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15 de junio de 1497, palacio del Serrallo, Estambul

No había día en que Beyazid II renunciara a escuchar los relatos de Gua Li sobre la vida de Issa. Tenían una cita fija, después del al-maghrib, la oración del ocaso, en el apartamento del sultán en el interior del harén. Gua Li se acomodaba sobre un cojín de seda tejido con hilos de plata, lo suficientemente grande como para adoptar la posición del loto. Enseguida aparecía una criada ataviada con un velo que le traía una jarra de zumo de naranja y un vaso sobre una bandeja de latón, y se retiraba silenciosa, sin darle nunca la espalda. Pese a que tenía permiso para quedarse con ellos, la mayoría de las veces, Ada Ta prefería salir a pasear libremente por los jardines de palacio, acompañado de un joven eunuco.

El eunuco observaba, asombrado, cómo encantaba las mariposas, atrayéndolas con un silbido modulado, y cómo hablaba con ellas sosteniéndolas sobre la punta de un dedo. Aprendió con él a capturar lagartijas, poniéndoles una mano delante y dejando que la olisquearan con la lengua, hasta sentir cómo iba latiendo cada vez más despacio su corazón, para divertirse luego poniéndoselas sobre la afeitada cabeza y sentir cómo correteaban. Y no conseguía entender cómo Ada Ta, inmóvil como un espantapájaros, atraía a carboneros, pinzones, currucas y cardenales, que se posaban en sus brazos sin pensárselo dos veces. Un jilguero llegó el último, cuando los demás ya se iban, y trepó hasta el hombro del monje, trinándole al oído como si quisiera confiarle algún secreto.

El único lugar al que tenía el acceso prohibido Ada Ta eran los aposentos privados de las numerosas concubinas, que según el eunuco eran más de cuatrocientas. No obstante, Ada Ta nunca estaba fuera más de una hora, el tiempo necesario para que Gua Li pudiera contar sus relatos, pero no suficiente como para que el sultán pudiera pensar en ella como mujer. Gua Li había sentido más de una vez el olor del deseo procedente de la piel del soberano, una de las fragancias más fáciles de percibir, dulce y salada, penetrante como el sudor de caballo. Y Ada Ta sabía que el cutis oliváceo de la chica, el óvalo perfecto de su rostro, los ojos oscuros como gemas de obsidiana y su cuerpo flexible la convertirían en una perla rara, incluso entre las más bellas y jóvenes mujeres del soberano turco. Pero sobre todo eran su inteligencia y su vivacidad las que habían suscitado miradas de admiración y un brillo de deseo en los ojos del sultán. No era casualidad que Ada Ta hubiera adoptado la técnica de presentarse y ausentarse a intervalos del todo irregulares, para impedir que Beyazid pudiera programar eventuales avances amorosos. Haciendo uso de la violencia, el sultán habría podido obtener lo que quisiera, pero Ada Ta confiaba en su curiosidad por conocer la verdadera historia del penúltimo profeta hasta el final.

Nadie, en quince siglos, se había detenido a reflexionar sobre lo que le había ocurrido realmente a Jesús en los años comprendidos entre la adolescencia y la edad adulta. Todo aquello estaba envuelto en misterio. Ni el mundo cristiano, ni el judío ni el musulmán parecían haberse planteado la cuestión, excepto aquel conde italiano que había pagado con la vida su afán de conocimiento. Ada Ta se había limitado a recoger, a su manera, aquel retazo de verdad, que, por otra parte, no tenía nada de desagradable; aunque, tal como pensaba a menudo antes de dormirse por las noches, podía ser devastador como un taifong, el gran viento o tifón, como lo llamaban allí. Y sabía también que Beyazid tenía algo in mente; la suya no era una simple curiosidad religiosa. Unos días más de espera y la piel de los higos se abriría, hasta dejar al descubierto las jugosas y dulces semillas de su interior. Siguiendo las sugerencias del jilguero, los cogería y se los comería con tal de adquirir la fuerza necesaria para llevar su proyecto a buen término.

Aquella tarde de primavera caía una lluvia cálida y densa, y la tierra emitía unos olores que abotargaban los sentidos. Ada Ta volvió antes de lo previsto, justo a tiempo para oír cómo Gua Li contaba uno de los raros episodios en los que Jesús, ya de regreso en Palestina, sentía una terrible nostalgia. Se sentó en un rincón y se quedó escuchando.

… se fue sin decir una palabra. Permitió a su hermano Judas que le acompañara. Tras una jornada de camino llegaron a la costa oriental del lago Asfaltites…

—Nunca he oído hablar de ese lago —la interrumpió Beyazid.

La atención que prestaba a todos los detalles del relato rozaba lo obsesivo. Pero aunque por una parte temiera la posibilidad de que le engañaran, por otra parte esperaba lo contrario. En su posición, y con lo que intuía que estaba en juego, no podía permitirse que lo engañaran. Todos los hechos debían coincidir, no debía haber fallos de ningún tipo en aquel relato, ni históricos ni religiosos. Solo así funcionaría aquel alocado plan que se había hecho mentalmente, de paz y de revolución al mismo tiempo. Había llegado ya demasiado lejos con su aliado cristiano, y el golpe que iban a asestarle juntos al mundo contemporáneo no concedía margen de error.

La amenaza interna no le preocupaba; sus espías lo tenían constantemente informado sobre los jariyíes, tanto sobre sus planes para extender el terror por Occidente como acerca de sus maniobras para apartarlo del trono. Solo faltaba una pieza, pequeña pero fundamental: descubrir quién era la mujer llamada «la Vigía de la Montaña», la siniestra líder de aquella secta. Una mujer que amenazaba su mundo, casi una vergüenza. Y al mismo tiempo, por lo que decía Gua Li, parecía que otra mujer era la señora de la creación. Todo aquello era para mudarse a la cima de un meteoro junto a los sabios ermitaños y reflexionar sobre el significado de la vida hasta el final de sus días. Pero primero tendría que saber quién era la que le amenazaba, y luego actuar sin piedad, cortando unas cuantas cabezas. Si fracasaba, sus enemigos se aprovecharían de aquella alianza, que a los ojos de todos sería considerada blasfema. Y entonces la que rodaría sería su cabeza, y ya no tendría ocasión de retirarse a la cima de un meteoro.

—Actualmente lo llaman mar Muerto, excelencia —respondió Gua Li—. Pero en tiempos de Jesús lo llamaban lago Asfaltites, por lo rico en asfalto que era.

Beyazid sonrió satisfecho y asintió mirando a Ada Ta, que inclinó ligeramente la cabeza. Gua Li prosiguió su narración.

Y a la mañana siguiente llegaron a las laderas del monte Nebo. Comieron pan y queso de cabra y por la tarde iniciaron la ascensión. Para Jesús, acostumbrado a las montañas del norte de la India, mucho más escarpadas e impracticables, las mil trescientas brazas del monte fueron poco más que un paseo. Judas, en cambio, acostumbrado a llevar las ovejas a pastar, llegó a la cima mucho después que su hermano, resoplando y jadeando.

—¿Quieres explicarme por qué has huido?

—Tengo miedo de fracasar, Judas. La gente no parece entender lo que digo. Me escuchan y luego se van, más confusos aún que antes. Lo veo. Yo querría que comprendieran que sé lo que significa estar oprimido, esconderse, no poderse rebelar. Incluso el Sanedrín es a la vez víctima y cómplice. Sigue las directrices de Roma, pero también quiere la aprobación de la gente. Lo que me han enseñado a mí, en cambio, es que o se está con el pueblo, o se está con el rey; no existe una vía intermedia. Pero sé también que todo esto debe poder hacerse no con las armas, sino con la revolución de las conciencias; si no, se crearía venganza, no justicia. Es uno de los principios más importantes del Buda.

—O sea, de ese Dios.

—No, Judas. Es precisamente lo que intento decir, pero no me entienden. La esencia del espíritu no se encuentra en un dios, como si fuera una persona física que vive en el Cielo. El espíritu está presente en todos los hombres, es algo que lo trasciende, es energía, es naturaleza. Las acciones del hombre, su comportamiento y su ejemplo son su parte divina.

—¿Quieres decir que llevamos a Dios en nuestro interior?

Jesús suspiró, se sentó sobre una roca y empezó a golpearla con una piedra. Una serpiente de cabeza triangular, con dos excrecencias córneas sobre los ojos, salió de debajo de la roca y se alejó reptando.

—¡Una víbora!

Jesús sonrió.

—Eres un gran observador.

—¿Ya la habías visto?

—No, pero aunque no veas una cosa, puedes conocerla, y saber incluso dónde está.

—¿Qué quieres decir con eso? Siempre tienes un modo extraño de hablar.

—Hablo con ejemplos para que la gente me entienda, pero se ve que no basta. Quiero decir que dentro de nosotros existe algo que va más allá de nuestro cuerpo, aunque nadie lo haya visto con los ojos. El error que cometemos siempre es buscar eso mismo fuera de nosotros. Por eso nuestro pueblo, y tantos otros, han creado un dios, o muchos dioses, a imagen y semejanza de ellos mismos.

Judas frunció el ceño y se cruzó de brazos.

—La Torá dice lo contrario…

—Precisamente. Eso es lo que querría que entendiera la gente. Hay que cambiar de modo de pensar. Solo así los hombres podrán reconocerse entre sí como iguales. Si no, cada uno buscará en su propio dios la verdad y pensará que los demás están equivocados.

Jesús tiró una piedra por delante de la víbora, y esta volvió atrás. Al acercarse, la cogió rápidamente con la mano y, ante la mirada atónita de Judas, la transformó en un bastón, en el que se apoyó para ponerse en pie.

—Pero… tú… ¿cómo lo has hecho?

—Es un simple artificio. —Jesús sonrió—. Conozco centenares de ellos. Me los enseñaron los monjes de las montañas. Ellos consiguen incluso levantar las piedras del suelo con el sonido de los cuernos, y muchas otras maravillas.

—¿Saben hacer milagros?

—No, Judas, no son milagros. Todo forma parte de la Tierra, el hombre solo tiene que aprender a conocerse, y cuando lo consiga encontrará en sí mismo muchas explicaciones. No tiene nada de milagroso. Es solo que la gente no lo sabe. ¿Te acuerdas, en la Torá, cuando los sacerdotes del faraón hacen lo que tú llamas milagro y transforman sus bastones en serpientes? ¿Y luego cuando Arón, el hermano de Moisés, hace lo mismo, y su bastón, convertido en serpiente, se come a los demás?

—Sí…, sí —balbució Judas.

—Bueno, pues no hicieron más que lo contrario de lo que tú has visto con tus propios ojos. Pero no son milagros. ¿No crees? Reflexiona. En este caso, solo podríamos pensar dos cosas: que existía un dios que tomaba el pelo a dos adversarios, un dios cruel, que se ponía alternativamente de parte de uno o del otro, según su capricho. O que había dos dioses que combatían entre ellos, uno a favor de los egipcios, y el otro a favor de nuestro pueblo. Y fíjate que eso lo dice la Torá, no yo. No eran milagros, sino el poder del conocimiento de las dos castas de sacerdotes, una egipcia y la otra judía, hombres que simplemente tenían conocimiento de su propio ser.

Judas se puso a caminar adelante y atrás. Se retorcía las manos, y se mordió un dedo del puño apretado, hasta que por fin se detuvo y con aquel mismo dedo señaló a su hermano.

—Esa es la clave —dijo, con los músculos del cuello tan tensos que los tendones casi parecían ramas secas—. ¡Eso es lo que te falta para que te entienda la gente! ¡Tú…, tú debes hablar, sí, pero también mostrar lo que sabes hacer! —Volvió a apretar la mano en un puño—. Eso que tú defines como artificios y que el pueblo llama milagros. ¡Entonces todos comprenderán y te seguirán!

—Pero sería como engañarlos…

—¡No! Tú no los engañas, no dices que se trate de prodigios ni de magia. Simplemente les mostrarás quién eres, y ellos te creerán. Al final tu regreso no habrá sido en vano, ni tampoco el viaje que has hecho, aunque no he entendido muy bien de dónde vienes exactamente. Tus sacrificios no habrán sido inútiles, lo juro por mis hijos.

—Tú no tienes hijos.

Jesús bajó la cabeza y la sacudió, pero su hermano le vio sonreír a escondidas.

—¿Qué tiene que ver? ¡Aún no los tengo, pero los tendré, por toda la arena del desierto! Y ahora nos quedaremos aquí hasta que me hayas enseñado todo lo que sepas hacer, y yo te seguiré a todas partes y te aconsejaré. Conozco a esta gente mejor que tú, hermano mío, porque todos los días, desde que nací, he compartido su miedo, sus sentimientos y, como buen pastor que soy, ¡también su hedor!

Así, se quedaron en el monte Nebo cuarenta días y cuarenta noches. De día se resguardaban del sol bajo un toldo; por la tarde iban en busca de raíces comestibles, y Judas aprendió a saciar el hambre y la sed con hierbas y con tubérculos, sin tener ninguna necesidad de comer carne. De noche, sentados alrededor del fuego para mitigar el viento frío que ascendía desde el desierto, Jesús le mostraba a Judas los poderes de la mente y del cuerpo que había aprendido de los monjes de las montañas. El cielo estrellado los contemplaba y sonreía, mientras…

Beyazid levantó ambas manos con las palmas orientadas hacia Gua Li, que, por primera vez, percibió que de la piel del sultán emanaba un olor diferente, y sintió un miedo instintivo, aunque no era un olor desagradable. Olía a mar y a aire, a fuga y a tierras lejanas.

—Hace ya semanas que te escucho y te escucharía durante meses o incluso años. Acabas de hablar de las estrellas de la noche. Me gusta: nuestros poetas dicen que no son más que agujeros de la bóveda celeste a través de los cuales Alá nos muestra la luz del Paraíso. No obstante, ha llegado el momento en que se cumplan nuestros destinos.

Gua Li olisqueó el aire; ahora el sultán olía a amapola azul, dulce como la caricia de una niña.

—Tus palabras son flechas bañadas en miel —dijo el sultán— y no abren nuevas heridas; al contrario, son el ungüento que cicatriza las viejas. Pero yo no soy únicamente el soberano de este imperio, soy también el brazo de Alá, el jefe supremo del islam, heredero de Mahoma, bendito sea. Y si él es el último de la serie de profetas, Jesús es el segundo en importancia. Ya he entendido adónde nos llevarán sus palabras, y no puedo permitirme tener dudas sobre la naturaleza de Dios. Si les concediera la posibilidad de insinuarse tan dulcemente en mi corazón, antes o después aflorarían, se harían visibles y mis enemigos se aprovecharían de ello. Por tal motivo, pues, con dolor y alivio a la vez, he decidido que tus relatos terminen hoy.

Beyazid se quedó sentado; aún quería decir algo. Los ojos de Ada Ta se habían convertido en dos ranuras e intentaban leer en los del sultán cuál sería su siguiente movimiento. Era un hombre inteligente y agudo; había introducido paz y estabilidad en un reino que su padre, llamado el Conquistador, había conquistado tras una guerra. A él lo llamaban el Justo, pero la justicia, a veces, podía ser terrible.

—Partiréis dentro de una semana —ordenó— y llegaréis a Roma, donde os encontraréis con un hombre que se ocupará de vosotros. Llevaréis con vosotros ese diario que escondéis tan celosamente. Hasta el cabello de Gua Li que habéis introducido con tanto cuidado entre las páginas ha sido colocado de nuevo en su sitio. No os pensaríais de verdad que no iba a encontrarlo, ¿no? Pero no os preocupéis; lo he tratado como si fuera una reliquia del Profeta. «Sus propias palabras», se titula; como veis, estoy al corriente. Mi lector de confianza, de los pocos que entre nosotros saben leer esa extraña escritura hecha de signos y de figuras, me ha leído algunos pasajes y la historia que me ha narrado coincide con el dulce relato de esta mujer.

Elevó mínimamente la voz y bajó la cabeza; luego tomó aliento: lo que iba a decir procedía de lo más profundo de su alma.

—Yo habría hecho de Gua Li una reina, si hubiera pensado que me podía aceptar. Ella habría sido mi Sherezade; y yo su Shahriyar. Habríamos recreado Las mil y una noches.

Al decir aquellas últimas palabras, el tono de su voz bajó hasta volverse casi imperceptible. Hizo un gesto y sus sirvientas se alejaron. Cuando desapareció hasta el leve tintineo de sus tobilleras, el sultán prosiguió:

—Es muy extraño. Es como si ella ya fuera una reina y fuera yo quien no se siente digno de ella. Quizás Alá haya querido mandarme una señal para recordarme lo efímero que soy y cuál es mi misión. Es hora de separarnos, pues. Os acompañará una persona de mi confianza, que será vuestra intermediaria en las tierras gobernadas por el hombre vestido de blanco.

Ada Ta se quedó inmóvil y no respondió ni siquiera a la mirada interrogativa de Gua Li. El higo se había abierto, pero aún no había mostrado el fruto que escondía. En cuanto a Beyazid, al monje solo le quedaba un arma: sabía esperar, virtud de la que a menudo carecían los poderosos, así que esperó. El sultán comprendió y sonrió.

—Vosotros sois las abejas, que de lejos habéis traído el polen al tulipán de mi reino. Pero de sus estambres habéis recogido nuevo polen, que esparciréis por las flores de la cristiandad. Seréis los mensajeros de una nueva alianza. A mí me dará paz y poder, y a vosotros la posibilidad de llevar a término vuestra misión. Os encontraréis con el papa blanco, y tendréis la posibilidad de transformar su negra alma.

El bastón de Ada Ta picó en el suelo. Gua Li se levantó, obediente, y se le acercó a pasos cortos, enfundada en su sari verde. Agachaba la cabeza y dirigía la mirada alternativamente a los dos hombres, uno frente al otro. Fue Ada Ta quien rompió el silencio.

—Una mujer virgen dio a luz tres gemelos. Uno blanco con ojos azules, uno moreno con ojos oscuros y un tercero color azafrán, con los ojos como dos almendras. Los tres hermanos crecieron felices con ella, pero cuando la mujer sintió próxima la muerte, los llamó por separado y les entregó a cada uno un trozo de piel de león. Les dijo: «Un solo trozo no sirve para nada, pero unidos formarán un mapa que os guiará hasta un tesoro». Después de hacer los honores al alma de la madre, los tres empezaron a desconfiar el uno del otro y, pese a vivir en la misma casa, escondieron cada uno su fragmento. Cuando murió el último de los hermanos, el jefe del poblado fue con los ancianos a su casa y encontró los tres mapas, idénticos entre sí. Intrigados, cogieron uno al azar y, tras seguirlo, encontraron un cofre lleno de piedras preciosas, escondido bajo un peñasco. Con tal tesoro, el pueblo prosperó durante mucho tiempo. ¿Qué nos enseña esto, Gua Li?

Ella conocía la historia, y por lo que sabía, la moraleja era la inevitabilidad del destino, pero también la necesidad de abrir el corazón y la mente para no perderse las ocasiones que nos da la vida para cambiarlo.

—Que quien es tonto, aunque caiga de espaldas, corre el riesgo de romperse la nariz.

Era lo primero que se le había ocurrido tras una breve reflexión. Miró a Beyazid, que dio una palmada y le sonrió de nuevo.

—Bendita seas, mujer —dijo el sultán—. Alá te ha creado porque él no podía estar en todas partes.

—Muy bien —exclamó Ada Ta—. Ahora sé qué sabe nuestro magnífico anfitrión. Y digo «sé», y no «creo». Porque creer significa no saber. De hecho, si me preguntas si ahora mismo está lloviendo, desde esta estancia sin ventanas solo puedo decir que creo que sí, esto es, que no tengo ninguna seguridad al respecto.

—Nunca os habría acogido en palacio —respondió el sultán— sin haberme informado antes sobre vuestras intenciones. El hombre que os acompañará a Roma me fue muy útil para conocer quién era el maestro Giovanni Pico della Mirandola. Todo se cumplirá.

Gua Li abrió los ojos y levantó la cabeza, pero enseguida volvió a bajarla y fijó la mirada en el suelo. Ada Ta volvió a golpear con el bastón en el suelo, luego levantó la barbilla de Gua Li con un ligero contacto de la mano.

—El conocimiento —le dijo— es un pájaro que vuela sin parar y que solo se posa en las puntas más altas de los árboles, y en las de los minaretes, como en el caso de nuestro gracioso anfitrión. Él sabe y ha querido mostrarnos que sabe. Así que ahora nosotros sabemos que él sabe, y el conocimiento ha retomado su vuelo, y nosotros lo seguiremos.

Un rayo de sol penetró en la sala a través de la celosía y diseñó un arabesco sobre el suelo de mármol blanco. El sultán juntó las manos.

—Alá, quienquiera que sea, ha querido iluminarnos con una chispa de su sabiduría. O quizás —añadió, despidiéndose con una sonrisa— ha sido su madre, que es la que nos une a todos. Ahora id. Creo…, es más, sé que el hombre que os espera en vuestros aposentos os gustará. Por su sangre corren ambos pueblos, el que estáis a punto de dejar y el que encontraréis. Quizá precisamente por ello la Madre se mostró tan generosa con él.

Cuando la reja del harén se cerró tras ellos, Gua Li comprendió que no volvería nunca más. Estaba agradecida al sultán, que la había escuchado con atención y con una admiración que solo muestran los enamorados. Se agarró al brazo de Ada Ta, que le abría las puertas del mundo. Tenía casi la impresión de que todo aquel viaje era, en realidad, algo que formaba parte de su destino, un viaje en busca de sus orígenes, no algo que pretendiera revelar a la humanidad los misterios de aquel hombre extraordinario que en Occidente consideraban hijo de Dios.

Al pasar junto al umbral de una pequeña estancia, en una esquina del palacio, vieron al hombre del sultán, sentado en una silla de espaldas. Tenía un cuaderno en la mano derecha y estaba dibujando con la izquierda unos cuantos trazos veloces, con una barrita de color rojizo, el mismo color de los pelos de su barba a contraluz. Ada Ta y Gua Li lo observaron mientras él miraba su reflejo en la ventana y, con trazos alternativamente violentos y ligeros, elaboraba su propio retrato. Les hizo una señal con la mano que sostenía el color pastel; era un gesto decidido, pero no ofensivo, con el que les pedía que esperaran. Dio unos trazos rápidos más, enrolló el papel, lo metió en un contenedor cilíndrico y se giró.

—Leonardo di ser Piero, originario de Vinci (un pequeño pueblecito de la República de Florencia), hombre sin letras y, a veces, sin educación. Os ruego que me excuséis.