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Roma, 20 de septiembre de 1497
En el transcurso de un mes, el grupo de caballeros a las órdenes del cardenal César Borgia fue presentándose sin preaviso por diversas regiones de lo que él ya consideraba su próximo reino. En Ferentillo se encontró con la oposición del confaloniero, fiel al duque Franceschetto Cybo, que, desde la muerte de su padre, Inocencio VIII, no había osado presentarse en Roma. César lo atravesó con la espada sin darle siquiera tiempo de sacar la suya. La guarnición le abrió las puertas del palacio. Vació la caja fuerte, pensando con satisfacción en el momento en que algún emisario del duque se habría presentado con la pretensión de recuperar los réditos. Eran coetáneos y ambos hijos de un papa, pero una encendida rivalidad en asuntos de mujeres, poder y riquezas los había separado siempre. Lástima, porque habría podido ser un excelente ministro.
Por otro lado, nadie parecía saber nada de la peste. Muchos se persignaron pensando en sus pecados. Solo el obispo había oído hablar algo al respecto. Un oficial le había hecho una referencia, tras lo cual se había ido corriendo a rezar a la iglesia de Santo Stefano. Cuando dejaron la Rocca del Precetto y atravesaron el río Nera, César oyó cómo caía la pesada reja de hierro de la fortaleza. Una flecha cayó en el suelo a pocas brazas de su posición. Se giró, pero a contraluz no pudo ver más que la sombra oscura del torreón. Cuando la corona fuera suya, pondría en fila a toda la guarnición. Entonces, con la ballesta, atravesaría el corazón a cada uno de los arqueros, hasta que alguno confesara quién había osado disparar por la espalda al único señor verdadero de aquel lugar. Como decía el gran César, el romano: «amar la traición, odiar al traidor, castigar para dar ejemplo». La caja del dinero compensó el fracaso de la visita. Así que decidió gastarse su contenido en agradables compañías antes de presentarse en la vecina Norcia.
El prefecto pontificio los acogió prodigándose en agradecimientos, como si hubieran ido hasta allí a llevarles una bendición. La peste, sí, no había duda. Él mismo, avisado por el cirujano, había visitado la casa de los nobles Brancaleoni y había visto con sus propios ojos los bubones morados y la carne hinchada y nauseabunda. Y, más que ninguna otra cosa, lo que le había impresionado era la expresión de los cadáveres: los ojos abiertos y la expresión de sorpresa, como si la enfermedad se hubiera enfundado las ropas de la muerte y los hubiera golpeado con la guadaña de pronto, en vez de con los fétidos miasmas que el buen Dios había enviado por algún motivo que solo él conocía. No había observado nada más. Gracias a la oración, la peste no se había extendido por el pueblo. Daba la impresión de que se la hubiera tragado la tierra. Pero no por ello había faltado a su obligación de avisar a los oficiales de su santidad. El retraso no se debía a la negligencia, sino al hecho de que, al vivir los Brancaleoni aislados del pueblo, habían transcurrido varios días hasta que el frutero, que casualmente pasaba por allí, observó la obra de la mano del demonio. O de Dios, como prefirieran sus excelencias.
César tomó nota, pero sin comprender. Durante los tres días que pasaron en la sacristía donde había nacido san Benedicto, les agasajaron con cenas compuestas por platos de cabrito, ardilla y marta, que al perfecto le gustaban particularmente. Comer la bestia del demonio, que, tras haber capturado a su presa, le corta la carótida para beberse la sangre que mana, le produjo un agradable estremecimiento, no del todo casto. Prosiguieron hacia oriente, silenciosos, por los hayedos, lanzando de vez en cuando fugaces miradas a los montes donde se decía que vivía escondida en una gruta la inmortal Sibila. Encontraron lobos y huellas de osos, y por fin llegaron al convento de San Lorenzo de Doliolo.
Los benedictinos los acogieron como mandaba su santa regla. Obedeciendo al abad, compartieron con ellos la comida, respetando con gusto el voto de silencio frente a las ruidosas muestras de intemperancia de sus invitados. El abad respondió con monosílabos, confirmándoles que había tenido noticias de focos de peste, y escribió en su nombre una carta dirigida a Julio César Varano, duque de Camerino. Borgia se juró a sí mismo que en la primera ocasión que tuviera mataría con sus manos a aquel hombre y a su descendencia. No solo hacía ostentación de la riqueza de su familia, evitaba pagar tributos recurriendo a discutibles exenciones de las que gozaba y se mofaba de las advertencias del papa, su padre, sino que además llevaba aquel nombre que le correspondía solo a él, César, y además con ese «Julio» antepuesto, como si quisiera reivindicar su descendencia de la mismísima gens Julia.
El encuentro en el imponente palacio del duque fue breve y frío. A Julio César aquella visita le sorprendió sobremanera, y no hizo otra cosa que repetir lo que le había escrito al santo padre. La peste había atacado a la familia de un notario, un tal Smeduccio, primo suyo, y habían muerto todos, menos la hija más joven, que ahora se alojaba con ellos, una muchacha a la que no era conveniente hacer recordar con inútiles interrogatorios aquella tragedia. El contagio se había detenido, tal como confirmaban los cirujanos, y habían quemado la casa para eliminar los miasmas. Un caso aislado, como aislada e inexpugnable —precisó— era su fortaleza, incluso para la mano izquierda de Dios. Por desgracia, no podía ofrecerles alojamiento, ya que aquella noche se iba a celebrar una fiesta, y la presencia del hijo mayor del papa, tras el fin terrible que había sufrido su hermano, no sería de buen augurio e intranquilizaría a sus invitados.
Una vez atravesado el puente levadizo bajo la atenta mirada de los ballesteros de la fortaleza, Micheletto se colgó del caballo y, sin poner el pie en el suelo, recogió unos excrementos de vaca y los tiró contra la pared.
—Antes de que se sequen —auguró, dirigiéndose a su amo—, invocarán tu perdón, César.
A los pies del monte Titano, en San Marino, la rabia se desbocó. Se detuvieron a admirar la fortaleza en lo alto. La fina torre parecía un brazo elevado hacia Dios.
—El santo Marino los ha eximido de pagar tributos durante siglos, pero el rey César no será tan magnánimo. El propio Jesús dijo: «Dad a Dios lo que es de Dios y al césar lo que es del césar». ¿O me equivoco, Micheletto?
—Si cuando seas rey me haces ministro —le respondió entre risas el otro—, tendrás hasta una estatua en el Campidoglio, señor mío, y todas las muchachas casaderas irán a tocar su miembro erecto para casarse y tener hijos.
—Pues entonces el cargo es tuyo. Además, también nombraré ministras a las mejores de las que pasen por mi cama.
César espoleó a su caballo. Micheletto y los demás le siguieron.
—¡Hágase tu voluntad! —gritó Micheletto—. ¡Y muerte a los traidores!
En las cercanías de Rímini, en el momento de pasar el puente sobre el Ausa, que estaba casi seco, salieron a su encuentro un capitán y dos caballeros con las insignias de Pandolfo Malatesta.
—Mi señor os ruega que vayáis a verlo al templo. El castillo Sismondo está en cuarentena.
El capitán partió al trote y todo el grupo le siguió. César dejó que los otros se adelantaran. Esta vez la peste le había esperado. Entró el último en el templo, muy atento a mantenerse alejado de las paredes. No había un Cristo ni una Virgen a quien elevar una oración; solo figuras de animales y de nobles difuntos, sepulcros sin una cruz, signos del zodiaco, símbolos paganos y monstruos esculpidos por todas partes. Pandolfo llegó enseguida, acompañado de un joven. Sus lentos pasos resonaron en la nave vacía.
—Caminan como si estuvieran enfermos —susurró Micheletto—. Ten cuidado.
Al negarse César a darle la mano, Pandolfo sonrió.
—Sois prudente, monseñor, pero yo también lo soy. Es cierto, la enfermedad ha llegado al castillo, pero no se ha extendido. Tres muertos, dos criados y una sirvienta, con claros síntomas. Dos en proceso de curación. Cuando he escrito a vuestro padre temía el contagio, pero ahora ya no.
—¿Qué plaga es esta —preguntó César— que llega, mata y no se extiende?
—Si lo supiera no sería un hombre de armas, como vos. Eso sí, puede deciros, por consejo de un cirujano veneciano, que ni los caldos de carne de víbora, ni el aceite de escorpión, ni las oraciones de la iglesia sirven para protegerse. Este es un discípulo suyo. Preguntadle a él lo que queráis saber. No os llevéis a engaño por su joven edad.
—¿Quién sois? —preguntó César con brusquedad al joven que tenía a su lado.
—Girolamo Fracastoro, monseñor.
—Decidme lo que sabéis, pues.
—Sé que no sé, monseñor, como enseña la Apología de Platón, pero he tenido ocasión de observar algunas enfermedades contagiosas. Creo que no derivan de combinaciones malignas de los astros ni de miasmas infernales, y que tampoco se propagan por voluntad de Dios ni de su enemigo.
—¿Sabéis quién soy yo?
—Sí, monseñor. El noble Malatesta me lo ha dicho.
—Sabed, pues, que mi padre os excomulgaría al instante si os oyera blasfemar de este modo.
—Os pido perdón, yo solo respondo a lo que me habéis preguntado. Me permito haceros notar, sin embargo, que la ciencia no es enemiga de Dios, sino solo de la ignorancia.
—Seguid, pues. Pero no penséis que me encantaréis con vuestras máximas: en Roma tenemos charlatanes a decenas. Conozco todos sus trucos.
—Pensamos, mi maestro y yo, que las enfermedades de carácter epidémico se transmiten a través de minúsculas entidades, como las pequeñas semillas arrastradas por el viento.
—Los miasmas, pues.
—No, monseñor. Se trata de materia orgánica que, una vez dentro del cuerpo humano, se extiende y se multiplica, y que, como hacen las termitas en un tronco, acaba provocando su muerte. En nuestro caso, estas entidades seminales tienen la capacidad de transmitirse por contacto directo, por vía aérea o por algún vehículo.
—¿Qué es eso del vehículo?
—Un agente, monseñor, algo que haga de transporte, como un animal: una rata o un pájaro, por indicar los más probables.
—Y qué casualidad —intervino Pandolfo— que hace una semana llegó al castillo una caja con unas alfombras mordisqueadas en su interior. Dentro había ratas. Unas muertas y otras vivas. Las capturaron y las exterminaron los que luego enfermaron y murieron.
César Borgia miró al suelo. Micheletto desenfundó la espada. De los calabozos del castillo de Sant’Angelo, cuando subía el Tíber, salían ratas a miles. Y la guardia se entretenía y se divertía persiguiéndolas, disparándoles con la ballesta o con el arco, atrapándolas, tirándolas al agua o cortándoles la cabeza. Más de una vez las había oído bajo su cama, royendo la madera. Por la mañana, había encontrado los restos de su comida.
—Fracastoro, ¿estáis seguro de lo que decís?
—No, monseñor, pero es la hipótesis más probable.
—Pandolfo, ¿de dónde procedía la caja?
—Pensaba que sería un regalo de algún comerciante, pero las alfombras vienen de Oriente, y quizá también la caja.
—Hay otro dato que conviene que sepáis —añadió Fracastoro—. La Muerte Negra del siglo pasado no tuvo casi efecto sobre las ciudades de Bruselas, Brujas y Milán. Quizá fueran las oraciones las que les salvaran, pero muchos de los médicos del lugar siguieron las indicaciones del famoso cirujano Guy de Chauliac: mandaron encender hogueras por todas partes, con la idea de que el calor purificaría el aire infecto. Pero desde luego también mantuvo alejados a ratas y pájaros. Para vuestro conocimiento, monseñor.
César sabía dónde quería llegar. Conocía sus miedos y sus límites, del mismo modo que un buen comandante debe estar al corriente de los puntos fuertes y débiles de sus milicias si quiere alcanzar la victoria. Había dado por hecho que la idea de la peste sería una superstición de su padre, algo que pertenecía al pasado, uno de los muchos miedos de los viejos, que esgrimían para hacerse los importantes con los más jóvenes, evocando y magnificando sucesos antiguos, y, por tanto, desconocidos, para atemorizar e infundir respeto. Había llegado a pensar que era algo que se había buscado su padre para poder ir a consolar a su modo a Lucrecia por la pérdida del bastardo. Había emprendido el viaje como si fuera una más de sus excursiones de juventud, en las que se divertía con sus secuaces volcando los carros del mercado y huyendo después al galope, entre las risas de sus compañeros y las imprecaciones de los mercaderes. Pero lo que debían ser unas vacaciones de los asuntos de la curia y de sus propias ambiciones se había transformado igual que cambia de piel una serpiente. Ya no había ni rastro de diversión. El terror se iba instalando en su mente, negro y amenazador. El muchacho volvió a desaparecer. En su lugar, apareció un hombre.
Miró de nuevo al joven Fracastoro, que le aguantó la mirada, sin altivez, pero sin miedo. Se despidió apresuradamente de Pandolfo, sin tocarlo, y dio orden a los suyos de partir. El fuego. Encendería fuego a su alrededor día y noche, verano e invierno. Si era necesario, quemaría toda Roma.
Los caballos, cubiertos de sudor, con las narices y los ojos dilatados, corrían el último trecho impulsados más por los olores de casa que por las heridas que les causaban las espuelas. El corazón les latía cada vez más rápido y los pulmones, exhaustos, buscaban el aire desesperadamente a través de sus bocas abiertas. Solo el poderoso frisón negro de César Borgia, el que usaba en el campo de batalla, parecía resistir sin agotarse y marcaba el ritmo a los demás. Al avistar el castillo de Sant’Angelo, el maremmano de Micheletto hizo un quiebro y, como saeteado por un enjambre de abejas, se precipitó por el puente que cruzaba el Tíber. No sirvió de nada el esfuerzo del hombre que tiraba de las riendas, y, aunque el hierro del bocado se le clavara en la boca, el caballo no quiso detenerse. Al ver aquella carrera solitaria, los alabarderos de guardia en el portón cruzaron las lanzas. El caballo los derribó, mientras Micheletto imprecaba al cielo y a la montura. En el patio los cercaron, el caballo se encabritó y tiró al suelo a su jinete. Alguien consiguió hacerse con las riendas, y evitar así las coces que daba con las patas de delante. Una vez aplacado, mientras Micheletto, cubierto de polvo, se le acercaba, amenazante, el maremmano hincó las rodillas en el suelo, dirigió la mirada a su amo y luego cayó fulminado, con el corazón reventado.
Desde lo alto de una torre de Via Leccosa, oculto tras la baranda, Osmán, el cojo, había observado la nube de polvo que llegaba de occidente y había oído el ruido impetuoso de los cascos. Finalmente, había visto el destacamento de caballeros lanzados al galope hacia el castillo de Sant’Angelo. Allí arriba se respiraba un aire limpio, mientras que en los pisos inferiores flotaba el hedor de los pequeños cadáveres descompuestos, aún prisioneros en la caja. Pan seco, queso y agua de lluvia habían sido su único sustento durante semanas.
Una mañana se había despertado con un fuerte dolor en el estómago, se había levantado la camisa y, sobre los pelos del pubis, había visto un bubón del tamaño de una almendra, de color morado. Lo había comprendido inmediatamente, pese a que la caja permanecía cerrada.
Dos días más tarde, la fiebre alta y los vómitos lo habían dejado ya hecho un esqueleto. El bubón había adquirido el tamaño de un huevo. Había cerrado la puerta con cerrojo y se había tumbado a esperar la muerte, rogándole a Alá que fuera rápida. El quinto día le había despertado una lluvia violenta y había bebido unas gotas de agua caídas del techo. Dos días más tarde estaba en pie, débil y asombrado de seguir con vida, pero aún más por los pensamientos que recordaba haber tenido durante el delirio, o quizá se tratara de sueños. No estaba en ellos la Vigía, ni las reuniones secretas con el visir, ni las vírgenes que le esperaban en el Paraíso, ni siquiera sus ambiciones perdidas. Solo recordaba a aquella mujer y sus relatos sobre un Jesús que no era ya el penúltimo profeta ni tampoco el dios que pensaban los cristianos.
Aún con fiebre, había repasado el último relato que había oído de los labios de Gua Li, de aquel Jesús que de niño había sido secuestrado y humillado, y que, sin ceder nunca ni renunciar a la esperanza, había conseguido liberarse y crearse una vida mejor. En la inconsciencia y con la mente ya casi liberada de los sufrimientos del cuerpo, le había vuelto, nítido, el recuerdo del acto de rebeldía de Jesús contra el poderoso brahmán, así como la decisión de Sayed de dejarlo todo para seguirle. Abandonado a un dolor que ya casi no sentía, volvieron a hacerse presentes y vivos los momentos en los que Issa se había enfrentado a los nómadas que le habían rodeado para robarles. Después de informarse sobre su circunstancia y de escuchar sus desgracias, había admitido que las posesiones que tenían Sayed y él mismo eran demasiadas en comparación con las que tenían ellos. Así pues, era justo que se las repartieran, de modo que todos pudieran vivir en paz. Al principio, Sayed no lo había entendido: había renunciado a todo por él y quería proporcionarle seguridad para el futuro con todo lo que había obtenido de la venta de sus propiedades. Issa le había dicho: «Me has dado la libertad, que es vida, como un segundo padre. Me has permitido profundizar en mis estudios y mejorar mi espíritu, y eso es mi futuro. Ahora puedo comprender mejor qué significan la justicia y el bien, el equilibrio y la pasión, el abandono y la generosidad. El amor, Sayed, y la posibilidad de darlo y recibirlo, como con esta gente. Y el amor es lo único que puede hacer feliz al hombre, incluso a quien no sepa, a quien no lea, a quien no conozca y no comprenda».
Al final Sayed había levantado los brazos y había llamado a los nómadas para que se acercaran al carro, donde les dio a cada uno según sus necesidades.
Los recuerdos se agolparon en la mente de Osmán, confundiéndose unos con otros. Instintivamente supo que había conocido a Jesús. Era aquella madre, que durante una ronda había visto en una esquina del Gran Bazar, sentada junto a su hombre, que vendía fruta, y con dos gemelos que le chupaban la leche. Había hecho parar a los jenízaros con una excusa y se había quedado, encantado, admirando su orgullo, la luminosidad de su sonrisa. Al mismo tiempo, había reparado en la mirada orgullosa del marido, que, con lo poco que vendía, le daba la posibilidad de disfrutar de la vida. Y él había deseado poseer a aquella mujer. De hecho, de haberlo querido, lo habría logrado; solo tenía que dar la orden a sus guardias. Quería robarle un poco de aquella felicidad. Se había sentido tentado hasta el último instante. Pero entonces ella le había mirado a los ojos y le había sonreído. Le había ofrecido su sonrisa sin pedir nada a cambio, ni siquiera lazakât, la limosna sagrada, el tercer pilar del islam al que nadie podía hacer oídos sordos, y menos aún si se le pedía.
Había huido de allí, entre lágrimas y maldiciones contra quien le había negado la posibilidad de conocer el amor. Oh, el Jesús de Gua Li, que les indicaba a los demás el camino de la vida, sin ninguna exigencia, sin presunciones, con humildad y coherencia. ¿Aquel era el dios de los cristianos? No era eso lo que él sabía. Parecía inspirarse, en cambio, en los mismos principios con los que, según el Profeta, bendito fuera su nombre, Alá colma a todas sus criaturas. Pero no eran los mismos principios que difundían el visir y el Arma Suprema de Alá: esos eran principios de muerte, aunque fuera justa —si es que existe una muerte justa—, pero solo de muerte. Jesús no tenía necesidad de armas ni de soldados para convencer. Hasta un cojo como él podría estar a su lado, de igual a igual. O quizá fuera solo un engaño de aquella mujer, Gua Li, que combinaba belleza y corazón, sabiduría y dulzura. Tal vez todo lo que había en sus relatos fuera falso.
No, no era posible, porque quien conoce las intrigas y la mentira sabe reconocer la sinceridad en las palabras y en las miradas. Y Osmán se sonrió, pensando en la muerte que nunca llegarían a entregarle al hombre vestido de blanco, en sus ricas vestimentas y en las cartas falsas que lo acreditaban como diplomático. Pensó en la peste, que le había perdonado la vida. Y, por último, sonrió pensando en su vida, que ya no sería la misma, porque no tenía dinero más que para unos días, porque ya no volvería, ni ante la Vigía ni ante el sultán, porque su deformidad le había abierto los caminos secretos del corazón, cuando en otro tiempo pensaba que le habría cerrado los de la vida. Ahora solo tenía un objetivo: encontrar a Gua Li, decirle la verdad y pasar el resto de sus días escuchándola. En el barco le había hecho una promesa, y la cumpliría.