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Estambul, palacio del Serrallo, sala del Trono, 1 de mayo de 1497

En el salón del trono, Beyazid II, hijo de Mehmed el Conquistador, había congregado a los embajadores de los diferentes países. Si su padre había sido el líder guerrero del islam, él sería recordado por haber traído paz y prosperidad a su pueblo. Del mismo modo que había un tiempo para morir y otro para vivir, también había un tiempo para las armas y otro para las artes, tal como él mismo solía decir, parafraseando el sagrado Pentateuco. Aquel día se dedicaría a la música religiosa y a la celebración de su cumpleaños, que aquel año caía precisamente en el mes del Ramadán que estaba a punto de empezar. La ceremonia aún no había empezado y una pequeña multitud heterogénea y variopinta llenaba ya la sala. Ada Ta y Gua Li entraron, recibidos por miradas curiosas, a causa de sus ropajes de corte sencillo pero de llamativos colores. Gua Li pasó un momento de angustia cuando se vio obligada a alejarse de Ada Ta, pero era preceptivo que hombres y mujeres estuvieran separados. Ella se encontró en un rincón de la sala, junto a una mujer alta, austera, con los ojos cubiertos por un velo negro y un yihab adamascado con medias lunas rojas que le envolvía la cabeza y le caía sobre los hombros. Ada Ta no tuvo tanta suerte; a él le tocó la primera fila, casi frente al trono, el mismo honor que habían corrido los más feroces rivales del sultán, los venecianos, cuyo parloteo no respetaba la etiqueta de la corte.

Antonio Grimani, enviado de la Serenísima República de Venecia, se dirigió por enésima vez a su vecino:

—¿Cuándo acaba la ceremonia?

—Excelencia —le susurró pacientemente Sebastiano Barbarigo—, acaba de empezar. El muecín del sultán acaba de recitar diez versículos del Corán.

—¿Y esos tambores? ¿No indican que están a punto de colgar a un condenado? No veo la horca.

El dux Agostino, tío de Sebastiano, le había pedido explícitamente que fuera amable con aquel hombre anciano y obtuso, uno de los pocos que se habían mostrado dispuestos a aceptar el arriesgado puesto de legado de la República en Estambul. Los últimos años, las relaciones con Venecia habían empeorado. El sultán Beyazid II se había ofendido por el comportamiento del anterior embajador veneciano, en cuyos despachos cifrados, que él robaba regularmente, había encontrado indicios de complots en su contra, y lo había expulsado. Aunque, en la medida de lo posible, le convenía mantener una buena relación, para favorecer el comercio y evitar una guerra de futuro incierto. Las nuevas fronteras con el mundo cristiano en Bulgaria, Tracia y Macedonia, obtenidas con las victorias de su padre, no estaban asentadas.

—No estamos en Venecia, excelencia —respondió Barbarigo—. En el palacio del Serrallo no cuelgan a la gente. Los tambores solo señalan la llegada de los bailarines. Mirad, están entrando.

Ada Ta dejó de escucharlos y siguió con la mirada la entrada de los bailarines. Un ney, una larga flauta de hueso, empezó a entonar una melodía dulcísima. Grimani resopló, y Barbarigo se vio obligado a reprenderlo una vez más.

—Disculpad, excelencia, pero se trata de una ceremonia sacra. ¿Lo veis? El sonido del ney representa el aliento divino que da la vida a todos los seres humanos.

—¿Y esos ahora van a bailar? ¿Con esas capas?

Sin apartar la mirada de los bailarines, Ada Ta se dirigió al noble veneciano:

—No, excelencia. La capa negra que llevan representa la ignorancia de la materia; debajo visten una túnica blanca, como un sudario, símbolo de la luz y de la muerte.

Grimani se lo quedó mirando, perplejo, y se tocó los testículos, algo que hacía incluso cuando asistía a misa, cada vez que oía pronunciar la palabra «muerte». Barbarigo miró tímidamente a aquel invitado desconocido de rasgos orientales. El músico que tocaba el ney interrumpió la melodía y el bailarín que estaba al frente del grupo, que se distinguía de los demás por su turbante verde, abrió los brazos como si quisiera abrazar a todos los presentes.

—Ven —dijo, levantando la mirada al cielo—. Quienquiera que seas ven. ¿Eres un ateo, un idólatra, un pagano? Ven, este no es un lugar de desesperación; aunque hayas faltado cien veces a una promesa, ¡ven!

—Ahora —prosiguió Ada Ta— les besará el gorro de fieltro marrón, que simboliza la lápida mortuoria.

Grimani se tocó de nuevo, palideció. Los bailarines se distribuyeron a lo largo de la sala, mientras su maestro se sentaba sobre una piel de carnero rojo y daba una palmada con las manos sobre el suelo de mármol verde. Entonces los derviches echaron las capas hacia atrás y también dieron con las manos en el suelo. Y empezó la danza.

Del mismo modo que los planetas trazan órbitas alrededor del Sol, los bailarines giraban vertiginosamente sobre la pierna izquierda, sin levantarla en ningún momento del suelo. Tendían los brazos hacia el exterior, con la palma de la mano derecha orientada hacia arriba, para que el poder del Cielo entrara en su cuerpo, los atravesara y se descargara en el suelo a través de la palma de la mano izquierda, orientada hacia abajo. Dios estaba en su interior y, a través de la danza giratoria, los derviches se disponían a alcanzar el éxtasis místico. El sonido rítmico y obsesivo de los davules, los tambores de piel de cabra, endulzado por la armoniosa melodía del ney, estaba llegando a su fin, cada vez más rápido y trepidante, y los derviches más jóvenes cayeron al suelo. Cuando cayó el último de los bailarines, Beyazid II se puso en pie y sonrió. Llevaba el color del islam, una rica túnica verde adamascada en oro que le llegaba a los pies, y una casaca negra rematada con precioso armiño. Del gran turbante blanco, prendido con un broche que llevaba un gigantesco rubí engarzado, salía un rico penacho de un negro intenso.

Bismillah ar rahmani ar rahim, en el nombre de Dios, el Clemente y el Misericordioso —declamó Beyazid—. Sea la paz y la bendición sobre el profeta Mahoma, bendito sea su nombre, y sobre todos… mis nobles invitados. Es un placer para mí recordar, a quien no tiene la suerte de conocer la fe, que islam, además de obediencia y sumisión a Dios, significa también paz. El enviado de Dios, Mahoma, bendito sea, nos ordenó honrar y recibir con un saludo de paz a nuestros invitados, y por ello dijo: hombres, defended la paz, ofreced alimento, visitad a vuestros familiares y rezad de noche, mientras la gente duerme. Y entraréis en paz en el Paraíso.

Beyazid se tocó en rápida sucesión el corazón y los labios con la mano derecha y agachó un poco la cabeza. La ceremonia había concluido oficialmente, y el sultán se preparó para recibir los preceptivos regalos de los presentes. Se formaron los primeros corrillos y los embajadores y comerciantes aprovecharon para hablar de negocios, sin necesidad de que ninguna de las partes hubiera pedido audiencia a la otra. Gua Li consiguió abrirse paso hasta Ada Ta, que seguía entre los hombres.

—No creo que hoy el sultán tenga tiempo de escucharme.

—Es el pez el que decide cuándo morder el anzuelo, y llegado el momento el pescador solo tiene que tirar de la caña. Observa, hija mía, lo débil que es el poder, que siempre necesita quien vaya a exprimirlo. La vaca muge y se lamenta si no va nadie a ordeñarla y vaciarla de leche.

La mujer del velo negro y las medias lunas rojas fue la primera en acercarse al sultán. Durante todo el rato que la había tenido cerca, Gua Li había percibido un olor desagradable, de setas podridas.

—Es Faiza Valide, la esposa de Beyazid —le susurró Ada Ta—. Es una princesa de Circasia.

Cuando se inclinó frente a su marido, la decena de anillos de oro que colgaban del yihab tintinearon. Era su deber religioso rendir tributo públicamente ante su esposo. Era considerada la más devota de las mujeres musulmanas del Serrallo, e incluso en aquella ocasión iba acompañada de un gigantesco eunuco que llevaba siempre consigo un ejemplar miniado del Corán. A un simple gesto de ella, le leía una de las ciento cuatro suras, escogida al azar, como manifestación de la voluntad del propio Alá en aquel día y a aquella hora.

El sultán hizo intención de acariciarle el rostro, pero, ante la mirada de todos, ella se echó atrás.

—¿Por qué hace eso? —se extrañó Gua Li.

Ada Ta se tapó la boca con la mano para que nadie más le oyera:

—Beyazid el Justo mató a su padre, y ella era su favorita. Así es como conquistó el trono.

—¿Y tú cómo sabes estas cosas?

—Hago preguntas, igual que tú.

Faiza sentía que todos la miraban, y se sintió aún más orgullosa de su gesto. Estaba en su derecho, lo había dicho el Profeta: podía negarse a que él la tocara. Con el asesinato de su padre, su esposo se había convertido en un descreído, un kâfir. Al echarse atrás permitió que el gran visir Abdel el-Hashim pudiera acercarse a su soberano. El visir cogió un extremo de la túnica del sultán y lo besó, arrodillado a sus pies. Luego les tocó a los hijos del sultán el turno de postrarse ante su padre, que reconoció solo a algunos de ellos. Cansado y aburrido con la interminable procesión, Beyazid se sentó en el imponente trono con baldaquino, cubierto de piedras preciosas y con incrustaciones de oro y madreperla. En la parte superior, colgada de un cordón de seda, había una enorme esmeralda verde que se movía a cada soplo de aire y que parecía emitir rayos divinos sobre la cabeza del monarca.

—Aquel es el símbolo del islam —dijo Ada Ta, señalando la esmeralda con un gesto de la cabeza—. Quien ose acercarse a esa piedra se juega la cabeza.

En aquel momento, Gua Li se giró hacia un jenízaro que asía nerviosamente la empuñadura de su cimitarra. La elegancia de sus ropas, desde los ricos pantalones anchos a la ancha faja de seda con que los llevaba sujetos a la cintura, reflejaban su grado de jefe de la solaq, la milicia personal del sultán durante los viajes y las ceremonias.

—Percibo olor a muerte.

Gua Li le apretó el brazo. Ada Ta cerró los ojos un momento. Ante ellos, Antonio Grimani avanzó tambaleante e insinuó una leve reverencia que imitó toda la delegación cristiana. Las calzas de terciopelo violetas estaban raídas por varios puntos, sobre todo por la zona de la bragueta, roja, lo que hacía destacar aún más los genitales. Sobre la sencilla capa corta, con las insignias de almirante, Beyazid vio el collar de oro de la orden de los caballeros de San Giovanni, símbolo de sus más acérrimos enemigos. Sin aquel collar en el cuello, el noble veneciano parecería un pedigüeño cualquiera al que dar la zakat, la limosna ritual, tercer pilar del islam. El sultán pidió que le trajeran un zumo de naranja, que fue bebiendo a sorbos, sin prisas. El criado quedó a la espera, a sus pies. A un gesto del sultán se llevaría el vaso con los restos del zumo a la cocina y a escondidas apuraría ávidamente las gotas restantes, por el mismo sitio por donde había apoyado los labios el gran padre.

La última en presentarse fue la delegación judía. Desde que Beyazid había concedido hospitalidad y trabajo en sus tierras a los sefardíes expulsados de España, habían llegado a Estambul más de cien mil, pero en ningún momento se habían mezclado con el resto de la población. Tenían sus barrios, su curioso modo de vestir y de peinarse, y parecían todos pordioseros, salvo alguna excepción. Quizás aún tuvieran miedo de mostrarse demasiado por ahí, como ocurría en otros lugares tras la diáspora. Privados de todos sus bienes por los catolicísimos Fernando e Isabel, los judíos habían llegado a Estambul, pobres y hambrientos, pero con mucho que aportar a la artesanía, las finanzas y el comercio. El estado de dhimmi, de sometidos, les permitía vivir en paz siempre que pagaran la jizya, el justo tributo, que no portaran armas ni testificaran contra un musulmán. Por lo demás, podían vivir de acuerdo con su propia religión y, tal como rezaba el viejo hadith, el creyente que infringiera este pacto «ni siquiera olería la fragancia del Paraíso».

Beyazid vio que se acercaba Jehudá Caro, el líder de la comunidad judía. Si no hubiera sido por su cabello y por aquel casquete blanco, el viejo rabino parecería un sabio ulema. Lo conocía también por su infatigable locuacidad, y en aquel momento lo único que esperaba era que no le hiciera perder demasiado tiempo con sus discursos sobre la paz y el agradecimiento, que se sabía de memoria, entre otras cosas porque no veía el momento de dirigirse a la parte más secreta del harén, donde le esperaba una nueva adquisición.

—Gran sultán… Baiazet, nuestro dios te manda todas sus bendiciones y sus deseos de felicidad para el día de tu cumpleaños.

Jehudá Caro, pese a hablar sin ningún acento la lengua sacra del Profeta, bendito sea su nombre, aún no había aprendido a pronunciar correctamente el nombre del soberano.

—También nuestra comunidad, a la que proporcionas asilo y protección, ha querido rendirte homenaje, y me ha encargado a mí, su humilde servidor, que te ruegue que aceptes este modesto regalo, elaborado por nuestros mejores orfebres.

Beyazid olvidó enseguida cómo le había destrozado el nombre y, pese a estar acostumbrado a las joyas más recargadas, se quedó asombrado. Lo que le presentaba el judío con humildad era una miniatura perfecta de la basílica cristiana de Santa Sofía. Era demasiado bonita para ser demolida, como todas las demás, por lo que ahora se llamaba Gran Mezquita, solo superada en tamaño por la de la Meca. Sobre una base de esmeraldas, cuatro altos minaretes de un alabastro con un fino grabado enmarcaban un mosaico de granates que imitaba los ladrillos rojos de la estructura original, con el techo recubierto de escamas de obsidiana. Hasta los vitrales de colores de la mezquita, con las vueltas de plomo, habían sido imitados con una filigrana de oro finísima. Era un trabajo que había llevado meses, y en el que los orfebres judíos habían querido demostrar toda su maestría y su agradecimiento al sultán turco que los había acogido.

Jehudá Caro estaba sudando del esfuerzo que le suponía sostener la preciosa escultura, y soltó un suspiro de alivio cuando Beyazid extendió los brazos para recoger su regalo. En aquel momento, Ibn Said, el jefe de los jenízaros de la corte, pasó por encima de los derviches tirados por el suelo y empujó violentamente al suelo al viejo Jehudá Caro. Al mismo tiempo se sacó de la manga un puñal con la punta curvada y se lanzó contra el sultán. Su grito resonó en toda la sala.

—¡Muerte al kâfir! ¡Allahu Akbar! ¡Alá es grande!

Ada Ta se agachó, silencioso, apoyó una rodilla en el suelo e introdujo el bastón entre las piernas del jenízaro, que perdió el equilibrio y cayó sobre su propio cuchillo, clavándose la hoja en el vientre. Beyazid se quedó inmóvil, más molesto que asombrado por aquella ofensa a su realeza. Luego miró horrorizado la miniatura. Uno de los minaretes se había roto y algunas de las escamas de obsidiana habían acabado en el suelo, donde se confundían con el veteado del mármol. Ada Ta recuperó rápidamente su posición y dejó que fueran los soldados de la milicia los que se ocuparan del atacante herido. En determinadas situaciones, a veces pagan justos por pecadores. El corazón de Gua Li volvió a latir. Por un momento le había parecido ver a Ada Ta en la posición del traidor, herido de muerte.

Cuando el sultán se dio cuenta de que quien había atentado contra su vida era su fiel Ibn Said, se sintió dolido y sorprendido de que hubiera esperado aquel momento para asesinarlo, cuando había tenido muchas otras ocasiones. Era evidente que quería ser una demostración pública, y suicida, además. Y de no haber sido por la intervención de aquel monje venido de lejos, aquel mismo día habría ido al encuentro de su padre, al que imaginó aún sediento de venganza a pesar del Paraíso y de las setenta y dos vírgenes de las que habría gozado en los últimos años.

Beyazid se acercó a su asaltante hasta oír su respiración afanosa, mientras un guardia lo obligaba a levantar la cabeza cogiéndolo de atrás por el cabello. Vio su mirada cargada de odio, sin ninguna sombra de arrepentimiento ni petición de perdón. Beyazid le dio la espalda; Ibn Said ya era hombre muerto, y debía saber que sus propios excompañeros de armas le sonsacarían el nombre de los responsables de aquello con los más sofisticados métodos de tortura. Mientras tanto se había extendido por toda la sala un silencio sepulcral, que rompió la voz estentórea del gran visir:

¡Subhana Rabby al-’alaa! —gritó—. ¡Sea glorificado el Señor, el Altísimo! ¡Nuestro sultán está sano y salvo!

¡Amin! ¡Allahu Akbar! ¡Alá es grande! —gritaron todos, incluidos judíos e italianos.

El gran visir ordenó inmediatamente a los guardias que pusieran de rodillas al asaltante, con los brazos extendidos. Cogió la cimitarra de uno de ellos y se puso al lado del prisionero. La hoja se levantó, brilló por un momento a la luz y se abatió sobre su cuello: la cabeza rodó y se detuvo a los pies de Ada Ta. Fue el propio visir quien la recogió y, con el brazo en alto, la mostró a todos, mientras la sangre seguía cayendo al suelo. Beyazid le preguntó con la mirada por qué lo había hecho.

—Es la sharia, mi señor. —Abdel el-Hashim bajó la mirada y le entregó la cabeza a uno de los guardias—. Ha osado levantar la mano en tu contra, y por eso merecía la muerte. No podía seguir con vida ante los ojos de Alá y de todos los infieles aquí presentes. Perdóname si con mi gesto te he turbado, poderoso sultán.

El embajador Grimani se dirigió, satisfecho, a Barbarigo:

—Teníais razón: aquí no cuelgan de la horca, solo cortan la cabeza.

Mientras Barbarigo buscaba las palabras para quitarle de la boca a Grimani aquella sonrisa socarrona, Faiza Valide, la esposa del sultán, entonó el zagharid, el grito de alegría de las mujeres musulmanas, y todas sus sirvientas la imitaron. El sonido agudo y rítmico se extendió fuera de la sala y, muy pronto, otras mujeres, en los jardines, en las estancias, en las cocinas, en el gineceo, en todas partes, lo amplificaron, extendiéndolo enseguida por todo el palacio del Serrallo. Traspasó incluso las murallas, se coló por las calles y por las casas, y todas las mujeres, aun sin conocer el motivo, fueron repitiéndolo hasta el infinito, batiendo rápidamente la lengua sobre los labios, hasta que toda Estambul quedó invadida por la presencia obsesiva de aquel grito.