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Roma, tarde del 29 de julio de 1497

El príncipe Colonna estaba de espaldas, observando un mapa extendido sobre la mesa. El sudor acumulado formaba unas manchas oscuras en su jubón de cuero sin mangas.

—Me he comprometido con el rey de Nápoles a mantener cuarenta soldados al año, pero me temo que me acabarán costando más de los seis mil escudos que darán las nuevas tierras.

Gabriele le hizo una mueca a Ferruccio, dejando claro que no lo había entendido. El príncipe se giró hacia ellos.

—Así que vos sois Ferruccio de Mola. Os hacía mayor, en vista de vuestras empresas.

Ferruccio le sostuvo la mirada en silencio. Los mechones castaños que le caían hasta los hombros daban un aire gentil al rostro del noble romano. Sobre la piel oscurecida por el sol, la barba le confería la autoridad que le habían reconocido sus soldados en tantas batallas, ganadas y perdidas.

—Bueno, sois un hombre de pocas palabras, o más bien de ninguna, ya que no hay necesidad. Lo único que espero es que me liberéis cuanto antes de vuestra presencia y de la de los otros invitados, llegados ayer, a los que no sabía qué decir. Pero mientras estéis aquí, en el palacio, seréis tratado con el respeto que merece vuestro patrón. Si salís, no garantizo ni vuestra seguridad ni la de los demás. Son tiempos difíciles, De Mola, y la vida cuelga de un hilo cuya longitud solo conoce el Señor.

—Gracias, monseñor, pero yo prefiero encomendar la mía al filo de mi espada.

Mientras Gabriele cerraba los ojos, encomendándose a todos los santos que conocía, Fabrizio Colonna achinó los suyos. Apuntó con el índice en dirección a su invitado. Gabriele bajó la cabeza.

—Sois un hombre temerario, De Mola. Me gustáis. Cuando el cardenal ya no requiera vuestros servicios, venid a verme. La palabra es como una estocada: no sirve de nada enzarzarse en un duelo; basta con una, bien asestada, en el momento oportuno. Pero no os pongáis nunca en mi contra: mi espada es más implacable de lo que puede dar a entender mi aspecto. Y ahora marchaos y quitadme de encima a ese monje, que a diferencia de vos sí habla de más.

El príncipe le indicó una puerta. Las oraciones de Gabriele recibieron respuesta: Ferruccio se abstuvo de replicar y se despidió con una breve reverencia de aire militar.

Gua Li estaba sentada al borde de un largo escritorio de piedra, observando con atención un esbozo que le acababa de entregar el arquitecto Leonardo. La mujer reía en voz baja, con una mano frente a la boca, ante la mirada divertida del autor.

—Creedme, no existe truco ninguno, ni tampoco magia. ¿Lo veis? Una serie de mecanismos hacen que se muevan los brazos y la cabeza, como si estuviera vivo.

—Sería un juguete para niños, entonces.

—En realidad, yo lo he pensado para uso militar. Pensad en lo que sería poner a cientos de estos autómatas sobre las almenas de una fortaleza que, en realidad, estuviera defendida por pocas decenas de hombres. Los asaltantes, al verlos, se llevarían una impresión equivocada, y podrían renunciar al asalto.

—Entonces no me interesa. —Gua Li apartó la hoja—. Considero que la guerra representa el colmo de la idiotez humana.

—Tenéis razón. —Leonardo suspiró—. Debería renunciar al estudio de obras que pudieran tener un resultado nocivo para el hombre. Pero mi ingenio, por sí solo, no me da de comer, y la mano de quien me paga suele estar manchada de sangre.

Ada Ta, colgado de una sola mano a la vara de hierro que sostenía las cortinas de las ventanas, levantó el cuerpo por enésima vez, sin esfuerzo aparente.

—Todo depende del hombre, que mide todas las cosas que son por lo que son. El estiércol de la vaca ensucia el camino, pero hace que la col crezca lozana. No obstante, yo diría que si tenemos dos orejas y una sola boca, quizá sea el momento de escuchar, más que de hablar.

—Ada Ta, ¿qué quieres decir?

Dos golpes de tos le hicieron girarse hacia la puerta. A contraluz solo vio dos hombres, con calzas oscuras y camisa blanca. El más alto de los dos se les acercó. Gua Li percibió un extraño olor, dulce y amargo al mismo tiempo, que la puso sobre aviso. Sintió el olor dulce de la sangre y el amargo del espino, a los que atribuía significados opuestos: cruel el primero; amable el segundo. Levantó la mirada hacia Ada Ta, pero no encontró sus ojos.

—Ferruccio de Mola, a su servicio. Y este es mi…

—Escudero —le interrumpió Gabriele—, asistente, guardia personal, guía y herrero, armero y confesor, según convenga. Tengo tantas facetas como hagan falta. A su servicio.

En aquel hombre orgulloso y algo menudo, Gua Li reconoció enseguida el olor de la tierra tras la tormenta, que, como un cesto desfondado, devuelve todos los olores de los que está impregnada, casi como liberándose de un peso excesivo. Leonardo fue al encuentro de De Mola y le tendió la mano.

—Leonardo di ser Piero, originario de Vinci, caballero. Espero poder pagarle la deuda que contraje con el conde de Mirandola. Él era capitán y yo soldado, nos separaba la misma distancia que separa la ciencia de la práctica. Él era la vía griega del pensamiento, y yo la romana de la acción.

—Sois muy amable, Leonardo, pero no me debéis nada. He venido aquí cumpliendo órdenes, y aunque mi rostro diga lo contrario, creedme que estoy encantado y sorprendido de estrecharos la mano.

—Las palabras de los caballeros son cerezas sabrosas, y una llama a otra. Las sorpresas de este largo viaje no acaban —Ada Ta se acercó a Ferruccio, apoyándose con dificultad en su bastón—, y otras llegarán, pero son como el misterioso vuelo de las abejas, que parece una locura a primera vista, pero que es fruto de la lógica. Solo que hace falta ser abeja para entenderlo.

—Imagino que será con vos con quien tendré que conversar largamente —respondió Ferruccio—. Tengo el encargo de protegeros.

—Me temo que conversar conmigo largamente podría resultar hasta molesto. A menos que os apetezca escuchar los desvaríos de un pobre viejo, que, no obstante, os estará muy agradecido si, como habéis dicho, le ofrecéis vuestra protección. Seréis entonces nuestra sombrilla, el objeto más sagrado para Hongzhi, el más sabio de todos los emperadores, porque en toda su vida tuvo una sola mujer. Pese a que el Libro de los Reyes diga que Salomón tuvo setecientas mujeres, eso no es un indicador real de la sabiduría de un hombre. ¿Qué pensáis al respecto?

—Me temo que no comprendo, señor, mi protección…

—Si nos protegéis de la ignorancia humana, de la maldad y de la prepotencia, os estaremos tan agradecidos como el campesino que encuentra donde proteger sus semillas de la intensa lluvia.

—Sigo sin entender —replicó Ferruccio, con los tendones del cuello tensos—, y os estaría muy agradecido si usarais conmigo un lenguaje más claro.

—Veo que os estáis irritando. Pero yo ya os había avisado que conversar con este viejo monje sería molesto. Os sugiero, entonces, que dirijáis vuestras atenciones a esta espléndida flor de la montaña. Vuestra mente, vuestros oídos y vuestros ojos os lo agradecerán, y no tendréis necesidad de mayores explicaciones.

—Lo haré con mucho gusto, aunque no se me había advertido de que ibais acompañado de una mujer.

—Eso no es exacto. Soy yo quien la acompaña a ella.

La irritación frenó las palabras de Ferruccio. Apretó los puños y se los llevó a la boca. Debía mantener la calma, tenía una misión que cumplir; una misión de la que dependía la vida de Leonora. Cogió aliento para responder con calma a la ironía de aquel viejo, que parecía divertirse tomándole el pelo, pero la mujer se le anticipó.

—¿Os molesta que yo sea mujer? —El tono de Gua Li era tan amable como firme—. ¿Consideráis quizá despreciable ofrecer vuestro brazo a una persona de mi género, o nos consideráis seres inferiores y sin alma? Eso si no es que tenéis algún motivo particular para odiarnos.

—Señora, si hay algo noble sobre la Tierra, es la mujer. Si conocierais a la mía, os maravillaríais.

—El noble caballero —intervino Ada Ta— hace alusión a la gran madre de las teorías de Mirandola, Gua Li.

Los ojos de Ferruccio se clavaron como flechas en los del monje, mientras un escalofrío recorría su espalda. Instintivamente se llevó la mano a la vaina de la espada, que, no obstante, había dejado en el puesto de guardia. El monje conocía las tesis arcanas de Giovanni Pico, aunque nunca se hubieran divulgado. Eran pocos los que habían llegado a tener conocimiento de su contenido, y muchos de los que lo habían hecho habían muerto por causas naturales o envenenados, como el Magnífico e Inocencio VIII, y como su propio autor. Quizás el cardenal de Medici tuviera una copia, quizá la tuviera Alejandro VI: se preguntó quién habría revelado a los dos orientales el contenido de aquel libro, del que él guardaba el último original. La pregunta le salió de la garganta como una erupción.

—¿Qué sabéis vos de la Gran Madre?

—Ahí está la primera de las sorpresas que se ha posado sobre vuestra mente —constató Ada Ta—. Nuestra madre común tiene tantos nombres como numerosos son sus hijos: Anna Purna (diosa de la abundancia) o Maha Kalí, o Gayatri, o Mammitum, o Nut, donde viven los hombres de piel oscura, mientras que donde el mar se convierte en hielo se le llama Nidhoggr, aunque no estoy seguro de pronunciar bien su nombre. Espero que no se ofenda.

—Estoy seguro de que no lo hará —respondió, seco, Ferruccio—. Veo que me conocéis bien, al contrario que yo, que no sé nada de vos. No obstante, aún no me habéis respondido.

Un grito ahogado atravesó los cristales de las ventanas. Gabriele se asomó de inmediato para ver qué era lo que había sucedido. Oyeron un choque de espadas y otros gritos e imprecaciones en español, alemán e italiano.

—Han atacado el palacio —dijo Gabriele sin alterarse—. Nada raro; gente de los Orsini, por los pañuelos que llevan.

Miraba disimuladamente desde el estípite del gran ventanal del primer piso, al resguardo de una pesada cortina de terciopelo verde. Aunque el cristal estaba protegido por una pesada reja, sabía bien que, a aquella distancia, un disparo de ballesta podía atravesarlo como un tallo de apio se hunde en el requesón.

—Y han cerrado la puerta principal —prosiguió—. Estará contento el príncipe; a partir de ahora nadie podrá entrar ni salir. Podríamos jugar al ajedrez o a los dados, pero advierto de que con estos últimos me he pagado más de un trago.

Nadie demostró ningún interés por sus palabras, ni siquiera cuando sacó tres dados de la escarcela y los hizo rebotar hábilmente sobre la palma de la mano.

—Yo lo decía por pasar el rato, para engañar a tiempo…

—Al tiempo no se le puede engañar —intervino Ada Ta—. Más bien es él quien nos engaña a nosotros. Cuando un día pasa sin nada que hacer, nos parece muy largo; en cambio, si lo ocupamos con actividades que nos hacen felices, se pasa de la mañana a la noche de un salto, como la ranita salta de la flor de loto a la orilla del estanque. Sin embargo, el tiempo también puede dar sus frutos, como un campo sembrado, que poco a poco nos recompensará, dándonos frutos jugosos e impredecibles. Creo que mi hija, en espíritu, puede llegar a ser la persona ideal para esa siembra.

Ferruccio sabía que debía calmarse: se sentó y respiró despacio, y eso le ayudó a encontrar la luz entre sus pensamientos. Aquellos dos orientales eran la clave para recuperar a Leonora; sería estúpido enemistarse con ellos. Si ella estaba por medio, incluso las Tesis pasaban a un segundo plano. Así que si el juego del viejo consistía en hacerle escuchar a aquella mujer, él no se opondría.

—Sea como decís, pues. Ayudadme a comprender y no os enojéis conmigo. Siempre he sido un hombre de armas, y sigo siéndolo, así que no soy muy ducho en disputas verbales. Perdonadme. Y vos, Gua Li, si no he entendido mal, proceded, os lo ruego.

Quizá la mujer le ayudaría a entender por qué habían querido que, precisamente él, fuera su interlocutor. A lo mejor aquello le acercaba un paso más a Leonora. En dos ocasiones perdió la concentración. Oyó a la mujer hablando de un muchacho cuya humanidad e inteligencia eran superiores a las de cualquier otro y que se había encontrado varias veces discutiendo de igual a igual con poderosos sacerdotes. Y la mente se le fue a las palabras del cardenal, a la visión de un nuevo mundo de paz, de un nuevo mesías, que quizás ambicionaba ser el propio Giovanni de Medici.

Se concentró de nuevo en las frases armoniosas de la mujer, que hablaban de las dificultades que había encontrado aquel muchacho frente a la hipocresía, y de cómo sus simples razonamientos solían sacudir las tradiciones que se habían mantenido durante siglos para perpetrar injusticias y mantener privilegios. Entonces volvieron a su mente los vehementes sermones de Savonarola, que señalaba a la Iglesia como la peor exponente del vicio, la falsedad y la hipocresía. Antes o después, como el juglar que ya ha cansado a su patrón con las chanzas de siempre, eliminarían a aquel loco fanático. Aunque como tal, como loco, a veces también pudiera tener algo de razón.

La Iglesia no cambiaría nunca. Sus dirigentes podían ser distintos, pero ella sería siempre la misma. De hecho, ahí radicaba su fuerza. Sin embargo, según el cardenal, aquel monje y su alumna representaban la piedra angular para un cambio radical. Pero ¿cómo podía pensar que él era tan tonto como para creerles?

Podría haber sido más sincero y haberles dicho que su misión era protegerlos, que aquello era cosa suya, que le pagaría o… que, si no, mataría a Leonora. Sí, por Leonora, solo por ella, se pondría la máscara, aunque todos los actores de aquella obra ya estaban muertos, aunque ya hubieran subido a escena músicos, malabaristas y saltimbanquis. Como aquellos dos, y aunque descubriera su juego, haría lo más oportuno, no en nombre de la verdad, desde luego, sino de la conveniencia. Perjuraría, calumniaría, traicionaría y mataría. Lo que fuera para volver a tener a Leonora a su lado.

Levantó los ojos y vio que Gua Li lo estaba mirando. La joven había interrumpido el relato y él ni siquiera se había dado cuenta. La muchacha volvió a percibir el olor a sangre, pero con un tono más amargo y malsano. Sin embargo, si el caballero De Mola había sido alguien tan próximo a Giovanni Pico della Mirandola, aquel príncipe que la había hecho soñar despierta desde el año en que había empezado a cambiar los dientes, si había compartido con él tiempo y conocimientos, el veneno que le corroía por dentro debía de proceder no de su ánimo, sino de un sufrimiento infinito. Le tocó levemente el dorso de la mano. Ferruccio la retiró como si le hubiera picado un escorpión. Gua Li no se alteró y retomó su relato.

Habían pasado dos años desde que Sayed había abandonado la casa de Debal. Había transformado sus bienes en piastras de oro y de plata, y en piedras preciosas, que escondía bien en el doble fondo del carro. Él conducía; Issa leía y meditaba; y Gaya se ocupaba de todas las labores cotidianas, que los dos hombres solían pasar por alto.

—El hombre es superior por naturaleza, todo el mundo lo sabe —la interrumpió Gabriele—. La mujer debe obedecer —concluyó sonriente.

Sin embargo, no encontró más que miradas severas, así que se puso de nuevo a remover los dados en el interior del puño.

La muchacha se detenía a menudo a escuchar a Issa, sobre todo cuando le planteaba a Sayed largas preguntas que no necesitaban respuesta, y a las que el mercader se limitaba a asentir en la mayoría de los casos. Con el paso del tiempo, la joven se volvió más audaz, hasta que se atrevió a hacerle una pregunta de verdad:

—¿Realmente crees que no existen diferencias entre los hombres y que su destino no está determinado desde el nacimiento, sino que es fruto de su experiencia y de sus elecciones?

—Tú misma te has respondido, Gaya. Te han hecho creer que la oscuridad en la que naciste era tu vida, la del intocable. Ahora hablas como un sacerdote —dijo él, sonriendo— y no te avergonzarías ante aquel brahmán. Además, tú haces posible que nosotros vivamos, porque sin tu sabiduría práctica quizá Sayed y yo ya habríamos muerto en este viaje.

—Pero sois vosotros los que habéis querido llevarme con vosotros. Si me hubiera quedado en Debal, no me habrían concedido siquiera la posibilidad de limpiar las calles del estiércol de las vacas, y habría tenido suerte de poder comer lo que tiran los pobres.

—Mi madre me dijo una vez que tratara a los demás como querría que ellos me trataran. Sin este hombre —le dio con el codo a Sayed—, quizás estaría muerto, o sería la concubina de algún gordo mercader.

—Sin embargo, vosotros no me habéis tocado siquiera. A lo mejor es que soy fea.

Issa respiró hondo. Muchas noches había soñado con ella y se había estremecido al acercársele y aspirar su aliento. Nunca se lo había confesado, ni siquiera a Sayed, que, cuando la muchacha no estaba presente, se reía de él y de cómo la miraba. Y es que era algo natural, y la muchacha era muy bella y, si él había renunciado por voluntad propia a las alegrías y a las fatigas del matrimonio, no tenía por qué imitarlo en aquella vida. Issa pensó en cuando había huido, precisamente para escapar de un matrimonio impuesto por sus padres. Notó que los espacios y los tiempos de su infancia se iban esfumando y se perdían, confundiéndose con los actuales.

—Tú eres muy guapa —le respondió sin mirarla—. Un día, si tú quieres, te llevaré conmigo a la orilla del Jordán y nos bañaremos juntos, para lavarnos y purificarnos. Nos pondremos una túnica blanca de lino y te pondré un anillo de oro en el dedo. Luego, después de que nos hayan bendecido siete veces, romperé el vaso de vidrio bajo los pies. Conocerás a mi madre, a mi padre y a mis hermanos, y te conocerán todos como la mujer de Jesús…

—Un momento. Pero ¿de quién estáis hablando?

Ferruccio se levantó de golpe y señaló con el índice a la mujer, congestionado y con la respiración agitada. Había oído el nombre de la persona a quien admiraba por encima de cualquier otra, a la que situaba por encima de la Iglesia, de cualquier tradición, por encima incluso de la Gran Madre, en boca de quien no podía ser más que una maga. Circe, la de los relatos de Leonora, que engañó a Ulises y transformó en cerdos a sus compañeros. Gua Li era como Circe, y por sus gestos, sus sonidos y su belleza parecía la viva imagen de la mujer. Osaba hablar de Jesús, confundiendo mentes y corazones.

Leonardo le tocó un brazo.

—De Mola, yo también tuve una reacción similar, la primera vez que escuché sus palabras. Pero si tenéis la paciencia de escuchar, la historia os sorprenderá. Veréis como todo cuadra, como en la órbita de los planetas en torno al Sol, y no viceversa.

—No sé de qué estáis hablando. Me sorprende de vos, que os jactáis de ser un hombre de ciencia. ¿Qué es lo que queréis hacerme creer? ¿Qué los cerdos vuelan por el aire?

—Cierta vez, un hombre a quien le gustaba ver volar —dijo Ada Ta, picando con el bastón en el suelo para atraer la atención— vio a un cerdo que caía de un despeñadero y pensó que era un pájaro muy gordo. Pero se equivocaba, porque el cerdo no tiene alas; sin embargo, la pobre bestia voló, aunque solo fuera una vez. Al hombre aquello le afectó mucho; cuando vio una oruga, la aplastó de un pisotón pensando que nunca volaría, pero si hubiera tenido la paciencia de esperar, habría visto cómo le salían las alas.

—¿Creéis que me impresionáis con esos juegos de palabras?

Los ojos negros de Gua Li se posaron sobre las manos nerviosas de Ferruccio, en las venas azules que recorrían el dorso y en el vello de punta, como el de los mastines de sus montañas. Fue subiendo la mirada. El color oscuro de la barba y de aquellos cabellos que empezaban a teñirse de blanco era igual que el del manto del perro, unido a la familia, inflexible con cualquiera que le atacara, fuerte como un oso, guardián terrible y amigo fiel.

—Dejad que acabe al menos parte del relato; pensad que solo es un cuento de esos que se cuentan ante la hoguera, de noche, rodeados de montañas y a la luz de las estrellas. Luego hablaremos de vos, de nosotros, de lo que nos separa y de lo que nos une.

Ferruccio maldijo la voz de las mujeres, parecida a la materna cuando aún se está en el vientre y que apacigua la mente. Y se sentó de nuevo.

Gaya estaba muy orgullosa de Issa. Cuando se detenían en algún mercado para comprar comida y vasijas, ella no perdía ocasión de pararse a hablar con los comerciantes de la sabiduría de su amigo. Por la noche, muchos de ellos se acercaban al carro y se sorprendían de su juventud. Los que se quedaban intentaban bromear con él y se divertían con sus argucias. No obstante, cuando se acercaba la noche y los temas de conversación se volvían más serios, cuando la soledad de aquellos mercaderes que tan lejos estaban de su casa les llenaba el ánimo de nostalgia y de tristeza, Issa siempre encontraba palabras de alivio. Les animaba a ver el lado bueno y positivo de su vida, a comprender que un comportamiento honesto con los demás proporcionaba más felicidad que una ganancia fácil, y a que disfrutaran de cada manifestación de la naturaleza, fuera una flor, una cascada o una nube. Hasta los animales más temidos, como el escorpión, el tigre o la cobra de anteojos, eran expresiones terribles y extraordinarias de la capacidad de la naturaleza para asombrar a los hombres. Y cuando le preguntaban a Issa cuál era su dios, él sonreía y abría los brazos:

—Está por todas partes, en cada criatura, en cada uno de nuestros gestos y en nuestro interior.

Mientras seguían el curso del Ganges, su fama empezó a precederle de pueblo en pueblo. En cuanto lo reconocían, la multitud rodeaba su carro, hasta el punto de que Sayed se vio obligado a renunciar a una parte de sus diálogos con él. Un día se encontraron con que les esperaba un pelotón de soldados de piel clara, con los ojos de almendra y cabello largo. Issa nunca había visto algo así. El capitán se dirigió a él con respeto y autoridad.

—El rey Hereo os quiere conocer. Su campamento está a poco más de veinte lis. Seguidnos.

La yurta real superaba en altura cualquier construcción que pudiera recordar Issa; su cúpula se alzaba entre miles de otras tiendas. La lona blanca brillaba como el sol, y el soberano se había puesto precisamente el apelativo de Hereo en referencia al nombre del astro. Se decía que su ejército contaba con más de diez mil hombres a caballo y treinta mil arqueros, y con más del doble de soldados armados de espadas y lanzas; se contaba que su reino era más extenso incluso que el del emperador de la China. El viento les azotaba el rostro cubriéndolos con un polvo gris, y el ruido que hacía al golpear las tiendas parecía el de un millar de grullas en vuelo. Sin embargo, en el interior de la gran yurta, el ruido y el viento cesaron completamente; en su lugar se oía un sonido grave y continuo, y un suave redoble de tambores. Al entrar, se levantó una figura vestida con una túnica dorada con arabescos. Con un gesto los invitó a que se acercaran. Issa avanzó hacia el poderoso emperador kushán, seguido de Gaya y de Sayed.

—Me han contado que eres tan joven como sabio, y yo admiro ambas cosas. Y dado que no puedo tener la primera virtud, intento disfrutar de la segunda.

Issa no hablaba, porque no podía dejar de mirar la frente del soberano, rodeada de un anillo de hierro que le había deformado el cráneo, hasta el punto de que recordaba el torreón de un castillo.

Sayed miró aterrorizado el largo arco que Hereo tenía al lado y, cuando el emperador alargó la mano para cogerlo, pensó que la sabiduría de Issa constituía para él una ofensa, y que en breve estarían enterrados en la arena, asomando solo la cabeza cubierta de miel y a la merced de hormigas, avispas y escorpiones. Muertos, con un poco de suerte, o más probablemente vivos, con lo que su agonía y la venganza del rey durarían más.

Sin embargo, Hereo colocó el arco en manos de Issa.

—Es mi regalo más preciado. Solo quien tiene el corazón lleno de sabiduría mira con curiosidad y sin ningún temor lo que no conoce.

Issa cogió el arco y admiró su tamaño y su tensión antes de entregárselo a Sayed, que hizo una profunda reverencia, hasta tocar el suelo con la frente.

—Te lo agradezco, Hereo, y no importa cuál sea el motivo de la deformidad de tu cabeza; lo que cuentan son las ideas que se nutren en su interior. La leche de la nuez de coco es dulce y fresca —dijo el muchacho.

Hereo se echó a reír.

—De lo que no me habían hablado es de tu ironía. Temía encontrarme delante a un joven con espíritu de viejo que fuera escupiendo sentencias sobre la vida y sobre cómo hay que comportarse con los dioses. Siéntate a mi lado y hazme compañía, si es que mi cráneo no te asusta demasiado.

El joven y el rey hablaron largo y tendido durante la tarde, la noche y al día siguiente. La luna llena se redujo a la mitad antes de que el soberano se decidiera a despedirlos, cargados de regalos. Pero antes quiso hablar con Issa a solas.

—Tú conoces el vedismo y el brahmanismo, el Buda y el Mahavira y, sobre todo, el Samsara que los une, el ciclo vital del mundo. Y no tomas partido ni por uno ni por el otro, porque sabes que todo forma parte de un único diseño. Si no entendiera que estás destinado a cosas mucho más importantes, te pediría que te convirtieras en mi hijo. Pero, al igual que un padre que desea el bien del hijo y no poseerlo para sí, no te pediré que te quedes conmigo. Ve a donde nació el mundo, donde las cimas de las montañas tocan el cielo. Allí encontrarás a hombres dignos de tu corazón y de tu mente. El círculo de hierro me impidió proseguir los estudios entre los que conservan los primeros recuerdos del hombre, cuando no había nadie que dijera a los demás a quién dirigirse en sus oraciones o qué ritos observar. Cuando no había necesidad de sacerdotes para llegar al soplo divino de Tara, o Maha, u otro de los numerosos nombres que tiene nuestra Madre. Yo habría querido un destino diferente a este; tú lo tendrás en mi lugar. Y, a diferencia de mí, que me alejo de la vida y llevo conmigo la guerra, tú encontrarás allí la paz, la que hoy das a los demás renunciando a la tuya.

En aquellas palabras, Issa descubrió el dolor que a veces abre en los hombres el camino a la sinceridad, y le rogó a Sayed que le condujera a aquellas montañas. Así pues, partieron en aquel viaje que sería el definitivo para ellos, el que cambiaría para siempre el curso de su vida. Y de la nuestra.

—Todo eso no tiene sentido —la interrumpió de nuevo Ferruccio—. La India, la China, el Ganges… ¿Qué tiene que ver todo eso con Jesús, que no sé por qué llamáis Issa? ¿Y por qué motivo me contáis estas cosas precisamente a mí?

—Está cayendo la noche —le respondió Ada Ta— y con ella el sueño, que hace posible que la mente respire y que el alma se libere de la inmundicia del día. Mi sutil perspicacia y los olores que flotan en el aire me hacen pensar que el barbudo guerrero que tiene el honor de darnos alojamiento ha hecho que prepararan una cena a base de verduras, carne asada, quesos y fruta en gran cantidad.

—Qué olfato más fino —se admiró Gabriele, frotándose las manos—. Pero ¿cómo habéis podido reconocer todos esos olores?

—No es una técnica sencilla. Es necesario que la nariz esté en perfecta sintonía con el espíritu, y que este se abandone como en una danza mística, dejando que los olores penetren en el cuerpo. Y, sobre todo, se debe a que durante el relato de Gua Li he hecho una visita rápida a las cocinas.