12
Recuerdos y despertar
Tenía veinte años recién cumplidos, pero los había vivido peligrosamente, huyendo de mares enfurecidos y batiéndose con truhanes y tramposos, entre peleas, apuestas y fugas. Para después volver siempre a la paz de Bibbona, donde le esperaba su abuelo, Paolo de Mola, conocido como médico y boticario; en una finca de la colina, en los límites del pueblo, había creado un eficiente hospital en el que encontraban refugio y curación cristianos, judíos, musulmanes, herejes y disidentes, todo el mundo, fuera el que fuera su credo. Era el único lugar en toda la Toscana en el que heridos y enfermos podían rezar a su dios particular y pedirle la salvación, lejos de curas y monjas, o ponerse en manos solamente de la fortuna y de la ciencia. Y donde a veces se quedaban, una vez curados, para prestar asistencia a su vez.
No obstante, para algunos compañeros elegidos, Paolo era también un valiente maestro de armas. Era él quien había enseñado a Ferruccio la difícil práctica de la pesada espada bastarda, empuñada a una o dos manos, y los movimientos elegantes pero no menos letales de la espada ropera. Y luego el uso del bastón, desde el bordón largo al envite siciliano, la técnica del puñal usado en solitario o en combinación con la espada, y también el uso de las patadas, los codazos y las llaves para bloquear al adversario. Como buen profesor, le había inculcado también el gusto por la lectura, alternando textos licenciosos con los libros sagrados cristianos, judíos e islámicos. El abuelo hablaba poco de los padres de Ferruccio, y este, que no los había conocido, había aprendido a respetar aquel silencio.
Cuando Paolo de Mola sintió que su camino en la Tierra estaba próximo al final, llevó a su nieto frente a una pequeña iglesia de planta cuadrangular, al abrigo de las murallas del pueblo. Ferruccio la observó distraído; por lo que él sabía la iglesia llevaba cerrada mucho tiempo y solo se decía misa en la otra, la de Sant’Ilario.
—Esta iglesia está consagrada al santo Jacopo d’Altopascio, que fundó la orden de los frailes hospitalarios. Lee las palabras grabadas en la luneta.
Ferruccio frunció los ojos; la inscripción parecía más antigua que el propio templo y estaba borrada en parte por el paso de los años.
—Terribilis est locus iste… Este lugar es terrible… Qué extraño… Y en una iglesia, nada menos.
—No es extraño; es una frase sacada de la Biblia, es el sueño de Jacob. Se cuenta que llegó a una ciudad y que allí descansó, pero, mientras dormía, en sueños se le apareció una escalera mágica que iba de la Tierra al Cielo, y oyó la voz de Dios. Jacob, al despertarse, erigió una estela y la consagró con las palabras «¡Este es un lugar terrible! Esta es la casa de Dios y la puerta de los Cielos».
—¿Qué quieres decirme, abuelo?
—Intento hacer que recuerdes que terribilis no significa horribilis; Dios puede ser terrible, como lo es su venganza, pero nunca horrible. Los escalones que estamos subiendo, como la escalera del sueño de Jacob, llevan a un lugar del que ya no se vuelve.
Ferruccio quedó asombrado cuando su abuelo sacó de debajo del blusón una gran llave y se acercó a abrir el portón, como si la iglesia fuera suya.
—¿Ves esta señal? —preguntó Paolo de Mola, señalándole a su sobrino tres espadas con la punta orientada hacia abajo, y sin empuñadura—. ¿Sabes qué significa?
Ferruccio negó con la cabeza.
—Es el símbolo de los frailes hospitalarios; es la triple tau, la última letra del alfabeto hebreo.
—Estoy igual que al principio, abuelo…
—Las tres T, o tres tau, indican el templo de Jerusalén, el tesoro oculto y el relicario que esconde un tesoro.
—Abuelo… —dijo Ferruccio, sonriendo—, ¿te estás burlando de mí?
Paolo de Mola empujó el portón, que se abrió con un crujido.
—Entra, hijo mío. No, no estoy bromeando. Ahora observa a tu alrededor.
La iglesia estaba desnuda de todo ornamento, y hasta las paredes eran blancas, sin ningún fresco. Pero todas las columnas estaban esculpidas con símbolos florales y conchas bivalvas, y muchas de las piedras mostraban tres letras misteriosas grabadas encima: una E, una T y una S.
—Esta es ahora la iglesia de los caballeros del templo, Ferruccio, y yo pertenezco a la orden. Por eso tengo la llave.
—¿Eres un… templario? —Ferruccio lo miró, perplejo—. ¡Pero… los templarios están extinguidos desde hace tiempo!
—No, Ferruccio, en su tiempo mataron a muchos de ellos, pero no a todos, y los que sobrevivieron mantuvieron viva la orden, en el silencio y la soledad. Los podrías distinguir solo entre los que aún siguen la vía de la justicia y de la rectitud, del honor y del perdón. Pero es difícil, porque esta concha cerrada representa la unión indisoluble que une a los caballeros con su secreto. Hoy en día, solo el tiempo y un profundo conocimiento permiten que dos templarios se reconozcan. Hasta la iniciación se celebra en presencia de un maestro y de dos caballeros que vienen de lejos y que vuelven a partir enseguida, dejando al nuevo adepto a solas con su conciencia. Ahora te desvelaré un secreto, con la esperanza de que también tú, un día, ocupes mi lugar.
—Yo… no lo sé, abuelo.
—No tiene importancia; si llega el momento, no dependerá de ti. Serán tus acciones, quizá, las que hagan que se den a conocer o no. Mira, esas tres letras, ETS, significan ecce templari sumus, es decir, «aquí somos caballeros del templo», en este lugar aún existimos. Ahora siéntate, Ferruccio. Antes de que me vaya al lugar de donde no podré volver, debes saberlo.
Aquel fue el día en que Ferruccio supo quién era, y el de su iniciación a una nueva vida: sus orígenes franceses; la descendencia directa del último gran maestro de la orden de los caballeros templarios, Jacques de Molay, quemado en la hoguera; la fuga a Italia, la italianización del apellido Mola; la conservación de las tradiciones templarias en aquel lugar perdido de la Toscana; y las persecuciones, que no acababan nunca, y que habían sido el motivo del asesinato de sus padres por parte de sicarios desconocidos, hombres que podían trabajar a sueldo para el rey de Francia, el papa o Mehmed II, todos ellos enemigos de los caballeros templarios y de su abuelo, maestro de la orden. Aquel fue el día en que perdió su juventud.
Paolo de Mola vivió dos años más, cada vez más enfermo. En aquel periodo, Ferruccio aprendió a vestirse de negro y a esconder sus emociones y su nombre, aunque la fama de su espada viajaba de pueblo en pueblo. Cuando llegó el momento del último adiós, su abuelo le entregó un anillo, y le rogó que se lo entregara al Magnífico, que era quien había permitido la construcción del hospital y lo había financiado, y que desde los tiempos de su padre, Piero, los había protegido desafiando reglas y leyes de papas y reyes. Ferruccio le obedeció y recorrió la última etapa: la llegada a la corte florentina, la entrega del anillo y la sumisión voluntaria al único hombre con el que se sentía en deuda y al que estaba agradecido.
Toda la vida se le había pasado por delante en un momento, y cuando sus ojos recuperaron la vista, la decisión ya estaba tomada. Al cruzar la mirada con la de Leonora, que levantó la barbilla, conteniendo las lágrimas, le dio la impresión de que las paredes de la casa se venían abajo como si fueran de arena y no de piedra.
—¿Dónde y cuándo? —preguntó Ferruccio a Carnesecchi.
—En un lugar seguro, y por ello os ruega que vayáis el domingo a la misa que el fraile celebrará en Santa Maria degli Angeli. Estará escondido entre los fieles, al fondo de la iglesia, a la derecha, cerca de la nueva estatua de san Marcos, vestido con el sayo dominico. La iglesia es pequeña y habrá una gran muchedumbre: nadie se fijará ni en él ni en vos. Y ahora, con vuestro permiso, volveré a Florencia e informaré a monseñor. Siempre que vuestra criada, que no me ha abierto la puerta para entrar, me la abra para salir.
Leonora dejó a Ferruccio solo en su estudio y al salir cerró la puerta. Había algo en aquel hombre que había venido a alterar la paz de su casa…, algo que la turbaba. Por una parte, se sintió transportada al pasado, a la época en la que cuerpo y alma vivían separados y se vendía día tras día para sobrevivir. Por otra, se vio proyectada hacia el futuro, al borde de un abismo, empujada por un viento al que no se podría resistir.
«Locuras de mujer», habría dicho su viejo confesor. O quizá poseyera realmente un conocimiento que le permitía ver más allá de la realidad aparente, intuir y comprender cosas que el hombre no podía reconocer hasta que las tenía delante. «Es la madre creadora —le habría dicho en cambio Giovanni Pico—, el ser que ha dado origen a todo, del que, como mujer que eres, posees una chispa. Un toque de antigua sabiduría, una señal de su presencia, un don que te permite intuir más allá de tu naturaleza humana». En aquel momento oyó la voz de Giovanni Pico, que la tranquilizaba y al mismo tiempo la advertía. Ya se lo contaría a Ferruccio, pero no en aquel momento; había un momento para cada cosa, y aquel era el momento de estar sola.