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Finales de abril de 1497, entre Careggi y Florencia

Tras un amago de buen tiempo, seguido de abundantes lluvias y de un viento frío, la primavera se hacía esperar. Sobre las colinas de Careggi, los niños aún arrancaban a los almendros sus frutos cubiertos con una cáscara verde y áspera, que saboreaban entre risas al abrigo de un seto o en una acequia. A veces arrancaban ramas enteras, provocando la ira de los campesinos, que ya sufrían la dureza de la estación. Un retraso en la cosecha podía significar el hambre.

De la peste ya no se hablaba. Durante un par de semanas se había visto rondar a patrullas de milicianos de la República de Florencia que, previo pago de cinco sueldos, dejaban pasar a cualquiera por la colina. Donato Albizi, oficial de Sanidad, recibía regularmente despachos de sus capitanes, que le garantizaban haber tendido un eficaz cordón sanitario, y que no había pasado nadie desde o hacia Careggi, donde habían aparecido los primeros casos de la enfermedad. Los arcabuceros practicaban disparando a los faisanes y a las liebres, que en aquel periodo obedecían con el celo las leyes naturales de la reproducción. Justo cuando mataron una gallina y uno de los capitanes se vio obligado a resarcir de su propio bolsillo al propietario para evitar una bronca, empezaron a retirarse las tropas. Y Savonarola sentenció desde el púlpito de San Marco que las oraciones de los florentinos habían conmovido a Dios y que, por su gracia y obra, tras tres semanas de contagio, la peste se había doblegado ante su voluntad. Pero podría resurgir, como un Cristo infernal, si la suma de los pecados superaba de nuevo el umbral de la cólera de Dios.

Ferruccio de Mola, por su parte, había dado repetidamente las gracias a un dios en el que ya no creía. Leonora estaba bien, y también Zebeide, que no había ido a ver a su prima. Para mayor tranquilidad había dado un permiso de un par de semanas a los labriegos que trabajaban en sus tierras para que pudieran dedicarse a las pocas que tuvieran en propiedad. Por el temor a un posible contagio, más que por mantener las distancias, evitaba las obsesivas caricias de los sirvientes al caballo y a sus botas. Ahora que el clima era duro y frío, los campesinos podrían preparar con calma los semilleros y el terreno para la siembra. Cavarían los huertos y echarían un vistazo a las colmenas, limpiándolas de abejas muertas. Con todo aquello, los mantendría lejos de su propiedad.

Una vez se había acercado hasta la finca de los Serristori. El incendio había prendido por varios puntos y la propiedad, una vez devastada por las llamas, había sufrido también el saqueo, hasta el punto de que solo quedaban los muros de piedra desnudos, como si todo un regimiento de mercenarios suizos hubiera arrasado la casa con mazas y picas incendiarias. Las enormes vigas del techo aún humeaban, pero en cuanto empezara a dispersarse el calor empezarían a llegar perros y zorros, los barrenderos de la muerte.

La campana de la ermita acababa de dar la hora nona: Leonora llevaba en brazos un ramo de amapolas y margaritas, y en una escarcela había colocado un ramito de violetas. Combinadas en infusión con piel de naranja y miel, serían un excelente remedio para la tos, cuando llegara el próximo invierno. Al llegar junto a la valla de la casa, Ferruccio se detuvo a oler el fresco aroma del limonero, que tenía las ramas cargadas de frutos. Oyó la voz de Leonora, que lo llamaba desde el primer piso, y subió las escaleras de dos en dos.

—Entonces, marido mío, ¿ha acabado la cuarentena? —dijo ella, con una sonrisa.

—Parece que ya no hay nada que temer —respondió él—. El fuego lo ha destruido todo… Hasta los soldados se han marchado.

Leonora le cogió la cara entre las manos y le besó frunciendo los labios.

—¿Y entonces? ¿No estás contento?

—Claro que lo estoy, pero pienso en los muertos. Y no creo que hayan sido precisamente las oraciones las que hayan detenido el contagio.

—Cuidado, Ferruccio, que si te oye el fraile…

—Ah, sí; para él todo depende de la voluntad de Dios, hasta si una vaca da a luz un ternero muerto.

Leonora fue a coger uno de los pesados volúmenes de su armario y le dio una palmada.

—Es uno de los que me dejó Giovanni Pico, la historia de la peste de Granada, escrita por un tal Ibn Al Khatib, un erudito árabe. Lo he leído estos últimos días, y explica en términos sencillos cómo nace y cómo se desarrolla el contagio. Es la falta de higiene la que hace que proliferen las ratas, que a su vez son las que extienden la enfermedad. No es la voluntad de Dios, y yo le creo.

—¿A Dios? —dijo Ferruccio, sonriendo de amor y de orgullo.

—Sabes perfectamente qué quiero decir. Además, si Giovanni me dejó el libro, es que quería que lo leyera.

—Ojalá siguiera con nosotros.

—Pero no en este momento.

Leonora volvió a dejar el libro en el armario con todo cuidado y se le acercó. Aún no tenía la cabeza clara, pero el cuerpo, indiferente a la turbación de la mente, ya mostraba sus intenciones, y ella se dio cuenta. El deseo es el fármaco más potente contra cualquier tipo de dolor, y hace olvidar cualquier disgusto, cualquier pensamiento. Empujó a Ferruccio con un dedo hasta su estudio, donde le hizo sentarse sobre la cómoda otomana y se le puso encima. Luego le cogió una mano y se la llevó al pecho. Ferruccio cerró los ojos y se inclinó para besarle el cuello. Pero apenas tuvo tiempo de disfrutar de aquel momento íntimo: un suave ruido le hizo levantar la cabeza, a su pesar. Y se encontró delante a Zebeide que, temblorosa, retorcía el delantal entre las manos, como si no consiguiera secárselas del todo. Resoplaba como un fuelle y estaba congestionada tras haber subido las escaleras a la carrera.

—Dime, Zebeide…

Con un suspiro, apartó la mano del seno de Leonora, que hundió el rostro sobre su pecho, entre divertida y avergonzada.

—Señor mío, acaba de llegar un hombre a caballo. Está en el patio, y lleva una espada al costado. No me gusta; parece un soldado o algo así. Enseguida he cerrado la puerta, pero no ha llamado. Creo que sigue ahí fuera.

Leonora se levantó a regañadientes de las rodillas de su marido para que este pudiera ir a ver. Desde la ventana del primer piso, Ferruccio observó una robusta figura que paseaba arriba y abajo. No mostraba una actitud hostil, a pesar de la espada que llevaba en el cinto, cuya óptima factura reconoció inmediatamente Ferruccio. Los asesinos solían llevar el puñal escondido, para golpear a traición; quien llevaba la espada a la vista lo hacía sobre todo para protegerse de eventuales ataques y advertir a los malintencionados. «Cuidado, sé defenderme», parecían querer decir.

—¿Señor? —llamó Ferruccio en voz alta desde la ventana.

El hombre levantó la mirada, se giró a derecha e izquierda, y de nuevo miró hacia donde estaba él. Era prudente y desconfiado.

—Debo hablar con el noble Ferruccio de Mola. Presumo que será usted —dijo, y se quitó la capucha de la capa para mostrar la cabeza, en un gesto típico de caballero.

—¿Y vos quién sois?

—Prefiero no decirlo en voz alta, señor. Lo haré inmediatamente, pero en vuestra presencia, si me concedéis la gracia de dejarme entrar.

—¿Estáis solo? —Ferruccio miró más allá de la casa y de los campos, en busca de algún movimiento sospechoso.

—Como todos en la Tierra, buen señor.

—¿Por qué motivo queréis hablar conmigo? No creo conoceros.

El hombre juntó las manos tras la espalda y separó las piernas, plantando los pies en el suelo.

Parecía impaciente, pero sabía cómo contenerse. No respondió y miró a Ferruccio a los ojos, sin insolencia pero sin temor.

—Voy a abriros —le comunicó Ferruccio.

Su porte denotaba cierta nobleza; no era un soldado, y si su caballo había combatido, lo habría hecho quizás en algún torneo. De cualquier modo, era alguien que no había que infravalorar. Ferruccio se colocó rápidamente el cinturón con la vaina a la vista, y en ella metió un estoque ligero, a la izquierda; a la derecha se colgó un estilete. En las distancias cortas eran mucho más útiles que la espada, aunque la vida le había enseñado a usar la prudencia antes que las armas. Y lo cierto era que no le apetecían nada aquella visita y aquel duelo verbal, que le recordaban épocas de su vida que querría borrar.

Le abrió la puerta y se saludaron con un simple gesto de la cabeza. Ferruccio le señaló las escaleras y le hizo subir delante para no darle la espalda. Leonora, que esperaba tras el diván, recibió la reverencia del desconocido. Una vez que tuvo delante al señor de la casa, el hombre plegó la capa sobre el brazo.

—En cuanto os diga mi nombre comprenderéis que os podéis fiar de mí. No obstante, señor, querría que estuviéramos solos.

Su tono era amable, y apenas conseguía contener cierta emoción, pero Ferruccio no tenía ninguna intención de pedirle a Leonora que se fuera. Si ella se iba, sería por decisión propia.

—Mi esposa es mi mayor confidente; prefiero que escuche lo que tenéis que decir que tener que contarle después nuestro diálogo cuando os hayáis marchado.

Leonora entrecerró los ojos, se cruzó de brazos y permaneció inmóvil entre el desconocido y Ferruccio. De dulce y pacífica sabía pasar a mostrarse fiera y resuelta, como uno de sus personajes bíblicos preferidos, Jael, la sumisa esposa de Jéber, el quenita, que mató con una estaca y un martillo al general Sísara, que había solicitado hospitalidad en su casa.

—Está bien, pues. Mi nombre es Pierantonio Carnesecchi.

—Os conozco —dijo enseguida Ferruccio, sorprendido, señalándolo con un dedo—. Sois un prior de la República…

—Arriesgo mi posición y hasta mi vida viniendo hasta aquí. Y aún más al mostraros esto.

De un bolsillo de piel colgado del cuello, Carnesecchi sacó una pequeña joya y se la entregó. Ferruccio cogió aquel anillo de oro, vio la piedra de cornalina tallada y se quedó blanco. De inmediato, su mente lo llevó hasta años atrás. Se vio en Roma, en Bolonia, en Urbino y en otras ciudades y pueblos. Vio callejones, palacios, calles y hombres a los que se había enfrentado y algunos a los que había matado, y otros más a los que había protegido y defendido. Vio la torre Grimaldina de Génova, donde había sido hecho prisionero, y su naufragio a las puertas de Nápoles. Vio la basílica de San Pedro, donde se encontró por primera vez con el único hombre al que llamaría hermano en toda su vida, Giovanni Pico, conde de Mirandola. Y vio por fin a Lorenzo, el Magnífico, a quien, durante tantos años, casi hasta su muerte, había servido fielmente. Un señor generoso, del que alguien ahora reclamaba la herencia, recordándole una deuda de honor que había permanecido oculta durante tantos años en lo más profundo de su corazón.

—Me doy cuenta de que lo reconocéis; sabéis a quién pertenece.

—Pertenecía a una persona —susurró Ferruccio—, y solo pueden llevarlo sus dos herederos. No creo que se lo diera a Piero, así que… —Se sobresaltó—. ¿Le ha pasado algo?

—Monseñor está perfectamente —dijo Carnesecchi, subrayando el título con la voz—. Y os traigo un mensaje de su parte.

Ferruccio se acarició la corta barba y clavó la vista en Carnesecchi.

—Creía que estaba en Alemania.

—Monseñor de Medici me ha dicho que puedo fiarme de vos como de mí mismo. Se halla en Florencia, de incógnito, y solicita que vayáis a verlo.

—Lo haré.

Leonora se quedó blanca.

—Ferruccio…

—Se lo debo, amor mío.