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Roma, 23 de noviembre de 1497, castillo de Sant’Angelo

Un soldado empapado hasta la médula entró en el puesto de guardia por una puerta en arco. Se quitó el casco y colgó la alabarda en el portalanzas. Imprecó contra el tiempo y se situó frente a la chimenea encendida, sacudiendo pies y brazos para calentarse. Miró alrededor: algunos de sus compañeros dormían; algunos otros, que ya llegaban tarde para el cambio de guardia, se ajustaban la capa encerada para protegerse de la lluvia que caía sin tregua desde hacía tres días; otros se entretenían jugando a los dados.

—En cuanto me seque, me toca a mí —gritó—. ¡Hoy he decidido que voy a recuperarme, asquerosos fulleros!

Del taburete donde jugaban le llegaron un cáliz de peltre, que esquivó por poco, y una serie de gestos de burla y alusiones al oficio de su madre.

—Antes de perder tus últimas monedas, ve a echar un vistazo a nuestro huésped, venga.

El jefe de la guardia acompañó la orden con un golpe del codal contra la puerta, y el soldado salió disparado por el pasillo. Desde allí se oía el curso violento del Tíber, que había rebasado el primero de los niveles de seguridad. Cogió un farol de cobre y dirigió la luz hacia la primera de las tres celdas. El prisionero seguía allí, inmóvil y desnudo como la estatua de san Sebastián. Algo le rozó las piernas.

—Sisto, ¿qué quieres?

El gato emitió un largo maullido y pasó dos veces por entre sus botas, rozándolo con la cabeza y ronroneando. Después se alejó con el rabo tieso y poco después volvió, dejando a sus pies un ratón con el cuello roto.

—Buen chico.

Al alejarse el soldado, Ada Ta estiró los músculos y prosiguió con sus reflexiones. El hombre de blanco se había enfurecido cuando le contaba que el hombre de púrpura estaba en posesión del libro. El primer oso había recibido con rabia la noticia de que el otro había robado la miel, buena señal. Las posibilidades eran dos, pues: o el segundo oso le había dicho al primero la verdad, es decir, que la miel ya no estaba en su poder, y en ese caso vendrían ambos a pedirle cuentas, o el segundo había hecho creer al primero que aún lo tenía, y en ese caso Ada Ta habría recibido únicamente la visita del primer oso, y eso le habría confirmado que los dos osos competían por el botín. Y aunque alguna vez había visto a dos osos buscando miel juntos, nunca se había encontrado con que se la repartieran de un modo equitativo. Tal como decía Lao Tsé, con quien coincidía plenamente, es más fácil que suceda una cosa sencilla que una difícil, así que lo mejor es seguir la vía de lo razonable, en lugar de perder el tiempo con la más tortuosa.

Todo aquel razonamiento tenía un único problema: no había previsto que pudiera llegar a encontrarse en aquel lugar, pero el único culpable era su corazón. La telaraña que le unía a Gua Li estaba demasiado tensa y habría percibido hasta la mínima vibración de su ánimo, aunque se encontrara en las antípodas. Y aquel temblor que había sentido le había convencido de que la tercera parte del plan, la más difícil, había llegado a buen fin. Si su hija le había obedecido —aunque de eso no estaba del todo seguro—, ya estaría de viaje. Eso esperaba, pero sabía que cuando se conoce el punto de llegada se pueden seguir caminos diferentes, y aun así se coincidirá al final del camino.

La lástima era no poder ayudar al caballero italiano, que, sin saberlo, era el instrumento necesario de un plan mayor que él, pero no más grande que su alma. Y lástima sería también no llegar a ver el cuarto y último paso, aunque tal como decía el sabio Lao Tsé, y con razón: la vida se nos da en préstamo y antes o después tenemos que devolverla, para que vuelva al ciclo eterno. Quizá volviera como mujer, o quizá como oso azul, pero mejor si era mujer; tendría muchas ocasiones más de acoplarse con otros seres de su especie. Ada Ta se rio. Desde el puesto de guardia lo oyeron. Un soldado se quedó inmóvil con los dados en la mano, a punto de tirar.

—Ya se lo he dicho, capitán; está vivo, aunque parezca muerto. Ese es un demonio, más valdría llamar a un cura para vigilarlo.

—El único demonio que os debe preocupar es el que os tirará de los pies cuando os cuelguen de la horca.

Pero quien fue a ver a Ada Ta fue el papa: los dos osos nunca se repartirían la miel. Aquella idea quedó ratificada cuando el pontífice quiso hablar con él a solas. Ada Ta tenía los brazos en alto, colgados con cadenas, y solo tocaba el suelo con la punta de los dedos gordos de los pies.

—Queremos el libro de Jesús, y queremos también a la mujer que conoce su historia de memoria.

—Honorable padre, también el fuego quería desposar el agua, pero cada vez que intentaba cubrirla se extinguía.

—No te hagas el loco con nos, monje, que no cuela. Conocemos a los locos, y sabemos también que, aunque no temen a la muerte, sienten terror por el dolor físico. Habla: no te prometemos la vida, pero sí una muerte rápida.

—Digno padre, me alegra saber que conocéis el Sutra del Loto y que los sufrimientos se convierten en nirvana, y por ello te estoy muy agradecido.

—¿De qué estás hablando, viejo?

—Del noble Nichiren, luminoso padre. Al darme dolor, tú me das tus bienes, sin que yo te los pida, tal como hizo el padre rico al hijo que había regresado.

—¿Qué tiene que ver la parábola del hijo pródigo?

—Padre bendito, tu memoria es como la del elefante, pero también él olvida a veces que es más grande que los ratones que tanto le alteran. Era la cuarta parte del antiguo Sutra del Loto, laborioso padre.

Alejandro VI se acercó al viejo y, tras comprobar que las cadenas le impedían cualquier movimiento, le dio una bofetada con el dorso de la mano derecha. El anillo dejó en la mejilla de Ada Ta una marca en forma de barca, con Pedro recogiendo las redes.

—Podéis entrar —gritó entonces.

La celda se llenó en un momento de mesas, poleas, braseros, hierros, cuerdas y tenazas que trajeron unos cuantos hombres, acompañados de un fraile que se arrodilló ante el santo padre.

—No queremos que muera; por lo demás, dejamos de vuestra mano cualquier clemencia o castigo. Avisadme solo cuando esté dispuesto a hablar. Pero cuidado con él, puede ser un brujo.

Mientras se alejaba oyó que uno de los torturadores le decía al fraile que el prisionero tenía en el hombro un evidente signo diabólico que había que extirpar sin más dilación.

Palacio del príncipe Fabrizio Colonna

La lluvia había cesado. La tramontana había disuelto las nubes cuando, en la hora sexta, Silvio Passerini llamó a gritos al comandante Britonio para que anunciara al príncipe Colonna la visita del cardenal Giovanni de Medici.

—No hace falta que gritéis, fraile —dijo el capitán, agarrando las bridas de su caballo—. El príncipe aún no ha regresado de Nápoles.

—Traemos un despacho de su santidad que decreta la entrega de los huéspedes del excelentísimo príncipe a los portadores del documento. ¿Queréis oponeros, quizá?

—Podéis entrar si queréis, pero también podéis decirle al reverendo cardenal y a los guardias que le acompañan que los pajarillos ya hace días que escaparon de la jaula. Pedidle al Cielo, ya que tan cerca lo tenéis, que os ayude a capturarlos. ¡Con los mejores deseos del príncipe Fabrizio!

Los ojos como platos de Giovanni de Medici se encontraron con la boca abierta de fray Silvio. Despidieron a los soldados que les acompañaban y espolearon a los caballos hasta llegar a la iglesia de San Ciriaco, en occidente, bajo las viejas murallas de Aurelio. Los cartujos recibieron a los dos caballeros sin decir palabra ni hacer ni una mueca ante los cinco escudos de plata que Silvio le lanzó al prior. Aquel era el único lugar seguro en toda Roma, no tanto por las antiguas piedras como por la regla del silencio. Giovanni, encerrado en la angosta celda, se levantó la capucha y se hizo un ovillo con la capa. El frío le impedía pensar. Ordenó a Silvio que consiguiera un brasero, aunque tuviera que quitárselo al santo. Y papel y pluma. Cuando se quitó las botas, el vapor de las calzas ya se había impuesto al poco aire de la pequeña estancia, obligando a Silvio a ponerse de cuclillas, con la gualdrapa del caballo sobre la nariz, porque tenía un olor más sano.

Santidad, me he enterado de que los nuestros ya no están hospedados con el príncipe, y una triste enfermedad me obliga a guardar cama. En cuanto Dios me dé la curación, me encargaré de poneros al día. Imploro vuestra bendición y soy y siempre seré vuestro humildísimo siervo.

JOANNES CARDINALIS

Le dio la carta a Silvio y le encargó que se la entregara únicamente a Burcardo y que esperara respuesta. Y si lo apresaban, le absolvía desde aquel momento de sus pecados, in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti. Silvio volvió aquella misma tarde con la respuesta.

—¿Te han seguido?

—Nadie puede, si yo no quiero.

Querido hijo, ya conocemos el infructuoso desenlace y rezamos por vuestra pronta curación. Recordad que nuestros cartujos estarían encantados de ofreceros su hospitalidad.

«Ya me imagino con qué hierros», se dijo Giovanni para sí. Prosiguió la lectura.

Os recomendamos que solo que cuidéis celosamente no solo de vuestra salud, sino también de nuestro pequeño tesoro. Si os sintierais más próximo a Dios, nuestro Señor, no dudo que vuestra nobleza os llevaría a indicarnos el lugar donde se oculta.

ALEXANDER PP VI

Antes de conseguir deducir el significado de la respuesta, Giovanni ya casi había vaciado la garrafa de Gaglioppo. Se la había proporcionado el sonriente celador, que con gestos le había dado a entender que su vino reconfortaba la mente y el cuerpo, y que era un regalo de Dios. Tal como estaban las cosas, no había nada perdido; al contrario. A la mañana siguiente, Silvio llevó otra carta al maestro de ceremonias, en un tono muy diferente, y esta vez sin absolución ninguna, a pesar de los nuevos pecados cometidos durante la noche.

Querido padre, gracias a vuestras oraciones el espíritu ha curado la carne. Querría compartir con vos el disgusto de haber visto huir a los palomos y, bajo vuestra sombra protectora, encontrar el mejor modo de hacerles volver al palomar.

JOANNES

La respuesta del papa no se hizo esperar.

Ya hemos informado a los cetreros para que tiendan las redes. Os esperamos quam primum, querido hijo.

ALEXANDER PP VI

Roma, Porta Portuense

La tranquilizadora figura de Osmán a su lado y los anchos hombros de Ferruccio delante indujeron a Gua Li a meditar, acompañada por el lento balanceo de la montura. La obediencia que le debía a Ada Ta se enfrentaba al deseo de permanecer cerca de él; sin embargo, le había sorprendido la serenidad con la que se había decidido, por fin, a partir. Como si fuera lo justo, como si su maestro aún estuviera a su lado y le dictara los pasos que debía seguir. Quizás aquella paz interior suya tenía que ver con la presencia de Ferruccio, con la fuerza que ponía a su disposición, aun sabiendo que así retrasaría la búsqueda de Leonora. Y la sustitución del amor paterno de Ada Ta por el materno de Osmán, con sus pequeñas atenciones y su dedicación, era precisamente lo que ahora necesitaba; era una necesidad que casi parecía derivar de un cambio en su interior. Ya no era una niña, era una mujer, pero ¿podía ser que todo aquello se debiera a su unión con Ferruccio? Unos suaves movimientos espontáneos de la vagina y unos sofocos imprevistos le recordaban el placer y renovaban su deseo, que hacía que se ruborizara y se avergonzara, aunque no hubieran hecho nada más que seguir el curso de la naturaleza.

Ferruccio levantó el brazo y redujo ligeramente el paso: para pasar por Porta Portuense bastaba con pagar cinco sueldos por cabeza, pero un dinero de plata habría evitado preguntas. No es que desaparecieran los peligros una vez superada la muralla aureliana, pues el camino a Florencia era largo y la idea de que Gua Li y Osmán prosiguieran a solas hasta Venecia era para él como una espina en el costado. Los contactos del turco con los piratas de su país facilitarían la fuga de ambos hacia Asia. Ferruccio no vería nunca más a Gua Li, y aquello era una suerte. Había aparecido en su vida como aquel cometa que había avistado en su infancia junto a su abuelo, en las colinas de Bibbona. Cabalgaban juntos, lo vio y se asustó, pues los cometas traían desgracias; todos lo sabían. Su abuelo le regañó y le explicó que, al contrario, eran mensajeros de grandes cambios, y que, por tanto, merecían atención y respeto, pero no miedo.

Cuando se volvió para avisarlos de que mantuvieran la mirada baja y que dejaran que fuera él quien pagara a los guardias, el rostro de Gua Li se superpuso al de Leonora, que veía siempre ante sí. Tuvo miedo. Nunca podría tenerlas a ambas, y se maldijo por haber pensado ni que fuera un solo instante lo que habría sucedido si descubriera que Leonora había muerto. Casi dio las gracias por la lanza que le plantaron delante. Sin hacer movimientos bruscos sacó tres dineros de la escarcela y agachó el cuerpo sin bajar de la silla.

—Saludos a la guardia, tened la amabilidad de darnos paso.

—El dinero es bueno —respondió uno de los soldados—. Pero tenéis que esperar vuestro turno.

—Vamos con prisa. Tengo asuntos que atender en Tarquinia.

—Yo no —dijo el soldado, apoyándose sobre la lanza— y debo respetar las órdenes. Todos los que llegan de dos en dos deben pasar ante el capitán. Hay diez florines de recompensa, pero no os preocupéis. Buscan a uno como vos y a una mujer como aquella, pero vosotros sois tres.

—¿Habéis oído? Buscan a dos, pero nosotros somos tres.

Había gritado demasiado fuerte y sin ninguna necesidad. La mujer y el turco apretaron los flancos de sus cabalgaduras con las rodillas. El soldado no era tonto: al cruzar la mirada con la de Ferruccio vio aquel brillo que precede a la acción. El bayo se desplazó rápidamente de costado y golpeó al guardia con el pecho, mientras Ferruccio le metía la espada por el gorjal, atravesándole el cuello.

—¡Vámonos! —gritó entonces.

Los caballos se lanzaron al galope atravesando la puerta y derribando una carretilla cargada de naranjas que estaba junto a la puerta. Tomaron un camino secundario a la izquierda, que llevaba a las ciénagas, menos frecuentado que el que iba al mar. Ferruccio sintió aquella sensación de antaño, de fuerza y peligro, adormecida por la razón pero nunca olvidada. Se giró sin levantar la cabeza y vio el rostro serio de Gua Li. Osmán cerraba la fila, unido en un solo cuerpo con su caballo, que lanzaba ráfagas de niebla de los ollares. Después, en un lugar seguro, ya le explicaría su gesto a la mujer, y quizá también a sí mismo. Hacía diez años que no robaba una vida.

Pero Gua Li no lo había juzgado, así que tampoco necesitaba perdonarle. Ferruccio había matado por ella, por ellos. No obstante, para salvar tres vidas había sacrificado una, algo que, en el fondo, no podía aceptar. Ni siquiera Ada Ta lo habría aceptado. Sin querer, y sin que dependiera de su gesto, su resentimiento hacia Ferruccio aumentó. Ya lo había notado antes, aunque se había convencido de que era una forma de defensa. No creía que lo amara, pero se sentía vinculada a él; impulsada por una fuerza interior, había querido que fuera precisamente él su primer hombre, porque lo admiraba, porque luchaba por ideales, contra otros hombres e ideas que le eran muy cercanas. Pero si aceptaba la forma de ser de aquel hombre, sabía que la engulliría un vórtice del que ya no podría salir. Así pues, mantenía las distancias con él, le hablaba amablemente, pero sin demostrar ninguna emoción. En cuanto podía, se refugiaba en Osmán. Y el turco le contaba, como a una niña, las maravillas y los horrores de su vida, de la corte otomana, del sultán que ella misma había conocido.

Ferruccio no comprendía. El distanciamiento de Gua Li le quemaba en la piel. Se irritaba por nada, la consideraba una ingrata y justificaba aquel comportamiento como una rareza molesta de una cultura demasiado alejada de la suya. Así lograba evitar caer de nuevo en aquellos pensamientos que le habían atormentado los últimos días.

Tres días de fuga, tres jornadas de lento descenso por un infierno de sentimientos, preguntándose hasta qué punto había sido inconsciente en la traición a Leonora, por viva o muerta que estuviera. Ahora estaban ya en tierras toscanas, protegidos por las murallas de Marzapalo, en Camaldoli. Desde allí entrarían en el Gran Ducado, si conseguían atravesar la frontera. Y cuando de noche, tras cenar pan y cebolla, Gua Li retomó la narración, a petición de Osmán, le pareció que lo que contó, en realidad, hablaba de ellos dos, no de Jesús.