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Roma, 14 de junio de 1497, Palazzo Borgia de San Pedro Encadenado
Vannozza se despidió satisfecha del príncipe de Anhalt, embajador del emperador Maximiliano. Al recibirle como anfitriona, él le había susurrado al oído que su carne se estremecía por ella. A sus cincuenta y cinco años, aún era una mujer atractiva, y de no haber sido por el temor de enemistarse con Rodrigo, se habría entregado con gusto a aquel joven guerrero. Ahora que Giulia Farnese estaba con su marido en Carbognano, lejos del papa, Vannozza habría deseado tener alguna ocasión más para despertar la vieja pasión, que, por su parte, nunca se había apagado, y quizá tampoco por la de él. Nada más pensar en su hombría se le ponía la piel de gallina.
Por entre las hileras de los viñedos circulaban alegremente cardenales y embajadores. Los comentarios alegres de las mujeres daban pie a risas o, a veces, se apagaban para recibir algún cumplido, reapareciendo después con tonos más agudos. Se habían vaciado las jaulas de los conejos, y más de uno pillaba algún conejo por las orejas, lo que provocaba fingidos lamentos entre las mujeres, que conseguían así que volvieran a soltar a los animalillos. Vannozza esquivó a una joven codorniz que corría contoneándose y moviendo la cabeza. Un invitado le echó el sombrero para cazarla, pero este acabó en un charco, entre las carcajadas de los presentes. Frente a las cocinas, Vannozza descubrió una púrpura cardenalicia tras unos matojos, pero la respiración agitada que oyó le aconsejó que pasara de largo. Encontró a Burcardo y le ordenó que preparara cuanto antes los sorbetes y que los sirviera a la llegada del papa. El maestro de ceremonias le aseguró que estaba todo listo, y anotó veloz en su cuadernillo la orden recibida.
La mujer subió al primer piso, a la estancia en la que solo ella y César podían entrar. Lo encontró allí, con el torso desnudo, orinando en una escudilla de cobre puesta a calentar al fuego vivo de la chimenea. César prosiguió indiferente y, cuando acabó, mezcló el compuesto con un mazo de mortero de madera. Sacó la escudilla del fuego y, después de ponerla sobre la mesa, la enfrió con un fuelle. Con una pata de liebre apuró los residuos, una especie de moho verduzco, y los molió en un mortero de mármol hasta obtener un polvo finísimo.
—Pásame el maná.
Vannozza, pálida, cogió un frasquito azul y se lo pasó. El arsénico fluía lento y el polvo lo absorbía gota tras gota. Con una cucharilla de marfil, César lo recogió todo y llenó hasta el borde la cavidad de su anillo de rubí. El resto lo tiró al fuego.
—¡Si Dios dijo «se haga la luz», y se hizo la luz, los Borgia podemos decir que se haga la noche, y se hará!
Vannozza le cogió de los hombros y le obligó a mirarle a la cara.
—¿Para quién es, esta vez?
—Dímelo tú, madre. ¿Te gustaría que fuera para la bella Giulia? ¿O preferirías liberarte de tu querido Carlo? Tras once años de fidelidad conyugal —dijo, con una sonrisa torcida—, tienes todo el derecho a enviudar…
En aquel momento resonó en todo el palacio el benedicite, que anunciaba la cena. Burcardo hizo que lo cantaran tres veces, para que nadie se presentara después de la llegada de su santidad. Vannozza, sentada en el centro de la mesa junto a los embajadores de Francia y de España, paladeó su triunfo. Justo enfrente, en una butaca dorada, tenía sentado al papa, que había sido su amante durante cuatro lustros. Había sido la más longeva, y la que la había destronado, la Farnese, no estaba presente. De vez en cuando le lanzaba una mirada de preocupación a César, sentado entre su cuñada, Sancha, y el cardenal Orsini. Al cabo de unos días quizá las posesiones del rico prelado pasarían a la familia Borgia a cambio de su vida. Juan y Lucrecia, más distantes, en el otro extremo de la mesa, parecían indiferentes a las conversaciones que se desarrollaban a su alrededor e intercambiaban miradas cómplices como habían hecho desde la infancia. Como duque de Gandía e hijo mayor, a Juan le tendría que haber correspondido un puesto más destacado, pero mejor así. Más valía ser espectadores de una comedia que protagonistas de una tragedia, algo en que los Borgia eran maestros.
Aliviada por la lejanía de los dos hermanos, Vannozza echó un último vistazo a la mesa. Llamaban su atención un par de caballeros que no conocía, sentados lejos de su posición. Uno de ellos era alto y no muy elegante, lucía una perilla jaspeada de blanco y una sonrisa amable, pero tenía una mirada fiera y cortante, completamente fuera de lugar en una reunión de lacayos y protegidos. En cualquier caso, al no ser de su círculo, debía de ser o una cosa o la otra: una verdadera lástima. Ya se informaría más tarde sobre la identidad de aquel hombre; en aquel momento, el maestro de ceremonias estaba demasiado ocupado haciendo que todo fuera como ella deseaba.
Tras obtener el visto bueno de su anfitriona, Giovanni Burcardo dio una palmada y entraron quince personas vestidas con una corta túnica de lino, una venda dorada en la frente y densas pelucas de cabellos rubios y rizados. El tema de la velada eran los fastos de Roma, y el maestro de ceremonias había hecho todo lo posible para que los huéspedes revivieran las cenas de Trimalción. Cuatro rodearon la mesa, sosteniendo en un palanquín una cochina entera, con una serie de pinchos clavados encima, y ensartados en cada uno de ellos una codorniz, un pichón y un tordo. Vannozza se puso en pie y con una daga le abrió el vientre a la marrana. Dos palomas alzaron el vuelo desde el interior, entre los gritos de las mujeres y los aplausos de los hombres, pero una de ellas volvió a caer pesadamente sobre la mesa, agonizante. Mientras un criado se apresuraba a retirar de la mesa al animal, César alzó la copa.
—¡Quien haya matado al Espíritu Santo no verá la luz de la mañana! —exclamó.
La sonora carcajada que soltó a continuación no bastó para acabar con la sensación de incomodidad de todos los presentes, que duró hasta que el papa levantó la copa.
—Amén —dijo, sin mucha convicción, y todos los demás le siguieron, pero con poco entusiasmo.
Juan seguía conversando animadamente con su hermana Lucrecia, le besaba la mano y le acariciaba la muñeca: su indiferencia hacia el resto de los comensales, que de vez en cuando introducían alguna educada pregunta o algún comentario gracioso, se había transformado ya en arrogante desinterés. Vannozza miraba a uno y otro de sus hijos. La distancia entre ambos haría más difícil que César pudiera acceder al vaso o al plato de su hermano, si es que esa era su intención, para echarle dentro el mortífero contenido de su anillo. No obstante, le inquietaba su comportamiento. César hablaba en voz alta, imponiéndose a la conversación de los demás, algo que no era habitual en él. Bromeaba torpemente incluso con Sancha, que parecía asombrada ante su conducta.
Se distrajo con la llegada de tres muchachas que se tendieron sobre la mesa, completamente desnudas y cubiertas de la misteriosa salsa española de Mahón, predilecta de Alejandro VI, que le había preparado Lucrecia. Se decía que solo ella sabía dosificar el aceite y el limón gota a gota mientras un fornido cocinero iba batiendo las yemas de huevo de oca, y por eso le habían concedido permiso para dejar por un día el convento de San Sixto, donde había sido relegada para poner fin a su embarazo. Con aquel color amarillo, las tres mujeres parecían cadáveres infectados con la fiebre de la guerra y el embajador de Francia, que había visto muchos, arrugó la nariz. Pero encima les habían colocado pastelillos de hojaldre con huevas de dentón y de mero, langostas, gambas y filetes de pescado, todo ello crudo y fresquísimo. Sobre el cuerpo de las jóvenes correteaban y resbalaban cangrejos vivos de varios tamaños, que los comensales cazaban, aplastaban y degustaban entre risas.
Las pobres muchachas, a las que habían ordenado mantenerse inmóviles, no podían evitar temblar constantemente, entre los cangrejos, los cuchillos que recogían la salsa rascándoles la piel, las manos que las agarraban y los dedos que se insinuaban por cada pliegue de su piel. Pensar en los dos escudos que ganarían no les servía de mucho; más les valdría desmayarse, pero ni siquiera eso podían. Al oír las dos palmadas se pusieron en pie, libres por fin, y gracias al aceite y a la grasa consiguieron quitarse de encima aquellas ávidas manos.
—¿Quién quiere probar las anguilas de Comacchio? —preguntó Vannozza en voz alta—. Son un regalo de la Serenísima República de Venecia, que en tanta estima nos tiene.
Algunos estaban avisados pero otros no, y estos últimos le echaron el diente a aquellas anguilas cubiertas de un espeso escabeche. Masticaron con todas sus fuerzas, pero estaban tan duras que no conseguían arrancarles ni un trozo de carne, y se esforzaban por conseguirlo, porque no podían quedar mal en la mesa del papa. Eso hasta que las risas de los que lo sabían se impusieron al resto de las voces.
—Señores míos —exclamó Vannozza—, dejadlas en el plato. ¿Pensabais que el dux iba a tener un detalle con nosotros? ¡No son anguilas, sino cuerda de cáñamo, con la que nos gustaría ver colgados a todos los enemigos de la Iglesia!
Poner al mal tiempo buena cara es la esencia de la diplomacia, y entre embajadores y monseñores no hubo ni uno que, pese a escupir algún hilo de cáñamo, no recibiera la pesada broma con una sonrisa. César, mientras tanto, se agitaba más y más, y bebía descontroladamente. No parecía él, y Vannozza empezó a temerse que aquella cena que había empezado con tanta alegría acabara tiñéndose de sangre. También porque Rodrigo, a diferencia de César, se mostraba taciturno y receloso. Entre los platos de carne y de pescado trajeron pequeñas orzas de arcilla en forma de cráneo; cada uno debía romper la suya con unos mazos de hierro que los comensales se iban pasando. Y al hacerlo, cada uno debía pronunciar en voz alta el nombre de un enemigo suyo.
En el interior, enroscado a modo de cerebro, parecía dormir un lirón, glaseado con miel y cubierto de semillas de amapola, para que diera fuerza, salud y fecundidad a los comensales.
A través de unas rejillas llegaba la suave melodía de unas flautas de Pan y unas arpas, mientras los platos iban pasando sin solución de continuidad. Degollaron un cerdo y sirvieron su sangre, embuchada y ligeramente cocida; un pescador provisto de dos afilados cuchillos atacó un atún recién pescado, lo destripó y se puso a cortar filetes, que se sirvieron aderezados con el antiguo garum, una pasta de pescado fermentado de sabor ácido pero con extraordinarias propiedades digestivas. Algunos de los comensales más ancianos ya se habían dejado llevar por el sueño en sus propias sillas cuando llegó a la mesa un autómata con los rasgos de Príapo, por cuyo enorme pene, accionado a través de una polea, iban apareciendo frutos secos y fruta escarchada.
Ya muchas braguetas de las calzas habían perdido sus cordones bajo las manos expertas de las mujeres, que no tenían reparos en hurgar bajo las túnicas de los criados, cuando Giovanni Burcardo se acercó al oído de Vannozza, que le dio una orden perentoria. Unos minutos más tarde trajeron a tres frailes a la sala, a empujones, y los tiraron al suelo frente al papa, que hasta aquel momento se había mantenido silencioso y taciturno, a diferencia de lo que era habitual en él. Parecía un regalo de Vannozza, a quien el papa interrogó con la mirada. A ella le bastó una mirada suya para saber que tenía libertad de acción. Se puso en pie y murmuró unas palabras al oído de César, en cuya boca apareció una sonrisa de triunfo.
—¡Qué vergüenza! —gritó él—. ¡Infestar con vuestra lujuria esta casa, y en presencia de nuestro santo padre!
Se oyó ruido de sillas y todo el mundo calló, mientras César Borgia, con la espada ropera desenvainada, se acercaba a aquellos desdichados.
—Para humillaros y obtener el perdón —gritó, evidentemente borracho—, ahora mismo repetiréis, ante todos nosotros, lo que hacíais en la viña.
Los frailes, temblando, se pusieron a besar las zapatillas del papa y a suplicar el perdón entre lágrimas. Alejandro se los quitó de encima a patadas y estiró las piernas bajo la mesa. La juventud y la delgadez de los brazos de aquellos frailes que suplicaban desesperados aumentaron aún más las ganas de César de ofrecer a los invitados un espectáculo fuera de programa. Ordenó al maestro de ceremonias que se llevara a los criados, que cerrara las puertas y que apagara todas las velas, pero que estuviera atento a las órdenes de Vannozza, la señora de la casa.
—Ahora estáis a oscuras, como en un confesionario. Solo Dios os puede ver, y solo si exponéis vuestro pecado ante él, su vicario en la Tierra, podrá absolveros.
La orgía silenciosa empezó, acompañada de roncos susurros y de risitas traviesas de los presentes. A medida que aumentaba el afán de los tres, el silencio de los invitados se hacía cada vez más palpable, hasta que algún gemido ronco indicó que todo había acabado. En aquel momento, Vannozza abrió una pesada cortina negra, tras la cual brillaba una Virgen de oro, iluminada por veinte velas en el interior de una urna de cristal. Los jóvenes monjes yacían en el suelo, destripados y bañados en sangre, con el rostro contraído en la máscara de una muerte inesperada, que les había alcanzado en el mismo momento en que creían llegar al placer. César tenía una bota apoyada sobre sus cuerpos, y la espada manchada de sangre.
—Han pecado y han sido castigados. Dios ha triunfado.
Toda la mesa estalló en una ovación, y la visión de aquel infierno liberó las pasiones más violentas, sin más reparos. Vannozza volvió a correr la cortina y la sala volvió a sumirse en la oscuridad.
Un hombre se levantó de la mesa, liberándose de la mano de una cortesana que insistía en desabrocharle la bragueta después de haber intentado besarlo en los labios. El mismo hombre abrió la puerta y un rayo de luz entró inesperadamente entre un coro de improperios. Enseguida volvió a cerrarla a sus espaldas. Giovanni Burcardo fue a su encuentro de inmediato.
—¿Por qué habéis abandonado la sala? ¡Todo el mundo lo ha visto, y mañana se preguntarán quién sois!
—Decidles que un obispo me esperaba en sus aposentos.
—¡No blasfeméis! No sé qué podría decir si me preguntaran.
—Me habéis presentado como un favorito de Paolo Fregoso y me habéis bautizado como Ferruccio de’Fieschi. Eso lo habéis jurado sobre cinco ducados, y si olvidáis el oro, el hierro se acordará de vos.
—¿Y por qué no os habéis quedado? —insistió Burcardo—. Era una ocasión única para intimar con el papa.
—He hecho un juramento, una vez y por Dios, y tengo intención de mantenerlo, aunque me cueste la vida. Ya habrá otra ocasión, que no implique fornicar con él. Con lo que os he dado encontraréis otra solución; me habéis costado más de una indulgencia plenaria por los pecados que he cometido y los que aún he de cometer. Y tengo uno reservado para vos, si no me ayudáis.
El maestro de ceremonias tenía la coronilla cubierta de gotas de sudor que brillaban a la luz de las velas. Paseaba la mirada rápidamente de los ojos del caballero que tenía delante a la puerta cerrada del comedor, donde en breve se iniciaría el juego preferido de su santidad, «Descubre y toma», o algo así: se empezaba a oscuras, todos en silencio, y había que reconocerse solo palpándose unos a otros, dando, a continuación, rienda suelta a los sentidos. Las mujeres no podían tocar el rostro de los hombres, que supuestamente era la parte más fácil de reconocer. Y en muchos casos las damas no se conformaban con uno solo y aprovechaban las oportunidades que les concedía la orgía hasta la salida de los primeros rayos de sol.
Burcardo tenía que apagar las luces y dejar que el caballero se fuera. Debía prometerle lo que le pedía, o no se lo quitaría de encima.
—Pasado mañana, Ferruccio… de’Fieschi. Le serviréis la mesa y espero que sepáis lo que hacéis, aunque yo no quiero saberlo. Habéis dicho que traéis noticias del cardenal de Medici, y eso puede ser de interés para su santidad. Con eso me basta; el resto no es cosa mía. Ahora marchaos, marchaos o no habrá ni mañana ni pasado mañana para ninguno de los dos.