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Alrededores de Figline, diez días antes
Había llegado junto a una carga de preciosas alfombras y muy pronto había encontrado alojamiento en las bodegas de villa Serristori, donde había toda una familia de ratas.
Al abrir las cajas, que parecían perfectamente precintadas, algunas de ellas, las que habían sobrevivido al largo viaje desde Oriente, habían salido huyendo, perseguidas inútilmente por los criados entre los gritos de las sirvientas y de las jóvenes hijas del señor de la casa. Por lo que se veía, era evidente que habían sobrevivido mordisqueando con avidez la suave lana y destrozando más de una alfombra. Otras, menos afortunadas o más débiles, yacían encogidas, con las carnes despedazadas por sus propios congéneres. El ácido segregado por sus restos había completado la labor iniciada por su apetito, corroyendo la trama del tejido y destrozando irremediablemente el azul de los arabescos y el amarillo y el verde de las flores.
Averardo Serristori se había enfadado muchísimo y había escrito una carta airada a Venecia, dirigida a Marco Boscolo, su expedicionario de confianza, exigiéndole la devolución de la mitad de los cuatrocientos florines pagados a cuenta de las alfombras. Que viniera a verlas, y comprobaría el lamentable estado en que habían llegado: solo se había salvado una de seda. Las otras quedaban a su disposición, y podía acudir a retirarlas cuando deseara, ratas incluidas. El noble Serristori firmó la carta con una de sus rúbricas, y fijó el lacre con el sello familiar, fácilmente reconocible por las tres estrellas inferiores.
El expedicionario veneciano Marco Boscolo no llegaría a recibir aquella carta, ni le devolvería nunca los florines pagados a cuenta. Hacía tiempo que yacía en el fondo del Gran Canal, envuelto en una pesada cadena de hierro y con el cuello cortado. Con su cuerpo ya se habían dado un banquete las lisas y las anguilas que poblaban las aguas legamosas.
No obstante, en los días siguientes el viejo Averardo se olvidó de las alfombras, de los florines y del traicionero expedicionario. Su mujer enfermó y se murió entre sus brazos, gritando y gimiendo hasta el último momento. Su segunda hija casi se desnudó delante de él para mostrarle una llaga del tamaño de una nuez que se le había formado entre la axila y el pecho incipiente. Dos días más tarde ella también estaba muerta; por suerte ocurrió cuando estaba inconsciente, ya que un médico especialmente servicial, bien pagado, les había procurado una infusión de estramonio, la prohibida hierba del diablo, para mitigar los dolores. Después, la guadaña de la muerte se llevó a dos sirvientas que entregaron el alma a Dios entre atroces sufrimientos y, tras dos días de búsqueda, encontraron a un muchacho de apenas diez años, que ayudaba en la cocina, muerto en el establo: estaba mordisqueado por las ratas y tenía las órbitas vacías y cubiertas de sangre. Al cabo de unos días, la epidemia cesó, pero, entre los muertos y los que habían huido pensando que la casa había sido poseída por el demonio, no quedó nadie.
Averardo Serristori se atormentaba, vagando a solas por las estancias, y se preguntaba por qué no había enfermado, por qué no había corrido la misma suerte que sus amados familiares; no sabía explicarse por qué motivo no había tenido ni un mínimo rastro de fiebre, por qué estaba en perfecto estado de salud. Se preguntó qué pecados podían haber cometido su mujer y sus dos hijas para haber sido castigadas con tanta dureza por la mano del Señor. Después, en la locura que siguió al dolor, comprendió que, en realidad, Dios había decidido castigarle a él, privándole de lo que más quería en el mundo. Pese a haberlos lavado con la confesión, sus pecados de juventud contra la carne habían pesado demasiado a los ojos del Omnipotente. Demasiado había sufrido ya su hijo en la cruz.
Tenía razón el santo fraile Girolamo Savonarola: no bastaba con el arrepentimiento, había que entregarse completamente a Cristo. Ahora que se había quedado solo, donaría todas sus propiedades a la iglesia de San Marco, pidiendo poder poner fin a sus días en un convento. Al menos tendría el consuelo de saber que, gracias a Dios y a la Iglesia, cuando llegara el momento se encontraría con sus adoradas hijas y su mujer en el Paraíso. Las indulgencias plenarias, pagadas a un precio realmente caro, le darían en el Cielo aquel consuelo que le había sido negado en la Tierra.
Se paseó por las diferentes salas por última vez. Al día siguiente llamaría al notario para redactar el acta formal de cesión de la propiedad. Entonces se fue al establo, del que procedían unos incesantes maullidos; todos los gatos de la casa se habían refugiado allí, en busca de algún resto de comida. Los encontró confundidos, agitados, y la lámpara de aceite le tembló en la mano al ver que algunos de ellos daban vueltas alrededor de los cadáveres de dos de sus compañeros. Los olisqueaban, se apartaban, volvían y les lamían la sangre que les salía de las tripas, desparramadas sobre el suelo enfangado.
—¡Fuera, fuera! ¡Fuera de aquí, criaturas del Infierno! ¡Respetad la muerte!
Agitó la lámpara como una espada de fuego, pero un gato se coló entre sus pies, asustado. Averardo tropezó y fue a caer sobre un montón de paja que prendió enseguida. El hombre se puso en pie inmediatamente, pero sus ropas empapadas de aceite ya estaban en llamas. El fuego que lo envolvía le recordó por un instante el Infierno, y sintió que los demonios lo arrastraban por los pies. Perdió la esperanza de alcanzar el Paraíso y volvió a caer, esta vez para no volver a levantarse, mientras ardían ya las paredes del establo, al tiempo que el techo sobrecalentado filtraba los primeros vapores. Poco después, la pez de la capa exterior se inflamó, creando una violenta llamarada y una explosión. Las finas vigas del techo cedieron y cayeron, transformándose en un momento en tizones al rojo. Algunas chispas incandescentes salieron volando para aterrizar sobre la casa. Las tejas de arcilla del techo repelieron el ataque del fuego, y las paredes de piedra el calor.
Cuando el primero de los campesinos de la zona vio lo sucedido, se encontró la villa intacta, con el blanco encalado apenas tiznado. Aún salía humo de entre los tabiques del establo, y alrededor quedaban pequeñas hogueras que la fina lluvia de la mañana no había podido apagar. En un agujero, los miembros de una familia de ratas que habían encontrado refugio yacían amontonadas unas sobre otras, enlazadas en un último abrazo.