultos improvisados en diversos barrios. En uno de ellos murió la mujer de un panadero, a la que tomaron por un fraile a causa de la falda marrón y la capucha. Los guardias del Bargello se unieron a uno y otro bando, por lo que muchas puertas quedaron sin guarnición.

Así, un carro tirado por un robusto caballo pudo salir de la puerta que había bajo la torre de San Niccolò sin que nadie lo inspeccionara. Una simple carreta de un solo eje, con una cubierta de cuero oscuro, con dos hombres en el pescante y en el interior tres mujeres y un niño, envuelto en cálidas mantas y acostado en una cuna de mimbre. Cuando Via Bolognese empezó a ascender de camino a Fiesole y la torre quedó pequeña en la distancia, Ferruccio se quitó la capucha de mercader.

—El puerto de Classe está a cinco días.

—Seis —respondió Osmán, mirando hacia delante—. El carro va cargado.

—Es cierto. Si os hubierais ido solos, los dos habríais llegado antes. Te debo la vida de mi familia —dijo Ferruccio, agradecido.

—Nadie le debe nada a Osmán —dijo el turco, mirándolo—. Se lo debéis todo a Gua Li.

Osmán hizo chasquear las riendas sobre la grupa del robusto caballo, que agitó la cabeza pero aligeró el paso. Ferruccio calló y se giró. Zebeide acunaba al pequeño, mientras las otras dos mujeres se reían. Habría querido abrazar a Leonora, sostener a su hijo entre los dos, colocárselo en el pecho y disfrutar de su recuperada intimidad. Pero, en cambio, se sentía solo y apartó la mirada, sintiendo que a cada milla crecía la sensación de culpa por la traición, agudizada por la confianza nacida entre las dos mujeres. ¿Era ese el pecado del que tanto hablaba el fraile? Aun así, ningún dios podía liberarlo de aquel peso; solo Leonora, quizá. Solo podría hacerlo la Madre que estaba en su interior y que, por amor, lo perdonaba todo, que aliviaba y liberaba, sin juzgar, sin ensañarse por un arrepentimiento que por sí solo ya era la peor condena, con el miedo de haberlo perdido todo ya, interiormente, aunque Leonora no supiera nunca la verdad.

Se detuvieron a las afueras de Vaglia, en una posada rodeada de una cerca. Los vallombrosianos les dieron cobijo en una abadía. Prosiguieron después hasta el municipio de Marradi, donde fueron los benedictinos quienes los acogieron. Al llegar a Brisighella, Gua Li se encontró mal y se vieron obligados a quedarse dos días, en una posada gestionada por un judío, que discutió prolongadamente con Osmán sobre si era lícito que un hombre tocara la mano de una mujer que no le pertenecía. Y concordaron que, a menos que fueran parientes o como señal de devoción, lo más oportuno era abstenerse.

Leonora pidió una infusión de tila y caléndula para Gua Li, y se dirigió a Ferruccio:

—Ahora me toca a mí ayudarla —le dijo con una sonrisa.

La mujer vio su expresión de agradecimiento y dejó la taza sobre la escalera, apoyó su mano en el rostro y reemprendió el camino.

Las marismas les indicaron que se encontraban ya en el Ducado del Este. Bajo una densa lluvia, que puso a prueba la capota de cuero, al séptimo día de camino llegaron al puerto de Classe.

Los finos lugres y las amplias barcazas de pesca, junto a las gabarras de quilla plana propiedad de los comerciantes que transportaban sus mercancías por los canales, se balanceaban sobre el agua. Pero era domingo, por lo que en los muelles solo se veía a algún que otro pescador reparando las velas, acompañado por los chillidos de las gaviotas y el vuelo solitario de algún cormorán. Durmieron todos juntos dos noches. Los hombres se repartieron los turnos de guardia. Era la primera vez que Ferruccio podía descansar unas horas junto a Leonora. Cuando por fin cerró los ojos con ella en brazos, le despertó Osmán para que le relevara.

El tercer día, el turco señaló, entre la niebla, un mástil más alto que los demás, así como unas velas rojas.

—Es Khayr al-Dîn. Ese es su jabeque.

Osmán se coló en el compartimento cerrado de un esquife, que se empleaba para echar las capturas y para que los peces no saltaran de nuevo al agua. Desde aquella incómoda posición en la que era casi invisible, Ferruccio lo vio deslizarse como una anguila entre las barcazas, remando con un fino zagual, hasta desaparecer entre aquella bruma que olía a mar.

—Aruj me ha dicho que ya no te debe nada, cojo.

—Así es, Barbarroja; hemos saldado nuestras cuentas.

—Solo mi madre me llama con ese nombre, y mis enemigos.

—No soy tu madre ni tampoco tu enemigo. Llévanos a Estambul y no volverás a verme.

Escoltado por dos marineros de Barbarroja, Osmán vendió el caballo por doce monedas de plata y el carro por tres más a un joyero veneciano, que al principio no les ofrecía más que diez por ambos. Cuando izaron el bote y subieron al barco, Khayr al-Dîn señaló a Osmán con el dedo.

—¡Maldito renegado! Aruj me dijo que erais dos, no cinco. Y a esa bruja no la quiero a bordo.

—Pagaré por los pasajeros de más. Además, la mujer a la que tú llamas bruja —le susurró al oído, señalando a Gua Li— está bendecida por Alá, porque ahora se llama Fátima, la que desteta a los niños. La sunna dice que cuando el Profeta, que desciendan sobre él paz y bendiciones, llegó a Medina, se encontró con un hombre que tenía diez hijos, y que cuando lo vio jugar con los niños se entristeció, porque decía que nunca los había abrazado. Y Mahoma, alabadas sean siempre sus acciones, le respondió que querer y cuidar a los niños es una bendición de Alá. Recibirás un florín también por quien no ves. Por su parte, Beyazid te dará otros cien.

Khayr al-Dîn se encogió de hombros.

—Mi hermano te ha enviado a mí. Ahora él está en deuda conmigo. Esto me acortará la vida. Todo deudor desea la muerte de su acreedor, y no creo que Aruj sea la excepción.

—Tu hermano te quiere, a pesar de lo que eres, como prescribe la ley. Dice la sunna que…

—Que no se debe atormentar a quien te da cobijo. Ve con ellos, Osmán, y asegúrate de que solo salgan cuando puedan ver las estrellas.

Las sombras de la noche avanzaban desde oriente cuando los doce remos de estribor se alzaron y los de babor empujaron con fuerza el agua. El jabeque giró como una dama bailando una delicada melodía, y el mástil del bauprés pasó por encima del puente de dos góndolas amarradas y señaló en dirección a mar abierto. Luego soltaron las velas y del árbol de la maestra cayeron la marabuta, la barda y la bastarda; se retiraron los remos y la nave emprendió la marcha impulsada por el viento.

Junto al timonel, a popa, Khayr al-Dîn olisqueó el amenazador viento de poniente, cargado de nubes, y le gustó. Haría como las liebres perseguidas por los perros, y si Alá se mostraba benévolo, al cuarto día podría darle las gracias en la gran mezquita de oro.

Gua Li se sinceraba con Osmán casi como hacía antes con Ada Ta. El monje volvió a aparecérsele en sueños por las noches y a confortarla. Puso una manta frente a la letrina y, cuando nadie la veía, se levantó el sari: a la luz de una lámpara de aceite observó con estupor la incipiente redondez de su vientre. Se acarició la barriga y se sonrió en silencio al notar que aquellos gestos le facilitaban la evacuación, que desde hacía unas semanas no era regular.

Cuando salió, vio en la oscuridad dos ojos fijos sobre ella. La asaltó un cúmulo de olores, como si la energía procedente de cada uno se dirigiera precisamente a ella. Ya no tenía la misma seguridad con los olores, quizá desde el mismo día de la concepción. El cuerpo tenía otras cosas en las que pensar. No obstante, le pareció detectar la suave melisa de Leonora y la rústica lavanda de Zebeide, pero también la almendra de Ferruccio, dulce y amarga al mismo tiempo, con su coraza que se endurece con la maduración, pero que indefectiblemente acaba abriéndose y ofreciéndose como alimento. Lo miraba con alegría y tristeza a la vez, con respeto y gratitud; el amor tenía otros secretos, que no le pertenecían. Le preocupaba más el leve olor a incienso de Osmán, el olor del abandono, pero su corazón era puro como la sonrisa del niño de Leonora, que aún no tenía nombre, aunque todos lo llamaban Paolo, como el abuelo de su padre. Era el único que no tenía olores propios, o quizás es que no conseguía distinguirlos.

—Debes acabar tu relato —dijo Leonora, cogiéndole por la mano—. Quiero decir que nos gustaría, si no te resulta desagradable, hermana. Dinos qué fue de él, de sus seres queridos. Lo que le pasó a sus verdugos no, al menos a mí no me interesa. Casi me da miedo escucharte, pero querría hacerlo. Conozco la historia que nos han impuesto desde hace siglos, pero la tuya tiene la lógica de la simplicidad. Cuéntanos, Gua Li.

¿Era así Leonora antes de ser madre? ¿O la transformación era tan profunda que hacía cambiar hasta el alma? Debía de haber una propensión, una naturaleza absoluta procedente de otra Madre, que se perpetúa en el ciclo de la vida, más allá de la vida.

Gua Li le dio un beso en la frente, se sentó y apoyó la espalda en un cojín que Osmán le había robado a Khayr al-Dîn.

—Ya os he hablado de cuando le llevaron a lo alto del monte de la Calavera y de cómo le obligaron a portar a hombros su propio patíbulo. Y también de cómo le golpeó Cayo Casio, no para matarlo, sino para que los miembros del Sanedrín creyeran que estaba muerto, para que no le rompieran las piernas. El oficial romano, aquella noche, emborrachó a sus soldados con vino especiado y dejó que un grupo de hombres y mujeres se llevaran el cuerpo de Jesús. Cuando vio que se alejaban, vació el ánfora y esperó a que se cumpliera su destino. Dentro de poco, el relato será alegre y triste, sucederán cosas inesperadas, y no siempre triunfarán el bien y el amor.

—Como en la vida —apuntó Ferruccio, que hacía tiempo que evitaba dirigirle la palabra—. Como el destino, que siempre te reserva sorpresas, en el bien y en el mal. Cuando te corre la fuerza por las venas, te manda una enfermedad repentina; cuando la tormenta está a punto de hundirte, vuelve la calma.

Leonora cogió su cara entre las manos y se la apretó hasta casi hacerle daño. Las palabras le salieron de la boca como el chorro a presión de una fuente cerrada durante mucho tiempo.

—¿Y cuando tu mujer te manda una nota desde su prisión y entre líneas te sugiere el lugar donde puedes encontrarla, y tú lees solo las palabras y no te paras a pensar que ella nunca te escribiría de aquel modo y no te preguntas por qué? Eso no es el destino. —Leonora suspiró—. En el fondo, aunque lo seas todo para mí, no eres más que un hombre.

Ferruccio frunció los párpados y le volvieron a la memoria aquellas breves líneas. A él solo le decían que su mujer estaba viva; de lo demás no se había dado cuenta, aunque sí, era cierto: aquellas palabras no parecían escritas por ella. Abrió la boca para pedirle que se lo explicara y que le perdonara, pero Leonora negó con la cabeza y posó un dedo sobre su boca, dejando que Gua Li iniciara su relato, quizás el último. Si el lebeche que soplaba fuera no aumentaba de intensidad y no topaban con ninguna galera veneciana apostada entre las islas griegas, al día siguiente llegarían a la cadena que cerraba el Cuerno de Oro.