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Bosques de Cintoia, 6 de noviembre de 1497
El paisaje a su alrededor estaba cubierto de tonos ocres, marrones y verdes a los que la fina lluvia daba un brillo especial. Desde el ventanuco de su prisión, Leonora observaba el modo en que la naturaleza acogía en su seno los cambios de la estación sin traumas, aceptando simplemente el sol y el viento, la sequedad y la lluvia, el calor y el frío, a veces, incluso, el fuego, originado por un rayo o por el descuido de quien quemaba rastrojos durante la temporada seca, de alguien que limpiaba la tierra y la preparaba para que renaciera después, más rica y lozana que antes. De ese mismo modo, los cambios de su cuerpo parecían seguir un camino tan antiguo como la propia vida. Estaba acumulando grasa en las caderas. Su cuerpo iba adquiriendo unas curvas cada vez más evidentes.
«Me estoy poniendo como un huevo, para que el pollito se encuentre más a gusto dentro», se decía a sí misma.
Tenía los senos más grandes. El simple roce de la tela sobre los pezones hacía que se le pusieran turgentes y duros, una sensación a veces agradable, pero otras no. De noche, cuando no dormía, a menudo por el miedo a volver a encontrarse al fraile, mientras dejaba vagar la mente pensando en unos labios chiquititos que le chupaban la leche, la imagen se transformaba en la de Ferruccio, con unos labios muy diferentes, rodeados por aquella barba corta que la pinchaba y que le dejaba la barbilla y las mejillas rojos con sus besos. Entonces sentía un deseo que la maternidad no había borrado en absoluto, como hubiera querido. Y cuando el deseo y el recuerdo se hacían más intensos, la mano descendía por entre el suave vello y los dedos índice y corazón se abrían paso entre sus muslos apretados. Fijaba la vista en la puerta y aguzaba el oído, mientras se acariciaba lentamente, deslizando los dedos por entre su propio humor. La mano y la boca eran las de Ferruccio. Al final llegaba el momento del grito reprimido, mordiéndose los labios para evitar que el mínimo gemido, de placer o de dolor, se filtrara a través de las piedras y llegara a oídos de quien no debía entrar allí, y menos aún en aquellos momentos. Luego, satisfecha, se dejaba llevar por el sueño y se giraba sobre el costado izquierdo, como aconsejaban las monjas a las mujeres casadas bendecidas con la promesa de un hijo.
Con aguja e hilo, y las plumas del cuello de unas gallinas mezcladas con trozos de tela, se había cosido un cojín que se ponía detrás de la espalda cuando se sentaba, para aliviar los únicos dolores que le daba el niño. Para conseguirlo, había tenido que implorar a fray Marcello, explicándole que los retales eran solo para eso y no para colgarse, que no tenía ninguna intención de hacerlo. Y que sería difícil usar la aguja como arma en su contra, a no ser que pensara que era una bruja y que podía transformarla en una espada o un puñal. En ese caso, podía preguntarse por qué no había transformado ya en serpientes venenosas las hebras de paja de su jergón.
Marcello la complacía en lo que podía. Con aquella convivencia forzosa, daba la impresión de que se hubiera casado con la más caprichosa de las mujeres. Más de una vez, en sus salidas con la correa al cuello, Leonora le había casi ordenado que le diera una camisa, o el sayo, o unos calzones para que se los lavara, porque prefería hacerle de criada que soportar la peste que hacían. Y él le obedecía refunfuñando, tirándole de mala manera la ropa, que ella cogía con una sola mano, porque casi siempre tenía la otra apoyada en su espalda, dolorida.
Sin embargo, por la noche, con las velas apagadas, Marcello volvía a convertirse en carcelero. En la soledad de su catre se desahogaba como podía, maldiciendo el respeto que sentía, la educación recibida, a los poderosos y el momento que le había tocado vivir, y bendiciendo las circunstancias que le habían hecho conocer a aquella mujer. Una mujer que ni siquiera en las noches más frías se le presentaba en sus ensoñaciones, como aquellas fulanas que se fingían famélicas para acelerar la consumación, sino como un ángel, que hasta el último momento no descubría su sexo, para entregarse púdicamente y mostrarle el vientre ya preñado de un hijo suyo.
Eran muchos los frailes y ermitaños que disfrutaban de una sola mujer, criada y concubina, y a veces esposa. Él también reclamaría aquel derecho al cardenal, cuando todo hubiera acabado. Pero no quería una cualquiera: la quería a ella.
Leonora dio un respingo al oír gritar su nombre. Cuando oyó que se abría el cerrojo, se llevó las manos al vientre. Marcello abrió la puerta con violencia y se dirigió hacia ella con una manta en la mano. La echó a un lado y recogió del suelo sus harapos, aún húmedos por la lluvia. Ella sintió un escalofrío y se apoyó en la pared, con los labios temblorosos.
—¡Vete! —le ordenó—. Vete, pero escóndete en el bosque, no tomes el sendero. —La voz ronca y el desespero del fraile la asustaron, aún más que sus palabras—. ¡Tienes que irte! —le repitió Marcello—. ¡Ahora, rápido! Tres hombres a caballo; los he visto. O vienen a por mí, o a por ti, que es lo mismo.
Ella no se movió. El fraile la cogió por los hombros. El aliento le olía a vino, pero la desesperación en sus ojos era sincera.
—¿No lo entiendes? —La sacudió por los hombros—. ¡No sé quiénes son! ¡Vienen hacia aquí! No puedes quedarte para descubrir qué quieren o quién les manda. ¡Vete, vete ya! Y si son peregrinos en busca de refugio, iré a buscarte. Y te encontraré, aunque tenga que encomendarme a Satanás.
La puerta estaba abierta, con la llave de hierro aún metida en la cerradura. Fray Marcello extendió el brazo, indicándole el camino hacia la libertad. Leonora pasó por debajo, cogió la manta y salió al exterior, poniéndosela por encima para protegerse de la lluvia, que había empezado a caer con más intensidad. Atravesó el patio corriendo y se metió en el bosque, sin mirar atrás. Las zapatillas, ya llenas de agua, aplastaban las hojas empapadas. En su rostro, las gotas de lluvia se mezclaban con las lágrimas. La manta se enganchó en una rama y tuvo que detenerse a soltarla. Fue entonces cuando vio entre las ramas tres caballos que se detenían frente a la puerta de su prisión, montados por tres hombres encapuchados y con pesadas capas oscuras. Vio también a fray Marcello, que salía de la prisión, se detenía ante ellos y los bendecía con un amplio gesto del brazo.
Se agazapó, inmóvil, sentada sobre las rodillas. Se llevó la mano al corazón, como pidiéndole que latiera más despacio. La lluvia que caía sobre las ramas y las hojas le impedía oír sus palabras, pero los jinetes empezaron a rodear al fraile, montados en sus caballos. Discutían animadamente con él, que sacudió la cabeza e imploró, echándose por fin al suelo de rodillas. Leonora vio que uno de los jinetes desmontaba de un salto y se llevaba a rastras al fraile, que se puso las manos a la garganta como si se la hubieran rodeado con una cuerda o una fusta. Volvieron a montar, el caballero espoleó al caballo y este partió al galope, arrastrando el cuerpo del hombre entre salpicaduras de fango y tierra.
Leonora cerró los ojos y se llevó las manos a la boca para no gritar. Los otros se pusieron en pie sobre los estribos, para ver adónde su compañero llevaba al fraile. Cuando regresó, los caballos pasaron varias veces sobre aquella masa de fango y sangre. Cuando quedaron satisfechos, los tres, a un gesto de su jefe, partieron al galope, en dirección contraria al camino por el que habían llegado.
Leonora esperó en silencio un buen rato, escuchando atentamente. Ya casi había dejado de llover y solo caían unas gotas que el viento arrancaba de las hojas del laurel tras el que se había escondido. Marcello seguía allí, tendido en el suelo, inmóvil. Era o había sido su carcelero, su guardián, la persona que la había separado de Ferruccio y se la había llevado a la fuerza a aquel páramo, lejos de todo. Incluso había intentado usar con ella la peor de las violencias. Sin embargo, en aquel momento, sintió a la vez piedad y horror.
—Llévale siempre el ungüento al herido, aunque sea tu enemigo —solía decir su abuela después de cada fábula, cuando, sentada junto al fuego, la llamaba para que fuera a su lado antes de enviarla a dormir—. Sucederá un milagro, porque la verdadera oración se esconde en las buenas acciones.
Leonora, con sumo cuidado, atravesó la extensión de bosque que la separaba del patio que se abría frente a su prisión. Del rostro del fraile, convertido en una máscara de sangre, colgaba un ojo, aún unido a la órbita por un filamento blanquecino. Por una mejilla, tras la carne arrancada se le veía el interior de la boca y los dientes rotos. Ella hizo un esfuerzo por no desmayarse, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas. El sayo, levantado casi hasta las ingles, dejaba al descubierto las piernas destrozadas, que junto al rostro eran la parte que había resultado más dañada. Vio que aún respiraba. Dio las gracias, al Cielo o a la naturaleza, no importaba. Fue a buscar agua a su celda y volvió junto al fraile. Intentó levantarle la cabeza y darle de beber, pero él apretó los labios y la voz le salió, junto a la respiración, por la mejilla abierta.
—Gracias —dijo—. Pero ahora vete. Pueden volver.
—Marcello…
Era la primera vez que lo llamaba por su nombre, y supo que también sería la última. Cuando el dolor abandona el cuerpo, es señal de que este deja de reaccionar. Como fraile, había llorado frente a un enfermo grave, al ver su repentina recuperación, porque sabía que en breve entregaría su alma a Dios. O a quien fuera.
—Escúchame, no hay tiempo, podrían volver. Te buscan a ti. Creo que quieren matarte, aunque no sé si por orden de mi señor o de otros. Eso poco importa.
Para escuchar sus susurros, Leonora tuvo que agacharse hasta casi tocar aquel amasijo de carne que hasta unas horas antes le había inspirado temor y odio, y por el que ahora solo sentía aprensión y compasión.
—Toma el camino por el que han venido ellos; una milla más allá, encontrarás una bifurcación. Gira a la izquierda. Antes de que anochezca, deberías llegar a la parroquia de Cintoia, cerca de un castillo con una torre alta. Allí está mi hermano, Mariano. Pregunta por él y dale este anillo de hierro; lo reconocerás, él tiene uno igual. Dile que te lleve a Florencia, con Savonarola; él es el único que puede protegerte de quien te quiere hacer daño.
—No puedo, tengo el niño… y tú estás mal.
—¡Vete! —dijo, con un soplo de aire que le llegó al rostro—. Dentro de poco yo estaré bien, y tu hijo caminará contigo.
—Puedo cuidarte, conozco hierbas que…
—Mujer, tus hierbas no resucitan a los muertos, a menos que seas bruja, pero en ese caso ya me habrías matado hace tiempo. Lo habría preferido.
Leonora retiró la mano que tenía apoyada sobre el fraile y se dio cuenta de que estaba empapada en sangre. A través de un jirón en el sayo vio una amplia herida de la que salía un trozo de intestino. Se quedó con la mano en el aire. Se levantó, cogió una piedra y la colocó a modo de almohada bajo la cabeza del fraile; luego cruzó dos ramitas sobre su pecho, a modo de cruz. Por primera vez sintió en el vientre lo que le habían explicado tantas veces: su hijo le había dado una patadita.
—Sí —le dijo—, vámonos.
Fray Marcello la siguió con el ojo sano. Apenas podía ver la imagen descompuesta de la mujer en el horizonte. Le pareció que se alejaba demasiado despacio. Intentó levantar la cabeza, pero al volver a mirar Leonora ya había desaparecido. Más sereno, cerró los párpados y, finalmente, después de tantos años, se encomendó a Dios.