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Roma, 20 de noviembre de 1497

Ferruccio se despertó con la sustitución gradual del opio por el beleño. Tres días, había dicho Ada Ta, no más, o la abstinencia del opio le provocaría dolores en los huesos y temblores en el cuerpo. Cuando le ayudó a ponerse en pie y a caminar, Gua Li respondió a sus primeras preguntas con mentiras: la herida se había infectado y había tenido fiebre alta durante tres días. Estaban en casa de Osmán porque Ada Ta había considerado que el palacio ya no era seguro, después de lo sucedido con el cardenal de Medici. Ferruccio se mostró confundido y nada convencido, lo que aumentó los temores de Gua Li con la ausencia de Ada Ta, que le pesaba como una piedra al cuello.

Los dos días siguientes, Ferruccio estuvo silencioso y no hizo más preguntas, como si hubiera aceptado por necesidad, pero sin resignación, sus respuestas falsas. Ella lo miraba discretamente, buscando en sus ojos sus pensamientos. A veces, cuando se cruzaban sus miradas, se temía que, de un momento a otro, recordara la intimidad que habían compartido. A través de algún gesto inusual, de alguna palabra apenas murmurada, Gua Li tenía la impresión de que Ferruccio quería hacerle entender que sabía y que recordaba, y que estaba esperando el momento oportuno, quizás una ausencia repentina de Osmán, para echarle en cara su gesto. O quizá pretendía repetirlo. No parecía que pudiera percibir ya su olor; tal era el magma de emociones enfrentadas que sentía cada vez que lo veía. No lo amaba ni sentía ya aquel deseo físico al que no había podido resistirse con la complicidad del humo del opio. ¿O quizá fuera una excusa para su conciencia, echar la culpa al opio, y su malestar derivara precisamente de la convicción de haber hecho algo indebido que le costaba admitir? No lo amaba ni lo deseaba, pero habría querido tenerlo a su lado para siempre, para protegerlo de sí mismo y del mundo.

Su único consuelo, en aquellos días, había sido la dedicación de Osmán, que la colmaba de atenciones, como una abuela, más que como una madre. Se anticipaba a todos sus deseos, salía a hacer la compra casi sin dejarse oír, volvía a casa y la ayudaba a preparar comidas calientes para ella y para Ferruccio. Le había enseñado incluso a cocinar unos pastelillos dulces rellenos de avellanas, pistachos y nueces.

—Esta es la mujer —le había explicado—, pero le falta el hombre para alcanzar la felicidad, aunque sea un poco áspero, como el limón. Pon a cocer su jugo junto a la tosca piel, en el agua hervida con miel. Mézclalo todo y el esposo se convertirá en el delicado jarabe que cubrirá el dulce relleno.

Osmán emanaba un intenso aroma a heliotropo, y de hecho era aficionado a aquel olor como esa flor lo es al sol, hasta el punto de que aquel olor dulzón le provocó dolor de cabeza, a ella, que nunca sufría de ningún mal. Inmóvil ante la ventana, observaba sin ver el plátano solitario que había fuera, con las ramas despobladas. El fuerte tronco, de corteza moteada y fuertes ramas, le pareció por un momento un leopardo herido que había sacado las uñas, preparadas para defenderse de un oso. Notó a su lado una respiración que le hizo dar un respingo. Le envolvió un olor a tristeza, a jazmín y a caléndula.

—¿Quieres?

Él también miraba por la ventana, a su lado, sin tocarla, y el corazón se le aceleró.

—¿El qué?

—Háblame un poco más de Issa; será la última vez.

—Lo haré. Pero ¿luego me ayudarás?

—Tengo que irme, ahora más que nunca.

Ambos leían en los ojos del otro, y ambos supieron la verdad.

—Ada Ta está en peligro.

—También Leonora, y yo con ella.

Gua Li abrió la boca, pero los labios le temblaron y no consiguió articular palabra. La mirada de Ferruccio y su olor, casi penetrante, parecido al de las flores rojas del árbol de la sangre y a su ciclo, le hizo ver claramente que el peligro, para Ferruccio, era ella. Si aceptaba su invitación, le habría respondido.

Había una gran multitud agolpada a orillas del lago Tiberíades. Para muchos no era más que la curiosidad de oír las historias de un hermano que había viajado a los confines del mundo, pero para otros era mucho más. En los últimos tiempos, las palabras del hijo de María de Gamala habían pasado de boca en boca, por la ciudad, primero susurradas y a veces en tono de burla. Después, como las semillas secas y plumosas del diente de león que los niños solían esparcir soplando, imaginando que liberaban ángeles, sus ideas habían empezado a difundirse de la mano de mercaderes y viajeros. Al final, se habían extendido por toda Galilea y más allá.

A los que habían perdido la fe en una vida digna, resignándose a las injusticias, las palabras de aquel hombre llamado Jesús les parecían locas, peligrosas e ilusorias. Pero quizá por eso mismo iban a escucharlas y luego se dedicarían a repetirlas. Como si estuvieran en el interior de una gruta y alguien hubiera pasado la mano por la ceniza acumulada, mostrándoles las últimas brasas que se escondían debajo. Una chispa que podría encender el hogar y que les podría hacer volver atrás, a la luz. Era solo una vaga esperanza, pero era la única, y muchos se aferraban a ella como el náufrago a un tablón.

No obstante, no eran ellos los únicos interesados en aquel judío que había escapado a la muerte y había regresado a su patria milagrosamente, si es que era de verdad quien decía ser. El primero que quiso saber más fue Tacio Marón, comandante de la guarnición de Gamala, que informó al prefecto de Jerusalén, Pilatos, que a su vez mandó un despacho al cónsul en Damasco, Longino, que respondió, molesto, que siempre había habido facinerosos, que estuviera al tanto y que interviniera cuando fuera necesario, respetando en lo posible las relaciones pacíficas entre el pueblo romano y el judío, que tanto le preocupaban al emperador Tiberio. Para acabar, le dijo que no le importunara más por tonterías como aquella. Como no podía disponer de Tacio, ocupado en vigilar al galileo, que no paraba de moverse constantemente de un lugar a otro, Pilatos envió un mensajero al tetrarca Herodes Antipas con la orden de que dejara Tiberíades y se dirigiera lo antes posible a la fortaleza Antonia de Jerusalén, donde recibiría disposiciones urgentes.

Con un séquito de treinta cortesanos y cien caballeros, Herodes recorrió las noventa millas que separaban ambas ciudades. Los caballeros servían tanto de escolta como para asegurarse de que los habitantes de los pueblos aclamaban al rey a su paso, y tardaron más de cuarenta días en llegar a la capital. Tras ser despachado a toda prisa por Pilatos, que no lo había invitado siquiera al triclinio, Herodes se dirigió directamente al Gran Sanedrín. Su padre lo había tenido en un puño; él tendría que inclinarse y preguntar. Yosef bar Kayafa, el sumo sacerdote, lo condujo ante su suegro, Anán ben Seth, que de hecho ejercía el poder del consejo de los setenta. Una sombra pasó por delante del viejo, que se rascó la piel bajo la barba.

—Si es él, lo conocí hace muchos años, pero creía que estaba muerto.

—Aún no —respondió Herodes—, pero quién sabe.

—¿Qué es lo que predica el galileo?

—Lo de siempre. —Herodes se encogió de hombros—. Por lo que me han dicho: libertad, justicia, amor, fraternidad… Nada nuevo.

—¿Nombra a Dios? ¿Habla de él o de otros dioses?

—No lo sé, Anán; por eso he venido.

—Si lo hiciera, sería simple. El quinto libro prescribe matar a todo el que tenga una religión diferente a la nuestra.

—Los romanos la tienen.

—Ellos tienen las armas, Herodes, y tú serás tetrarca solo mientras ellos lo quieran. En cualquier caso, tengo un joven despierto, nacido para espiar. Es hijo de deportados y rebeldes, viene de Tarso y tiene ganas de rescatar su pasado.

—¿Nos podemos fiar de él?

—Júzgalo tú mismo.

Mientras esperaban, le ofrecieron al rey higos y dátiles para mojar en miel, así como una cerveza de cebada aromatizada a la canela. Anán se limitó a picotear unos altramuces ya pelados, condimentados con sal y orégano, al estilo romano. Poco después, Herodes tuvo delante a un hombre pequeño y robusto, con una calvicie incipiente, que se postró a sus pies. Cuando se levantó, le sorprendió ver que no había separación entre sus dos cejas.

—Me esperaba a alguien diferente.

—Es inteligente como un judío y astuto como un romano. Nos servirá bien, lo acogeré en el Gran Sanedrín —explicó Anán.

Cuando este le hubo explicado su misión, el hombre se llevó el puño cerrado al pecho e inclinó la cabeza.

—Está bien, pues. ¿Cómo te llamas? —preguntó Herodes.

—Saúl, mi rey, pero puedes llamarme como gustes.

—Observarás y me informarás solo a mí, Saúl —intervino Anán—. Ahora vete.

Cuando estuvieron solos, Anán se dirigió a Herodes.

—Si ha cometido pecado, intervendremos. Pero no de un modo inmediato; dejaremos que aumente su popularidad, que la gente crea en él y que los romanos empiecen a temerlo. Solo entonces será apresado, juzgado y condenado. Así nos congraciaremos con los romanos y… —juntó los dedos en señal de oración y alzó la cabeza al cielo— el pueblo caerá de rodillas ante el poder del verdadero Dios.

—No ha cambiado mucho desde entonces.

Gua Li se estremeció al oír el timbre cálido y delicado de la voz de Ferruccio, como si viniera de lejos, como si hubiera sido el propio Jesús el que pronunciara aquellas palabras. Le sonrió débilmente y prosiguió con el relato.

Jesús temía aquel momento. Hasta entonces había hablado ante pequeños grupos de personas, pero ahora acudían a escucharlo a centenares. Antes no le había importado si alguno de sus mensajes no arraigaba más que en los más sencillos, pero ahora sentía el peso de la responsabilidad ante aquella multitud heterogénea en la que había gente de todas las castas y clases: escribas y sacerdotes, soldados romanos, campesinos, mercaderes y, a veces, hasta guardias con prisioneros encadenados, todos absortos. Incluso nobles señores que comían uvas pasas protegidos del sol en el interior de sus literas doradas con cortinas de lino que se agitaban empujadas por la brisa del lago.

Judas le había convencido de que usara las técnicas aprendidas con los monjes y con Ong Pa, no con mala intención ni para engañar a nadie, le había repetido muchas veces, sino porque era el único modo de llegar a despertar la conciencia de todos ellos, turbándolos, sorprendiéndolos, maravillándolos. Cuando se fuera, el movimiento ya habría arrancado, y desde Gamala a Acre, de Canaán a Naín, e incluso desde Jerusalén a la lejana Masada, se levantaría el grito de rebelión entre el pueblo judío. Para que la justicia, la libertad y el amor no se convirtieran en gotas de agua en el desierto, sino que produjeran frutos duraderos, Jesús debía convencerlos. Y si creían en sus prodigios, creerían también en sus palabras.

Yuehan le sonrió, henchido de orgullo, y le preguntó si tenía ganas de repetir lo que había hecho tiempo atrás en una boda. Los invitados le habían dado las gracias al dueño de la casa por el excelente vino, que, en realidad, no era más que agua de la fuente. En el viaje de regreso, cuando María le preguntó a sus hijos por qué no paraban de reír y Judas le había contado la verdad, los regañó, pero, al final, viendo aquellas caras, no se pudo contener y rio ella también.

Al principio Jesús tuvo algunas dificultades: la gente seguía pidiéndole a gritos que hablara, pero en aquel caos nadie podría oírlo. Empezó entonces a susurrar las primeras palabras, el mejor método, según Ong Pa, para hacerse entender cuando los demás gritan. Y a medida que la gente se daba cuenta de que no oía, y de que por curiosidad callaba, iba elevando el volumen de la voz hasta que, en el silencio más total, se hacía audible a muchas pérticas de distancia.

Dijo que todos eran iguales, sin distinción. Todos asintieron. Afirmó que también lo eran hombres y mujeres. Alguno frunció el ceño. Añadió que la vida era un regalo sagrado y que no le estaba permitido a nadie arrebatarla, ni a un hombre ni a un rey. Proclamó que no bastaba con no hacer el mal, sino que había que hacer el bien para poderse considerar justo y merecer una lápida sobre la tumba, así como el respeto de los vivos. Afirmó que era justo rebelarse contra las injusticias, independientemente de dónde vinieran, y que por ello era necesario un cambio. Se ganó una ovación. Precisó, no obstante, que no era con las armas como se debían resolver los conflictos, sino con la fuerza del pensamiento y del amor, comprendiendo las razones de los otros, pero sin permitir que las impusieran, si con ellas se quitaba la libertad. Aclaró también que sin justicia no se puede ser libre y que tener alimento para comer era un derecho, no un acto de benevolencia por parte de los ricos.

María estaba contenta. Judas no dejaba de alzar los brazos al cielo con los puños cerrados. Jaime sonreía, pensativo.

Muchos hombres le plantearon preguntas a Jesús, y después se miraban unos a otros asintiendo, satisfechos por haber intervenido y contentos con las respuestas obtenidas. También una mujer se atrevió a acercársele. A su paso, alguno le dio un codazo al vecino.

—Me llaman pecadora, porque no me he querido casar. Yo quería un hombre al que poder amar, y no lo he encontrado. Tú que hablas de justicia, ¿por qué debería castigarme Dios?

Jesús observó su gesto altivo y sus ojos, en los que no había ningún temor. Los cabellos de un negro azabache, que le caían sobre los hombros, humedecidos con aceite, brillaban al sol, ya bajo en el horizonte.

—Por lo que a mí respecta, no solo no has cometido ningún pecado, ni error, que es lo mismo. Has seguido el camino de tu corazón y de la libertad, a lo que tienes derecho, desde el momento en que no haces daño a nadie con ello. Sigue siendo como eres. Ningún dios te castigará, solo podrá admirarte, y de un modo diferente al que te miran estos hombres. Quien te denigra lo hace solo porque querría ser objeto de tu amor.

La mujer se giró con aire desafiante y, luciendo satisfecha una dentadura blanca como las perlas, volvió con pasos decididos a ocupar su lugar entre la multitud.

—¿Quién eres tú para decir eso? —Un hombre bajo y robusto dio un paso adelante y repitió aquella pregunta, dándole la espalda, dirigiéndose directamente a la gente—. Dicen que has venido de lejos —prosiguió—. ¿Quizá quieras negar la religión de nuestros padres?

—No soy más que un hombre —respondió Jesús— y no niego las Escrituras. Deben ser respetadas, como todos los textos antiguos portadores de sabiduría y de normas. Lo que ha cambiado es la época. Ya no vivimos en tiempos de Abraham. No se puede llevar la misma túnica en verano que en invierno. Lo que era correcto en un tiempo, para evitar escándalos, guerras o enfermedades, puede ser incorrecto ahora. El derecho de escoger, como el de esta mujer, es más sagrado que cualquier ley antigua. Es eso lo que hay que cambiar. No se debe denigrar su elección.

El hombre abrió los brazos y giró sobre sí mismo, apretando los labios y asintiendo.

—Nuestro Jesús es más que un maestro —gritó—. Es un zaddiq, porque es capaz de anular los pecados de sus hermanos… y también los de sus hermanas. ¿Qué esperáis para convertirlo en un mashiach? Ungidlo de aceite, la mujer de antes lleva de sobra en su melena. Yo sé que su padre se llamaba José: ¿no podría ser él el verdadero mashiach bar Yosef del que habla en el libro el profeta Abdías? ¡Miradlo! ¡Quizá sea él el redentor del pueblo!

Dicho aquello, el hombre, que a pesar de su joven edad presentaba evidentes signos de calvicie, se cubrió la cabeza con un extremo de la túnica y volvió a confundirse entre la multitud. A orillas del lago se hizo un silencio que solo rompía la suave resaca de las aguas y el lloro de algún niño en brazos de su madre. Jesús miró a su alrededor. En aquellos rostros, incluidos los de Judas y Jaime, vio que todos esperaban una palabra suya, la definitiva. Bastaba con que hubiera dicho: «seguidme», y ellos lo habrían hecho. Si tomaba aquella decisión, no habría vuelta atrás. Judas lo entendió y se le acercó.

—Es el momento de mandarlos a casa. Déjales que esperen. Pero hazlo de modo que se vayan a casa satisfechos, como tú sabes.

El brillo de las estrellas acompañó a los últimos que se alejaban, contentos de haber podido comer pescado frito y pan caliente. Nadie se preguntó cómo era posible, ya que no había ni sartenes ni fuegos encendidos. Judas le pasó un brazo por encima del hombro a su hermano.

—Todos estaban convencidos. De verdad que no sé cómo lo haces. Si no fueras mi hermano, pensaría que eres un shédim, un demonio o algo parecido. Y no me digas que los has engañado, pues solo los has reconfortado. Eso es tan bueno como justo.

Jesús no respondió. Miraba a una sombra que permanecía en pie, sola, en medio de la nada, donde antes había una multitud. La sombra se le acercó. La mujer que le había hablado le saludó.

—Querría estar cerca de ti. Sé que no malinterpretarás mis palabras. Tú eres diferente a los demás.

Después la mujer sonrió a Yuehan, que le respondió juntando las manos y agachando la cabeza. Ella hizo lo mismo.

—Vivo con mi hijo y mis hermanos, y no tengo una casa donde darte cobijo —le respondió Jesús.

—Tengo suficiente dinero y me contento con poco. Serviré a tu madre y la ayudaré.

—¿Cómo te llamas?

—María, como tu madre. Soy de Magdala, de cerca de aquí.

Ferruccio acercó una mano a la boca de Gua Li.

—Detente, por favor. No quiero saber más. Creo que tus palabras han curado mis heridas. Quizás aún necesite una sangría, pero estoy listo para ayudarte. Hermandad, dijo Jesús, ¿no es cierto? Mi espada ha vuelto. Y cuando Ada Ta esté de nuevo con nosotros, su bastón me ayudará a encontrar a Leonora.

Osmán se enjugó las lágrimas, se acercó cojeando lentamente y los rodeó a los dos en un mismo abrazo. Por primera vez, el amor de Alá descendió hasta lo más profundo de su interior.