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Florencia, 20 y 21 de diciembre de 1497
El corazón de Zebeide dio un vuelco cuando lo vio inmóvil en la cerca. Se precipitó al exterior y se le echó a los pies, abrazándole por las rodillas, llorando y gimiendo que por fin el hijo de Dios que estaba a punto de nacer había escuchado sus oraciones. Ferruccio le acarició el cabello y, sin protestar, dejó que le llamara señor. Cuando acabó de enjugarse las lágrimas con un trapo que le dejó dos rayas de suciedad en los pómulos, Zebeide miró a su alrededor. Vio a un cojo y a una joven. El rostro se le ensombreció. Torció el gesto y miró a Ferruccio.
—¿Y la señora?
—No lo sé, por eso he regresado. Ellos me ayudarán.
Zebeide se puso en pie e hizo una reverencia y esbozó una sonrisa a Gua Li y a Osmán.
A ella le daba igual, mientras se mantuvieran en su sitio: aquella era una casa honorable, y si tenían intención de ayudar a su patrón, que tan bueno era con todos, serían bienvenidos. Ella no bajaría la guardia: no parecían ladrones disfrazados, pero, aunque era cierto que el hombre no podría llegar lejos con aquellas piernas, los ojos de la mujer dejaban claro que había algo que no le importaría llevarse de aquella casa, y no era precisamente la escasa plata de su interior. A los hombres, hasta los mejores, como su señor, había que mantenerlos alejados de las faldas, porque las féminas dominan las artes del demonio y pueden hacer que uno acabe pecando antes incluso de que se dé cuenta. Ella lo sabía muy bien. Recordó con una sonrisa que, en sus tiempos de juventud, más de un joven había tenido que ir a confesarse por su culpa.
Florencia había cambiado para peor, si es que eso era posible. Allá por donde pasaran los guardias uniformados de la Señoría, cerraban las tiendas y las mujeres solas pedían desesperadamente hospitalidad en las casas. A la entrada de cada barrio montaban guardia hombres armados de espadas y de garrotes, fueran de los Piagnoni o de los Palleschi, pero también de una tercera facción, los republicanos, que soñaban con el retorno a las antiguas tradiciones de la ciudad. Con aquel clima de sospechas y de conjuras, los muertos se contaban por centenares en los tres bandos, entre nobles y gente del pueblo. Recorriendo las posadas de la ciudad, Ferruccio se enteró de la ejecución de muchos nobles, de las familias de los Ridolfi, los Pucci, los Tornabuoni y los Cambi, entre otros. Incluso Bernardo del Nero, que tan fiel se había mostrado al fraile, había muerto por orden suya. Ya no era la oscura República de Cristo; aquello se había convertido en el reinado del terror.
Rezó para que al menos Pierantonio Carnesecchi siguiera vivo; estaba allí por él, era el único que podía llevarle hasta Leonora. Si se negaba a ayudarle, lo mataría: un muerto más pasaría desapercibido. Al llegar a Florencia, el dolor había dejado paso a la rabia. La esperanza casi había desaparecido. Y muerta la esperanza llegó también el deseo de morir. No tuvo reparos en preguntar por ahí dónde vivía Carnesecchi, el del Consejo, ya que eran muchos los que llevaban ese apellido y pocos los que conocían su nombre. Y si alguien le preguntaba para qué, levantaba la capa y mostraba la empuñadura de la espada. Y que fueran a avisarle: la presa que tiene miedo comete fácilmente más errores. Ferruccio se sentía un cazador.
Tras la torre della Pagliuzza, sobre el umbral del portalón, le habían dicho que vería un ternero esculpido. Y también le habían sugerido que se mantuviera en guardia. Empujado por la rabia que le consumía por dentro, se precipitó a la oscuridad del pórtico y se encontró ante una hoja fina apuntándole al pecho y otra más ancha a su espalda.
—¿A quién buscáis? —dijo la voz a sus espaldas.
—A Cristo, toda la vida.
—Pues lo habéis encontrado, dispuesto a acogeros en sus brazos.
—Antes que a él, no obstante, querría ver a Pierantonio di Francesco Carnesecchi, si es que eso no es delito.
La hoja del pecho bajó, pero permaneció en guardia. De la sombra emergió un brazo y luego un rostro, desconocido, que lo escrutó. La punta de la espada cayó hasta la altura de sus botas.
—¿Caballero de Mola?
Zebeide corría arriba y abajo, invocando sin cesar a toda la lista de santos protectores de la casa.
Antes de cerrarla debía asegurarse —era su deber y su responsabilidad— de que no quedara ningún fuego encendido, que las provisiones estuvieran fuera del alcance de los ratones (aunque hacía tiempo que no se veía ninguno), que las sábanas colgadas en el desván, aunque rígidas por el frío, estuvieran secas, o cogerían moho. Llegado el momento, Ferruccio la cogió a peso y la subió al caballo más robusto y paciente. Y no fue breve ni sencillo explicarle cómo empuñar el cuerno para mantenerse derecha, así como que debía tener los pies bien apoyados en aquella tabilla de madera. Cuando la observó, rígida como una estatua, sintió compasión. Que los recibieran el fraile o el papa para ella era lo mismo; tal era la fama de Savonarola y la sensación de respeto y temor que infundía sobre los más humildes, y no solo sobre ellos.
Según los dos caballeros que le habían perdonado la vida, la orden de conducirlo ante el mismo Savonarola incluía también a la criada. El motivo no lo conocían ni ellos mismos; solo sabían que, si estaba vivo, antes o después pasaría por casa del confaloniero. De haber querido, lo habrían matado allí mismo, pensó Ferruccio. Y vivir y morir con la espada en la mano y por un fin justo tampoco era tan indigno. Quizás incluso hubiera deseado aquella muerte cuando el fraile le comunicara que Leonora había muerto. Aunque saber que estaba a punto de recibir una noticia le hacía mantener un hilo de esperanza, Ferruccio ya se había resignado.
El monje les esperaba sentado ante su escritorio, austero como el resto de la estancia. Tenía los pies descalzos, rojos del frío, pero el fraile no temblaba. No se puso en pie para abrazar a Ferruccio, como habría hecho en otro tiempo; simplemente le preguntó en voz baja a uno de sus dos acompañantes quiénes eran el hombre y la mujer que iban con él y con la criada. Ferruccio lo entendió.
—Ninguno de ellos es cristiano. El hombre es hijo del islam; la mujer es la portadora de un mensaje de amor que os costaría entender.
—Veo que no has cambiado, Ferruccio, pero allá donde haya amor y justicia está Dios. Dejadnos solos —dijo después a los dos caballeros— y que Dios os bendiga.
El fraile esperó a que desapareciera el ruido de sus pasos por el claustro del convento. Con las manos tras la espalda, se dirigió hacia la única ventana de la gran sala, de la que emanaba una luz gris. Se quitó la capucha, dejando a la vista una amplia tonsura con el borde salpicado de gris. Se giró mínimamente y Ferruccio pudo verle el pómulo, aún más prominente por contraste con el hoyuelo de la mejilla, y la nariz aguileña, que parecía no tener carne.
—Leonora… —dijo el fraile.
A Ferruccio le faltó el aire.
En un instante pasó ante sus ojos su vida con ella, desde el primer encuentro en Roma hasta aquel día maldito en la iglesia de San Marco, cuando la raptaron. La vio oscura y demacrada, en un ataúd, con un lirio entre los dedos cruzados. La vio corriendo a su encuentro, con los brazos abiertos y la más bella de sus sonrisas.
—Está viva —prosiguió el fraile—. Está bien. Está aquí, en Florencia.
Ferruccio se dejó caer sobre la silla, con los puños apretados contra la frente. Gua Li alargó el brazo en su dirección, pero, al mirarla Osmán, lo retiró. Al fraile no le pasaron desapercibidos ninguno de los dos gestos.
—Gracias, fray Girolamo —murmuró Ferruccio—. Habladme de ella, os lo ruego.
El fraile se acercó y apoyó su huesuda mano en el hombro de Ferruccio.
—¿Estás seguro?
—¿Qué queréis decir? —dijo, levantando la mirada hacia él—. Habéis dicho que está bien.
—Precisamente por eso. Ahora Leonora está serena. Es una mujer fuerte. Quizás incluso demasiado, pues a veces no sabe estar en su sitio. Lo sabes muy bien. Podrías turbarla, hacerle daño; tu imagen se refleja perfectamente en el espejo de tu alma.
—Yo… no entiendo.
Pero sí comprendía. Una vez más supo que había traicionado el juramento con un acto de voluntad: la niebla en la que estaba sumergido el recuerdo nunca bastaría para eliminar ni la memoria ni el hecho en sí. El fraile le había leído la mente, había abierto las puertas de su alma de par en par y lo había enfrentado a sus dudas. No se trataba de escoger entre Gua Li y Leonora, sino de comprender si aún era capaz de darse por completo a la mujer con la que había decidido compartir alegrías y tristezas para toda la vida.
—Sois un hombre terrible, fray Girolamo. Entiendo perfectamente por qué os llaman puro y os odian a la vez. —Levantó la mirada y lo escrutó—. Vos levantáis el velo a las conciencias y las despertáis de su sueño. También Giovanni Pico lo hacía, ¿recordáis? Pero él aliñaba con aceite, y vos con vinagre. Quizás esa sea la diferencia entre el justo y el santo.
Savonarola se cruzó de brazos, apoyando los codos sobre las manos.
—¿Así pues?
—Quiero verla, aunque sea lo último que haga.
—Así sea —dijo el fraile, y tocó una campanilla.
Entró una monja, que le indicó a Ferruccio con un gesto que la siguiera. Él se detuvo un instante en el umbral, pero luego reemprendió el paso tras la mujer, que ya se había alejado en compañía de Zebeide. Osmán, con la cabeza gacha, contemplaba sus piernas deformes, mientras Gua Li sostenía la mirada al fraile, en un silencio perfecto. Entablaron un largo diálogo silencioso, hasta que alguien llamó tímidamente a la puerta y los interrumpió. Entró un monje con paso ligero, encendió un candelabro y desapareció. Gua Li percibía en Savonarola un aroma parecido al de las bayas secas de los gojis de las nieves, dulce y amargo. El olor del guerrero que combate, pero que, al mismo tiempo, desea la paz. El fraile irguió el torso por encima de la mesa.
—¿Cuál es vuestro dolor? —le preguntó.
—La espera, el no saber, la ausencia.
—La respuesta está en las manos y en la misericordia de Dios, que vos negáis.
—¿Cómo podría negar el espíritu, tenga la forma que tenga, si está en el hombre?
—Estoy de acuerdo, pero el hijo de Dios nació con este fin, para reconducir hacia el Padre al hombre, que estaba perdido.
—Yo conozco otra historia y he venido aquí para traer una palabra de amor, que siempre cambia al hombre y lo transforma en un ser mejor.
—Os escucho, pues. Quizá nuestros caminos sean diferentes, pero conduzcan en la misma dirección.
—Eso es lo que dice Ada Ta.
—¿Y ese quién es?
—La persona cuya ausencia lamento.
El fraile cruzó los dedos de las manos y apoyó el mentón en los dos pulgares. La voz de la mujer lo turbaba, porque si hubiera podido escuchar la de la Virgen, estaba seguro de que no sería muy diferente. Con la sandalia de cuero se aplastó el dedo meñique del pie para castigarse por tamaña blasfemia. Quizá tuviera delante al diablo, o a una santa. A veces eso era tan difícil de saber cómo complicado era distinguir la frontera entre la locura y una sabiduría excepcional. Si escuchaba, Dios le ayudaría a reconocer la diferencia.
—Habladme de ese mensaje de amor del que sois portadora.
—Es una historia muy larga.
—También con una sola rama se puede reconocer el árbol.
María, a la que ya muchos llamaban Magdala para no confundirla con la madre de Jesús, siempre buscaba el bien de Yuehan. Pero el muchacho, que ya superaba en altura a muchos hombres, la rehuía, aunque con amabilidad y sin hacerlo evidente. No obstante, no era eso lo que más la hacía sufrir. La popularidad de Jesús era tal que allá donde fuera lo llamaban «el viento del desierto», porque la arena de sus palabras entraba tanto en las casas más resguardadas como en las almas más rígidas. Y en todas partes le acogían como el hombre que profetizaba Isaías, el ángel vengador que, impregnado del espíritu divino, liberaría al pueblo de Palestina del yugo romano. Jesús a menudo les confiaba sus dudas y sus temores; la gente no entendía aún que el primer objetivo era el de la solidaridad común, si es que esperaban obtener algún resultado. En cambio estaban divididos —zelotes, esenios, galileos, judíos— y cada uno de ellos reivindicaba su hegemonía y aclamaba a Jesús como su salvador.
—Creen en mí no por lo que digo, sino por mis prodigios, que llaman milagros, y es con ellos con los que esperan encontrar el camino de la rebelión. No obstante, la única rebelión verdadera es la de las conciencias, a través del amor. No quiero reemplazar una ley por otra, ni que piensen como yo. Seguir las reglas de nuestros padres o criticarlas no es ni correcto ni incorrecto; basta con que en la elección no haya imposiciones.
—Necesitan un guía.
—Cuando un pueblo pide un guía, significa que renuncia a su propia libertad. Los hombres pasan, yo pasaré, y así las cosas en las que creo. Las leyes cambian con el tiempo, la justicia es eterna.
—Eso que dices es herejía —la interrumpió Savonarola—. Los ebionitas fueron condenados por sostener eso precisamente.
—No los conozco. Yo no soy más que una discípula sin su maestro —respondió Gua Li—. Pero él me ha explicado que «herejía» significa «elección», y que a quien elige en libertad se le llama hereje. Es una bonita palabra. Transmite justicia y amor. Pero no quiero ofenderos de ningún modo. Si queréis, lo dejo aquí.
—Sigue. Será como en el confesionario, cuando por amor a Dios se escuchan los pecados más graves.
Hacía tiempo que los ojos de los espías del Gran Sanedrín escrutaban desde la sombra las acciones de aquel hombre. Los escribas anotaban escrupulosamente cada denuncia, y a su vez la transmitían a los ancianos y a los sacerdotes. En público, estos lo denigraban tratándolo de charlatán, pero en el interior de los consejos lo calificaban de peligroso subversivo de la ley. Y en privado, en sus conciencias, envidiaban su fama y el poder que había conquistado entre el pueblo.
El sumo sacerdote Yosef bar Kayafa estaba sentado en el centro del aula de la piedra cuadrada, frente al semicírculo en el que discutían animadamente los otros sacerdotes. Dirigió primero una mirada a su suegro, Anán ben Seth y, tras obtener su asentimiento, ordenó que se hiciera el silencio. Los dos secretarios que tenía al lado contaron los sanedritas presentes, que resultaron ser más de veintitrés: la sesión era válida.
—Hablo también en nombre de otros —dijo Nakdimón ben Gurjón, levantándose de su escaño—. Este hombre ya ha dado muchos indicios. Si le dejamos actuar, todos creerán en él y los romanos destruirán nuestra nación y todos los lugares santos. Sin embargo, no se le puede condenar sin juicio, y sus culpas no parecen otras que estar de parte del pueblo, que nosotros representamos.
—Ya hemos discutido mucho entre nosotros —dijo Kayafa, haciéndole un gesto al secretario a su derecha—. Hoy es día de legislar.
—Nakdimón tiene razón —dijo un sanedrita sin levantarse del sitio.
—¡No entendéis nada! —replicó Kayafa elevando la voz—. Aunque así fuera, es mucho mejor que muera una sola persona que toda una nación.
José de Arimatea se puso en pie y se sacudió pesadamente el polvo de la larga túnica de lana negra.
—El Sanedrín no puede promulgar leyes; solo puede aplicarlas.
El sumo sacerdote se ruborizó.
—Yosef bar Kayafa quería decir que hay que pronunciar una condena contra Jesús —intervino Anán—, porque él no respeta las leyes sagradas.
—¿Sin procesarlo siquiera? ¿Ni escuchar su defensa? Eso es subvertir la ley. ¿O quizá Kayafa quería decir eso precisamente, promulgar una nueva ley para evitar someterse a la anterior? Así es como actúan los tiranos.
—Basta ya. Conocemos tus simpatías —le dijo Anán a José—. Debatiremos, y si no estás de acuerdo, vota en contra.
Cuando los secretarios acabaron el recuento de votos de los veintisiete presentes, Gamaliele, presidente del Sanedrín, se puso en pie.
—Veinticuatro a favor de la condena; tres a favor de que sea absuelto. Que se ordene su detención.
En el viaje de regreso a Arimatea, José lamentó no tener una mujer a la que confiar sus dudas, si era legítimo rebelarse ante una ley injusta o si sería más correcto aceptarla, como contaba el griego Platón a propósito de Sócrates, que pudiendo huir no lo había hecho y había decidido beberse la cicuta.
—Los judíos asesinaron a Cristo Salvador. Sobre ellos pesará por siempre esta condena. No obstante, sin su sacrificio, no habría habido redención, y, por tanto, tampoco salvación… —Savonarola parecía hablar más consigo mismo que con Gua Li—. Con el fin de cumplir su voluntad —prosiguió el monje, esta vez apuntando con el dedo hacia el cielo—, Dios armó la mano del Sanedrín. Prefirió sacrificar a su único hijo por el bien de la humanidad. Igual que estaba dispuesto a hacer Abraham.
—Sin embargo, una madre nunca mataría a su propio hijo. Mi maestro dice que la vida es sagrada, que es el propio objetivo de la existencia, no un medio para otros fines. Y si Dios fuera madre, quizá no…
—¡Calla! No digas… herejías. Dios es… Eso es… un misterio. No está a nuestro alcance saberlo. No, sigue, quiero saber más de tu Jesús. Será mi cilicio.
La noticia, envuelta en gran secreto, salió del templo y, como la niebla de la tarde, rebasó silenciosa las murallas de Jerusalén, se extendió por sus llanuras, ascendió las montañas de Efraím y llegó a Galilea, hasta alcanzar Gamala, donde Jesús la oyó por boca de sus hermanos, antes incluso que el despacho y la orden de detención llegaran a la guarnición romana.
—Debes esconderte un tiempo —opinó Judas—. Al menos hasta que los romanos se cansen de buscarte.
—No creo que sirva para nada. Vendrán a buscaros a vosotros, a mi hijo, a nuestra madre y a María. Tengo que plantarles cara.
—¿Y cómo? Por lo que sabemos, ya te han juzgado. Quizá la única solución sería llamar al pueblo para que te defienda.
—No —dijo Jesús con firmeza—. Ahora escuchadme vosotros. Sabíamos que pasaría: cuando se incordia a un perro, antes o después se revuelve y muerde. Pero no me arrepiento; las semillas que he lanzado no se perderán. Ahora me toca a mí ser coherente. El odio no cesa con el odio, nunca; el odio cesa con el amor: es una ley eterna. Dejad que me prendan; sabré cómo defenderme.
Esa noche Jesús dirigió su pensamiento a Ong Pa, su maestro, rogándole que le ayudara a ser fuerte, a no traicionar sus propias ideas y a proteger a sus seres queridos.
María suplicaba al Dios de Abraham que lo salvara.
—Ven —le dijo después.
Juntos se encaminaron por un sendero que descendía hacia el lago y se detuvieron bajo la gran copa de un sicomoro a observar la estela de plata que se reflejaba sobre las aguas tranquilas. María le cogió el rostro entre las manos, lo miró y vio cómo se rompía su futuro. Él no vio sus lágrimas, y fue dulce como siempre. Se abandonó sobre ella.
—¿Te peso? —le preguntó, prudente.
—No —le respondió ella, cubriéndolo con sus brazos—, porque, aparte de la carne y los huesos, tienes un alma ligerísima, que es justa y buena.
—A lo mejor me sientes liviano porque tú me haces volar.
Cuando sus cuerpos fueron uno solo…
—¡Blasfemia! —gritó Savonarola—. ¡No sabes lo que dices!
El monje se tapó los oídos y frunció los labios. La rabia le impedía hablar. Hasta que vio que Gua Li y Osmán se levantaban y salían de la estancia no liberó el aire que tenía en los pulmones. Cerró la puerta con llave, sacó del bargueño el látigo de cuero y se flageló la espalda hasta caer exhausto de rodillas.