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Roma, marzo de 1497

—¡Padre!

—Hija mía, ¿qué es lo que te turba? —respondió Rodrigo Borgia, alzándose del reclinatorio en el que estaba posando al ver entrar a Lucrecia.

El pintor de la corte, Bernardo di Betto, tuvo una reacción de hastío que, no obstante, se guardó mucho de manifestar ante su irascible cliente. Bastante le molestaba ya aquel retoque a una pintura que consideraba perfecta, pero no había podido negarse a hacerlo.

En el retrato original, la niña que presentaba al papa Giulia Farnese, su amante oficial, no tenía defectos. Pero después de haberse peleado con la mujer, Alejandro VI la había apartado y había exigido al pintor que transformara a la Farnese en una virgen y a su hija en el niño Jesús, y que convirtiera la casaca militar del Borgia en la larga capa pluvial papal de ceremonia.

Las dos aureolas y el manto, aún, pensaba el pintor; pero volver a pintar el brazo derecho de la niña en gesto de bendición y transformar incluso un sonajero en un orbe de oro era demasiado. Además, estaba estropeando la pintura sin saber siquiera si le pagarían. En precario equilibrio sobre una escalera, en el cubículo frente al dormitorio, se dispuso a esperar pacientemente. Sin embargo, cuando el papa se quitó la capa, Bernardo comprendió que, por ese día, la jornada de trabajo había acabado.

—¡Pinturicchio!

Odiaba aquel sobrenombre que le habían colocado desde chico. Era pequeño, sí, pero que le llamaran «pintorcillo» ofendía más a su arte que a su estatura.

—¿Santidad?

—Puedes irte. Madonna Lucrecia nos reclama. Vendrás mañana, a la misma hora, y procura acabar rápido.

Bernardo di Betto recogió los colores, se metió los pinceles en el bolsillo de la tosca camisola de tela y bajó los escalones con cuidado. No sin esfuerzo, volvió a poner la escalera en su sitio y dio unos pasos atrás hasta desaparecer en la sala adyacente, donde los nobles romanos esperaban desde primera hora de la mañana con la esperanza de tener ocasión de presentar una súplica o de obtener una distinción. Por despecho al papa, esbozó una leve reverencia al cardenal Riario Sansoni della Rovere, condenado al ostracismo, a pesar de que su único delito era ser pariente de Giuliano della Rovere, conocido con el mote de «el Sodomita», aunque no fuera el único al que podía aplicarse tal apelativo. Su pecado más grave era, no obstante, haber osado ascender, cinco años antes, al trono de Pedro, precisamente con la oposición de los Borgia.

Lucrecia tenía el rostro surcado de lágrimas y algunos de sus largos mechones rubios pegados al rostro. Su padre la escrutó con severidad, y luego levantó la vista en dirección al pasillo para asegurarse de que no hubiera nadie a la vista ni que les pudiera oír. La olisqueó en busca de algún secreto de alcoba, pero su experta nariz no reveló rastro alguno de encuentros amorosos. Instintivamente, ella se cubrió el vistoso escote del blusón con un pañuelo de lino con flecos y agachó la cabeza.

—¿Qué tienes, hija mía?

Su padre le acarició levemente la nuca, pero su anillo de rubí se enredó en la redecilla de perlas que le recogía el cabello. Cuando Rodrigo intentó soltarlo, le tiró del pelo, y Lucrecia emitió un débil lamento, casi como un quejido.

En aquel momento vieron que César, hermano de Lucrecia, se acercaba. Ella se agazapó tras su padre.

¡Es una perra![1] —gritó César—. ¿No oyes sus gemidos?

Se quitó un guante, dejando al descubierto la carne devastada por las ampollas y las llagas del morbo gálico. Antes incluso de hacer ademán de golpearla, Lucrecia cerró los ojos y se refugió aún más tras la poderosa figura de su padre.

—¡César! ¿Qué forma de hablar es esa? ¿Por qué te diriges así a tu hermana en mi presencia?

—¡Esta vaca inmunda merecería estar en el más sucio lupanar de Roma, y podría enseñarles el arte del meretricio a todas!

¡Cállate, hijo![2] ¿Quieres explicarme por qué la has tomado con ella? ¿Qué te ha hecho?

—¿A mí? A mí nada… —Esbozó una sonrisa, acostumbrado como estaba a no abrir demasiado la boca por temor a que se le reventaran las pústulas que escondía bajo la barba—. Díselo, hermana —prosiguió—. Si no quieres que sea yo quien le cuente a nuestro padre cómo te las has arreglado para ensuciar nuestro nombre.

—¡Ya basta! —gritó el papa—. Acabad con este teatrillo o tendré que echaros de aquí a los dos.

—Padre —dijo Lucrecia, secándose los ojos—. Estoy embaraza…

Alejandro VI hizo una mueca, y dio un paso atrás, para dejarse caer después sobre su asiento. Envolvió con las manos las cabezas de león de los brazos del dorado trono y apretó los puños. Luego echó una mirada de fuego en dirección a su hijo, que negó con la cabeza y agitó las palmas de las manos a la defensiva, y exhaló con fuerza.

—¿Cuánto tiempo hace? —le preguntó a Lucrecia.

—Creo que tres o cuatro meses, padre.

Rodrigo Borgia hizo memoria, rebuscando entre los turbios detalles de algunos de sus encuentros con su propia hija, y se apresuró a hacer cuentas. Últimamente no se producían con la asiduidad de antaño, y Lucrecia había conocido a otros amantes más jóvenes. En cualquier caso, aquello era un problema. Giovanni Sforza, el marido de Lucrecia, que acababa de huir a Milán, había accedido recientemente a reconocer por escrito y bajo juramento su impotencia, debido en parte a la amenaza del veneno, y en parte a la promesa de que así podría conservar la dote de treinta mil ducados. Con aquel acto se hacía posible la anulación del matrimonio y la boda de Lucrecia con Alfonso de Aragón.

—Precisamente ahora que tu marido estaba a punto de declarar su impotencia para generar y penetrar… ¡Mierda! —borbotó Alejandro, y se mordió la uña del dedo meñique—. Hemos tardado años, y si no hubiera sido por su tío, el cardenal Sforza…

—No creo que Ascanio Sforza lo haya hecho por simple buena fe —intervino César—. Ya vendrá a pedirnos la recompensa. ¡Y nosotros se la daremos, vaya si no!

—No adelantes acontecimientos —le reprochó el papa—; veremos cuáles son sus peticiones, y luego actuaremos en consecuencia.

Primum ferire, deinde qaerere, padre. Primero golpear y luego preguntar; esa es mi filosofía. Os estáis volviendo blando, y desde que se fue la Farnese, se os está aflojando también el cerebro.

—¡No te permito que me hables de este modo!

—Y si lo hago, ¿qué ibais a hacerme, padre? ¿Quitarme la encomienda de Orvieto, con los pocos ducados que me da? ¡No soy más que un cardenal, y si no fuera por esta que llevo al lado, nadie me respetaría! —Dio unos golpecitos con la mano derecha sobre la empuñadura de la espada que llevaba colgada de un cinturón de cuero, cruzado sobre una chaquetilla de damasco verde—. Mi espada ropera es la única amiga que tengo aquí, en Roma —prosiguió—. Y también la única que tenéis vos, aunque no queráis daros cuenta. Arriesgáis mucho teniendo como capitán de la guardia a ese inepto de mi hermano Juan. Cualquiera podría acercarse a vos, cortaros el cuello y lanzaros al Tíber.

—Juan es el heredero de Pedro Luis, y como duque de Gandía le correspondía ese puesto —protestó su padre—. Y además…, los guardias le tienen un enorme aprecio.

—O sea, que llorarán mucho cuando encuentren su cadáver.

Aquella última frase agitó a Lucrecia, que hasta aquel momento parecía ajena a la indiferencia de su padre y su hermano.

—¿Qué quieres decir? —exclamó.

César alargó la mano enguantada para rozarle el rostro, pero su hermana se giró violentamente. Él hizo una mueca de desprecio y se acarició la barba.

—Solo que quien no es capaz de defenderse a sí mismo no es capaz de defender a ningún otro, especialmente si este otro es el padre de los príncipes y los reyes, el rector del mundo, el vicario de Cristo en la Tierra. En fin… —sonrió—, un hombre peligroso para sí mismo y para los demás.

—Como me entere de que le has hecho algo a Juan, yo… te seguiré hasta el Infierno —le amenazó Lucrecia.

—Vaya, vaya… ¡Fíjate! Ya sabemos de quién es el bastardo que lleva en el vientre.

Lucrecia se sacó un puñal de la manga izquierda y apuntó con él a su hermano.

—Nunca provoques si no eres capaz de llevar a cabo tus amenazas —le susurró él—. Ya he mandado a fornicar al Infierno a más de una perra[3]. No me obligues a llevar un luto que no deseo.

—¡Padre, defendedme! Vos sabéis por qué dice eso. Es celoso, y está marchito, como un higo al sol. Y sabéis que eso es cierto, padre, desde que éramos niños.

—¡Ya basta, por Dios! —exclamó Alejandro VI, apoyándose en los brazos del trono y poniéndose en pie—. No habéis cambiado nada desde cuando vuestra madre os perseguía por las escaleras de roca de Subiaco. Bueno, Lucrecia, ¿puedo saber quién es el padre?

—No, os dejaré con la duda a ambos. No os merecéis saberlo.

—Quizá no lo sepa ni él —observó César, con una sonrisa maligna.

Lucrecia se mordió el labio.

—César está celoso porque sabe que él no puede ser el padre, de modo que sospecha de todos, hasta de Pedro Calderón.

—¿Pedro? ¿Mi secretario?

—¡Padre santo, qué sagacidad la vuestra! —Lucrecia se tocó el vientre—. Claro, ¿por qué no? Él me ha sido más cercano en todo este tiempo que vosotros dos juntos. Fue él quien convenció a mi marido Giovanni para que firmara, no vuestro reverendísimo cardenal Ascanio Sforza. Él le dijo la verdad, es decir, que, si no aceptaba, muy pronto yo quedaría viuda. Y que no habría ni pariente ni fortaleza capaz de defenderlo.

—Eso puedes jurarlo sobre la cruz, hermana. De un modo u otro nos libraremos de él.

—Irás al convento de San Sixto —decidió Alejandro, haciendo un gesto con la mano para indicar que el coloquio había acabado—. Allí te han dado una educación, y así las compensarás.

—Mejor mandarla a Nepi, con las dominicas: es más seguro, al estar fuera de Roma.

—De eso nada. No quiero ir a Nepi. Antes…

Lucrecia no pudo acabar la frase, pues Alejandro alzó el brazo para golpearla, pero César le cogió la mano. Padre e hijo se miraron un buen rato fijamente, sin que ninguno de los dos bajara la mirada. Entonces César aflojó la presa y Alejandro rompió el silencio.

—Ve ahora, hija mía, y habla con tu tutora. Adriana Mila es noble y mujer, así que tiene todas las cualidades para darte el mejor consejo. Después ya hablaré yo con ella.

Lucrecia volvió a ponerse en pie, mostrando a los dos hombres las calzas bermellón y los zapatos azules de damasco, del mismo color azul que el blusón. Los miró a ambos de reojo y se dirigió a sus estancias, con la barbilla alta, dispuesta a afrontar el asedio de los nobles postulantes. Entre ellos, sería una reina.

El oro del cáliz brilló en las manos de César.

—No existe vino en Italia mejor que nuestro jerez, bañado con nuestra lluvia y madurado con nuestro sol. —Se limpió la barba con el guante y volvió a llenarse la copa—. Me gustaría mucho saber de quién es el bastardo.

—Ten cuidado con lo que dices; podríais ser parientes. En cualquier caso, dudo que haya sido Pedro —dijo Alejandro.

—¡Lucrecia es nuestra!

—Siempre lo ha sido y siempre lo será, pero ahora siéntate, César, y escucha las preocupaciones de tu padre, que deben ser también las tuyas. Me han contado que Giovanni de Medici ha vuelto de Alemania, y parece que ya está en Florencia.

—Ya se encargará fray Girolamo… Le haremos llegar la noticia.

—Giovanni es taimado, como una víbora que teme al tejón, dispuesta a morderlo en cuanto se distraiga. El fraile, en cambio, es el sapo que croa en el estanque.

—Hagamos que la víbora muerda al sapo, pues.

—No bromees, César; los truenos de Savonarola resuenan en las mentes más simples, pero también han puesto sobre aviso a nuestros enemigos. España, Francia y Alemania están dispuestas a echársenos encima. Y Nápoles, Venecia y Milán, pero también Mantua, Ferrara, Módena, e incluso la Vicaría de Massa de los Malaspina y los Appiano de Piombino, están al acecho. —Alejandro apretó los dientes—. Perros y chacales. Siempre dispuestos a degollarse unos a otros, pero también a repartirse el papado y sus posesiones. El problema es que en este momento nosotros no somos ni presas, ni perros, ni cazadores: estamos en un limbo. Recuerda que los franceses nos pasaron por entre las nalgas sin que pudiéramos levantar un dedo. Tenemos que actuar rápidamente, y decidir quiénes queremos ser.

—Me volvéis loco con esas escenas de caza. Decidme qué tenéis in mente, padre.

—César, César… Tú sabes bien lo que pretendo. Hasta que esa corona —dijo, señalando la tiara que descansaba sobre un cojín rojo— no permita que su rey tenga su propia línea de descendencia, no estaremos seguros. Es eso lo que nos hace débiles, lo que hace débil a la Iglesia; es eso lo que tenemos que cambiar. El reino de Dios pasará a los Borgia. Es uno de los motivos por los que eres cardenal: debes ser el lobo entre los lobos, al menos durante un tiempo.

A César le brillaban los ojos: en momentos como aquel se sentía orgulloso de ser hijo de su padre. Aunque diera la impresión de que Juan tenía más poder que él, con la providencial muerte de Pedro Luis, hermano de ambos, el mayorazgo no se le escaparía. Su padre tenía razón: paradójicamente, el reino eterno de Dios solo duraba hasta la muerte de su vicario. Si Jesucristo hubiera tenido hijos, ¿no habrían sido ellos mismos los que habrían ascendido al trono, en lugar de Pedro? La ocasión era única, y si su padre recurría a las armas de la política, él recurriría al hierro y al fuego. No era coincidencia que le hubiera tocado llamarse César, un nombre al que daría nuevo lustre. Sería César, no solo de nombre, sino también de facto. Y, si llegaba el caso, un día cruzaría el Rubicón. Y su hermano Juan…, ¿no tenía acaso el mismo nombre que el Bautista? Pues le tocaría hacerse a un lado y anunciar la llegada de alguien más importante que él.

Absorto en sus ensoñaciones, se había perdido las últimas frases de su padre, al que miraba sin verlo.

—… nosotros fundaremos este reino; ha llegado el momento. He servido a cinco papas antes de llegar aquí, consciente de que mi objetivo sería el de convertir la tiara en corona. Tráeme ese mapa.

César obedeció sin decir una palabra. Lo extendió sobre la mesa que había junto a la ventana, con cuatro candelabros de hierro en las esquinas para mantenerlo inmóvil, como si fueran cadenas fijadas a las muñecas y a los tobillos de una joven que se llamaba Italia.

—Al sur, tendremos que aliarnos con Nápoles y Calabria, y fijar al norte las fronteras con la Toscana. Milán actualmente está demasiado comprometida con los franceses; ya nos ocuparemos llegado el momento, o quizá dejaremos que la expolien del todo. El hecho de que tu hermano Jofré sea ya cuñado del rey de Nápoles allanará el camino para casar a Lucrecia con Alfonso, el hermano del rey. Fíjate: el sur, tan aislado y rico de tierras fértiles, no es más que el principio. Desde ahí empezaremos a expandirnos; de Roma partirá nuestra reconquista, igual que han hecho Isabel y Fernando en nuestra tierra. Los hombres del sur son fuertes, pero no tienen nervio; les falta alguien que los guíe con firmeza.

—¿Y las mujeres del sur? —dijo César, ladeando el extremo de la boca y esbozando una sonrisa.

—Si te refieres a la mujer de Jofré, olvídate de ella; no quiero líos.

—No he hecho más que seguir las huellas de mi padre. ¿O es que quizá no queréis tener rivales?

Ambos habían gozado de las gracias de la mujer, y ambos sabían de las correrías del otro.

—Sancha está enferma, enferma de verga. No vale un comino, no vale un rábano, no hay guardia que no presuma de haberla montado. Las mujeres de Nápoles, en cambio, son como ciruelas maduras, dispuestas a parir guerreros y marineros. Dios está con nosotros, César, aunque aún no lo sepa. Y ahora ve; tu hermano Juan ha regresado de Ostia, que por fin vuelve a ser nuestra.

La sonrisa de César se convirtió en una mueca feroz.

—Es bien sabido que no es mérito suyo. Lo sabe el Ejército y lo sabéis también vos. Si no fuera por Gonsalvo, también habría perdido esta batalla. ¿O habéis olvidado quizás al embajador que os enviaron los Orsini el mes pasado? ¡Un asesino con un cartel colgado del culo, dirigido al duque de Gandía! Ese es mi hermano…

—Los Orsini pagarán.

—¿Y yo? ¿A mí cuándo me pagarán, padre? ¿Y quién me pagará? La encomienda de Orvieto no me da más que unos pocos ducados.

—Veinte mil al año no son pocos.

—Vos los hacéis con un par de nombramientos cardenalicios.

—¡Nos somos el papa!

—¡Y yo soy el mayor de vuestros hijos!

—¡Y también eres cardenal!

—¡Porque vos lo habéis querido! A menos que llegue a ser papa también yo…

Alejandro VI sonrió y le tendió el anillo para que lo besara, pero con la mano cerrada en un puño.

—No te hace falta. Serás rey, César. Déjame ahora, y fíate de tu padre.

—Está bien, pero no intentéis tomarme por tonto, padre. No soy Juan, ni tampoco Jofré, y no soy estúpido.

Cuando se alejó, el papa Alejandro volvió a ser Rodrigo. Un tirón en la ingle le recordó a Giulia Farnese. Ni los turbios asuntos con Lucrecia ni la miríada de cortesanas dispuestas a servirlo en cualquier momento habían podido borrarle de la mente y de la carne el recuerdo de la que le había abierto la puerta del paraíso. Impresos en la memoria tenía sus ojos, y aquella mirada desencajada cuando penetraba en su interior. Cogió una hoja y le escribió una carta.

Hace ya unos tres años de mi última carta, y en ella os amenazaba con la excomunión y la maldición eterna en el momento en que establecierais contacto carnal con vuestro marido Orsino. Os enmendasteis a tiempo, y cuál fue mi alegría cuando pude por fin acogeros de nuevo entre mis brazos paternos. Ningún gasto me pareció jamás más leve que el de los tres mil ducados de vuestro rescate, como si los hubiera ofrecido en donación a la Madre Celestial. Vuestras gracias y vuestra virtud siempre han ocupado un lugar especial en mi corazón, así como vuestra felicidad. Y si aún os importa la mía, me complacería que dejarais Carbognano, aunque solo fuera por unos días, y vinierais a recibir mi sempiterna benevolencia.

ALEXANDER PAPA VI

Leyó y releyó la carta, y luego la guardó bajo llave en el cajón. Después de cerrar bien la puerta, abrió un pasadizo secreto que le condujo a la calle. En el castillo de Sant’Angelo le esperaba siempre una carroza conducida por uno de sus criados, y un cambio de vestuario lo convirtió en uno más de los tantos hidalgos españoles que acudían a Roma en busca de aventuras. Se puso una casaca de cuero ajustada, calzas marrones de lana y botas de caza, como si fuera un rico comerciante. Ocultó la tonsura bajo un sombrerucho de terciopelo que también le cubría gran parte del rostro.

Alejandro tenía entreabierta la cortina de la litera, cargada en andas y seguida por dos caballeros. La noche ya había caído horas antes, y con ella había aparecido el batallón de prostitutas, animadas por los primeros indicios de una primavera precoz. Pocos años antes, el papa Inocencio había decidido censarlas y, aparte de las alcahuetas y las mantenidas, habían salido seis mil ochocientas, una por cada cinco habitantes.

Acunado por el lento balanceo de la litera, se abandonó al pensamiento de que Roma realmente era un nido de vicio, tal como decía Savonarola. Peor para él; no sabía lo que se perdía, y tonto dos veces: si no cejaba en sus desvaríos, su último sermón lo daría colgando de una jaula y comido por los cuervos. La litera frenó aún más el paso cuando entró en el rione de’ Banchi. Por la calle, los proxenetas jugaban a los dados o a la morra, pero dejaron de gritar al ver llegar la litera y agitaron los sombreros en una reverencia a la vista de su cliente. En los pisos superiores esperaban las mejores cortesanas. A cambio de un solo escudo, Alejandro disfrutaría de tres de las más bellas, y podría concederles un par a sus escoltas.