39

Roma, 18 de noviembre de 1497

—¡Adorados míos!

Así acogió a sus hijos el ducentésimo decimocuarto papa, Rodrigo Borgia, sobrino de Alonso de Borja, sepultado cuarenta años antes en San Pedro con el nombre de Calixto III. En el centro exacto del salón de los embajadores de la basílica, sentado en un trono dorado, los recibió sin levantarse y esperó a que uno tras otro, Lucrecia, Jofré y César, le presentaran los debidos respetos. Los tres se sorprendieron de la extraña disposición del mobiliario, puesto que el gran escritorio de escayola florentina solía estar situado en la esquina que daba al jardín, de forma que quien se sentara detrás quedara a la sombra y pudiera ver bien el rostro a sus interlocutores. A César aquella disposición le recordó la horca de Campo de’Fiori, siempre en el centro para que todo el mundo pudiera verla, temer su poder y evitar así encontrarse en el lugar del condenado, fuera judío, bruja, delincuente o acreedor. Resultaban también inquietantes aquellas cuatro sillas, cuando ellos eran tres.

A un gesto de su padre se sentaron: César y Jofré en un lado, con la silla vacía entre ellos y Lucrecia.

—Adorados míos —repitió el papa—, gracias por venir a ver a vuestro viejo padre.

—¿Podíamos negarnos? —observó César, estirando los pies bajo la mesa.

Alejandro VI pasó por alto el comentario con una sonrisa. De los tres hijos, César era el que más se le parecía, aunque no físicamente, pero estaba seguro de que era hijo suyo, por el gesto, por su arrogancia y por muchas otras cosas. Esta vez, en cambio, debería demostrarle que poseía también el arte de la diplomacia, del que, al parecer, carecía.

—Estamos solos, y aquí, en el centro, si no levantamos la voz, nadie podrá escucharnos, ni siquiera Burcardo, que estará detrás de una de estas puertas con su cuadernillo negro, que un día u otro —gritó— le quemaré…, y a él con el cuaderno. ¿Queda claro, Burcardo?

Se oyeron unos pasos que se alejaban a toda prisa.

—Si estáis aquí los tres es porque me fío de vosotros. En vuestro interior corre mi sangre, y en alguno de vosotros aún más.

La mirada apresurada que lanzó a Lucrecia no le pasó por alto a César, pero Jofré lo miró frunciendo el ceño. Que su padre no estuviera seguro de su paternidad le sentaba mal, igual que tener que compartir a Sancha con su hermano, lo que le hacía objeto de escarnio.

—Pero antes que nada querría elevar con vosotros una oración en recuerdo del alma que debería sentarse en esa silla vacía, vuestro hermano Juan.

Con la cabeza gacha y las manos juntas, escrutó sus rostros de reojo, pero su mirada solo se cruzó con la de César.

—Ahora que hemos rezado por una vida que se ha ido, levantemos nuestros corazones por otra que llega. Esta vez Dios, nuestro Señor, me ha jurado por la cabeza de su hijo —dijo, dirigiendo la mirada a César— que ninguna conjunción astral, ni ángel ni demonio, y mucho menos una mano humana, impedirá este nacimiento.

César fijó la mirada en su hermana.

—¡Estás preñada otra vez, perra![11] ¿Y esta vez sabes al menos de quién será el bastardo?

—Es mío, César.

La campana mayor de la basílica dio la hora sexta. Durante las doce campanadas, en la sala reinó un silencio tenso, como si la última fuera a marcar el fin de una época. Lucrecia, con la mirada gacha, esperaba la tempestad que sin duda se desencadenaría tras aquella calma aparente. Pero no llegó.

—Mis felicitaciones, padre y hermana —dijo César, con un leve temblor en la voz—. ¿Cuándo podremos anunciar la feliz noticia?

—Nunca —respondió el papa—. Pero el niño nacerá. Y será un Borgia a todos los efectos, incluidos los dinásticos. ¿Entiendes lo que quiero decir?

No, César no entendía. Era la primera vez, después de varias semanas, que su padre recuperaba aquel tema. ¿Querría decir que el hijo que tendría con Lucrecia sería el heredero destinado al trono de los Borgia? Sería un desafío, una bofetada, algo impropio de su padre. Para no hacerle ver que no conseguía entenderlo, levantó la vista al techo artesonado, del que caía algún trocito de madera de vez en cuando. En aquella basílica, todo parecía caerse a pedazos.

—Estamos jugando a los dados, César. No nos escondamos tras las cartas. Por eso estamos solos. Y jugando a dados se sabe también el lado tapado: si sale un seis, sabes que el lado oculto no puede ser más que el uno. ¿Tú lo has entendido, Jofré?

Ante la sonrisa apenas esbozada de su hijo, Alejandro alzó los ojos al cielo. Se levantó pesadamente del trono, situándose a espaldas de sus hijos.

—Este hijo es una garantía para mí, en caso de que César quisiera convertirse en rey de forma prematura, acelerando el curso de la naturaleza.

—Si está preñada —dijo Jofré, girándose hacia él—, ¿cómo lo haremos para anular la boda con Giovanni Sforza por impotencia?

—La invalidaremos antes. Ya se encargará el cardenal tío de Giovanni. Últimamente hace de todo para ganar puntos.

—Ya que estamos jugando a los dados, alea iacta est, padre. Has hecho como Julio César, me has usurpado hasta el nombre. Pido permiso, pues, para marcharme.

César quiso ponerse en pie, pero la mano del papa le obligó a permanecer sentado.

—Hijo…, hijo… ¿Es posible que la ira te ofusque hasta tal punto la mente? Esta es una reunión de familia, y nosotros lo somos, a pesar de lo que creas. Todos hemos corrido un gran riesgo, el Medici podía aliarse con los Colonna, los Savelli, los Orsini o incluso con ese traidor de Della Rovere. En cambio ha venido a mí, ofreciéndome el fruto prohibido. He fingido que cedía a su chantaje, ¿aún no lo entiendes? Nuestro proyecto no está muerto, solo lo hemos aplazado. Tenemos que recuperar ese libro maldito de nuestro Dios porque, aunque minúscula, es la piedra con la que podríamos tropezar.

Alejandro VI volvió a situarse frente a sus hijos. Con los brazos extendidos y los nudillos apoyados sobre la mesa, los escrutó uno por uno.

—Yo seré rey, el nuevo rey de Roma, de Florencia, de Urbino, de Parma, de Módena y de Nápoles también. Luego me sucederás tú, César, si sabes poner freno a tus instintos. Luego será mi otro hijo, el que Lucrecia lleva en el vientre, ¡y ella será reina madre!

—¿Y yo, padre?

—Tú serás siempre príncipe, Jofré, y disfrutarás de todas las ventajas de tu rango sin tener que preocuparte de reinar. Y virrey de Nápoles, donde vivirás con esa zorra de tu mujer y donde podrás tener todas las princesas que quieras.

Jofré apoyó las manos en el regazo con desgana. Quizá fuera cierto que no era hijo de su padre, porque si hubiera sido carne de su carne, le habría cortado el cuello.

—Hay algo que no me cuadra —intervino César, y se mordió el labio—. Una vez en posesión del diario de Cristo, suponiendo que exista, ya no tendremos nada que temer de los Medici.

Un momento antes había visto cómo se hundía su mundo. Si hubiera tenido una espada y a Micheletto a su lado, habría matado a su padre, a su hermana y a su hermano de una vez por todas. Quizás habría cometido un error. Maldecía aquel furor suyo, que a fin de cuentas le hacía depender una vez más de su padre, cuya astucia admiraba y odiaba a la vez.

—Es cierto, César; veo que empiezas a comprender. Y de hecho no debe saberlo. Al menos mientras nos haga falta. Me ayudará a liberarme de Savonarola y me entregará Florencia. Él cree que me sucederá en el trono de Pedro, pero yo ya no seré el vicario de Cristo. —Alejandro VI dio un puñetazo contra la otra mano—. ¡Yo seré Dios!

Tras la puerta, Burcardo contuvo el aliento y dejó de tomar apuntes, por miedo a que le delatara hasta el mínimo roce de la pluma sobre el papel. No debía volver a espiar: además, aquello no lo escribiría nunca en su Liber Notarum. Ya podía irse a casa, con el paso del gato, rápido pero en silencio. En aquel momento, no le pareció una simple coincidencia que su nueva vivienda se encontrara precisamente en Via del Sudario. Nomen omen. Aquel nombre era un presagio, dado lo que sufría en aquel momento.

Ada Ta, por su parte, echó un último vistazo al palacio del príncipe Colonna. No lo vería más. Era como si se tratara de un pueblo a punto de desaparecer arrastrado por las aguas fangosas de un río en plena crecida. Los ejercicios de respiración y de control de la energía lo habían dejado agotado, pero habría sido imprudente meterse en la guarida del dragón sin pensar en cómo salir. Hacerlo por la puerta principal del palacio sin que lo vieran sería la primera prueba. El capitán Britonio tuvo la impresión de que un fantasma atravesaba el patio, pero echó la culpa a su vista, que ya no era la de antes, y se sorprendió por aquel repentino aroma a flores frescas. Ninguno de sus hombres podía oler de aquel modo, y ninguna cortesana que se hubiera ocultado en aquella tronera se habría puesto una esencia tan delicada.

Una vez en Via della Pilotta, Ada Ta vio a unos jóvenes que jugaban a la pelota. Tomó Via dell’Amoratto y de allí llegó a una gran plaza con un pórtico de columnas de mármol de color pajizo. Se detuvo bajo un arco a contemplar un imponente templo romano. Una mujer de labios escarlata se le acercó.

—Cuatro sueldos y te hago ver el Paraíso —dijo, entre dientes.

—Es un precio excelente por algo tan sublime —respondió el monje.

Ella se giró, satisfecha, pero el forastero había desaparecido. A veces el vino le jugaba malas pasadas.

El olor a pescado envolvió a Ada Ta antes incluso de ver la curva que trazaba el Tíber.

Frente al puente del castillo, los pescadores voceaban las excelencias de sus capturas. En una serie de puestos improvisados se amontonaban carpas, pequeños piscardos y grandes bagres, e incluso mújoles del mar, que observaban atentamente criadas y monjas encapuchadas, en un variopinto tráfico de cestas de diversos tamaños. A veces los pescadores, entre risas maliciosas, las perseguían con las anguilas que se retorcían entre sus manos.

Ada Ta atravesó el puente: tenía delante la entrada del castillo de Sant’Angelo; a la izquierda, a poca distancia, se erigía la torre de la iglesia más grande de Roma. Acarició el libro de Issa, que llevaba en la alforja colgada en bandolera, y se dirigió hacia la gran escalinata que daba a la basílica, donde vivía el papa blanco y donde estaban enterrados sus antecesores. Mientras ralentizaba la frecuencia de los latidos de su corazón, pensó, satisfecho, que también la segunda parte de su plan había llegado a buen fin; ahora tocaba la tercera. Los actos de los hombres a veces parecen muy complejos, pero, si se observan desde lo alto, se ven como parte de un diseño muy simple. Por eso había elegido la vida entre las montañas.

Desde allí arriba había intuido que no había sido casualidad que conociera al conde de Mirandola, ni su muerte, ni que hubiera confiado su secreto a aquel hombre bello y fuerte. Una semilla transportada por el viento puede hacer crecer un bosque en el otro extremo del mundo; en una nube, las aguas del Ganges se pueden mezclar con las del Tajo. Todo acabaría ocupando su lugar en un círculo en el que inicio y fin se encontrarían. Y Gua Li, como otros antes que ella, y otros tantos que vendrían después, había venido al mundo con un objetivo. Sin embargo, no se puede esperar que las cosas sucedan por sí solas. Subir los majestuosos peldaños de la escalinata de la basílica era un pequeño paso de su voluntad, en armonía con el pequeño gran diseño de la vida.