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Roma, Palazzo Colonna, 29 de octubre de 1497

—Necesito el libro, querido amigo. Entregádmelo.

—¿Qué libro?

—Ve con cuidado, De Mola. No te conviene jugar. El libro de Issa. Lo quiero.

El cardenal de Medici le había indicado con un gesto a Gua Li que aquel día no había ido hasta allí para escucharla. Hizo que Ferruccio se acercara. Adulándolo lo habría obtenido más fácilmente, pero las prisas hacían necesaria la amenaza. Silvio y Carnesecchi estaban con él.

—Id con cuidado vos, o no respondo de mí. En ningún momento me habíais hablado de un libro. Y no sé de qué estáis hablando. Solo me habéis pedido mi ejemplar de las Tesis arcanas, del conde de Mirandola. Os lo entregaré, si recupero a Leonora, pero no os burléis de mí. Es posible que esté un poco loco, pero recordad que la locura es más peligrosa que la maldad.

Ambos se miraron fijamente, cada uno para encontrar la mentira en los ojos del otro. De un modo instintivo, Ferruccio se llevó la mano al mango del puñal que llevaba sujeto entre las calzas y el jubón. En un momento, de debajo del sayo, Silvio sacó el alfanje y golpeó bajo la escápula a Ferruccio, que cayó doblado. Pero el fraile no tuvo tiempo de hundir la hoja: antes se le quebró la muñeca por el golpe de bastón de Ada Ta. No se dio cuenta siquiera de que había perdido la conciencia cuando el oriental le golpeó en la nuca y en los riñones, y lo sujetó para evitar que cayera al suelo con demasiada violencia.

—Las manos son como mariposas gemelas que se separan, tocan el árbol y salen volando. —Ada Ta agachó la cabeza—. Pidan disculpas al joven que aún no me oye, pero ha sido necesario, como tirar al suelo a la ciega que no ve el precipicio. Y ruego al otro caballero —prosiguió sin girarse hacia Carnesecchi— que respire como el noble yak cuando rumia la yarsagumba, la yerba de la felicidad, que da paz y potencia sexual.

—¿Y cómo respira el noble yak? —respondió Carnesecchi, que no tenía ninguna intención de mover ni un músculo.

—Oh, igual que vos, de un modo lento y pacífico. Seríais un yak perfecto, si tuvierais más pelo.

Gua Li se acercó a Ferruccio mientras el cardenal, con los ojos abiertos como platos del estupor y del miedo, se pegaba a la ventana. Carnesecchi no respondió a su mirada de socorro.

—Estoy bien —le dijo Ferruccio a Gua Li, con un hilo de voz—. No creo ni que me haya herido.

El alfanje le había producido un rasguño y la camisa se le había teñido de rojo.

—Sangras —dijo Gua Li, sacando un frasquito de su bolsa—. Pero es un corte superficial.

Mientras Ada Ta seguía sonriéndole al cardenal, Gua Li cortó la tela que cubría la herida y le aplicó un ungüento rosa que sacó de una cajita que llevaba en su alforja. Ferruccio frunció los ojos y se mordió el labio.

—¡Quema! Parece hierro incandescente.

—Estate quieto, no te muevas. Pero casi lo has adivinado. Es óxido mezclado con polvo de plata y el sebo hace de excipiente. Desinfecta la herida y te la cierra, no es profunda y sanará enseguida.

—Lo siento…, yo no quería…

—Ahora deja a Ada Ta, él sabe lo que hace.

—Gua Li…

—Dime.

—El cardenal ha hablado de un libro. Quiere que se lo dé. Pero yo no sé nada de eso. Querría averiguar si dice la verdad o si es otra de sus mentiras.

—Pronto lo sabrás todo, Ferruccio. Pero ahora debes descansar.

Mientras tanto, el monje seguía hablando con el cardenal. Carnesecchi observaba estupefacto: parecían haberse cambiado los papeles. El segundo asentía con respeto, mientras que el primero parecía amonestarlo con benevolencia. Si no hubiera sido por su aspecto pobre y por los rasgos de su rostro, el oriental habría podido parecer el papa charlando con su secretario. Carnesecchi tuvo una visión y vio a aquel hombre sentado sobre el trono de Pedro, vestido como correspondería al vicario de Cristo. Una simple túnica, sin ningún ornamento ni símbolo de grandeza, al igual que los cardenales a su alrededor, parecidos a como debían de ser los primeros apóstoles. Hombres de fe, modestos en aspecto, aunque eruditos. Y vio también una iglesia llena de gente sencilla, contenta de escuchar el mensaje de paz y de amor con el que empiezan todos los predicadores, para acabar después con las peores visiones del Infierno o con sus peticiones de dinero.

La visión se difuminó, pero en las manos de Ada Ta apareció una especie de libro, unas hojas encuadernadas con dos tablillas de madera, sobre las que se posaron los ávidos ojos del cardenal. Ferruccio miró asombrado a Gua Li, que asintió. Entonces sí, había un libro. Y cuando se giró hacia Giovanni de Medici lo vio alejarse con la cabeza baja hacia la puerta, precedido de Carnesecchi y del fraile, desprovisto ya del alfanje, que yacía en el suelo. Caminaba con dificultad: los brazos, ocultos bajo las anchas mangas del sayo, escondían las ataduras de cáñamo, apretadas y mojadas, obra de un experto y rápido Gabriele. Una vez secas se aflojarían. Passerini podría quitárselas incluso por sí mismo.

Aquella noche, Ferruccio fue el único que durmió profundamente, con la ayuda de una brebaje de hojas de sauce y amapola. Al día siguiente, la tramontana ya se había llevado las nubes de la noche, invitando a emigrar a las primeras golondrinas, que llenaron el cielo con sus chillidos.

—El aire fresco de la mañana es como la lombriz que la madre pájaro lleva a su pequeño. Él es el que va hasta tu boca, no eres tú el que lo buscas.

Ada Ta entró en la estancia donde Gua Li aún dormía, sin llamar, como era habitual en él. Instintivamente, la mujer se cubrió con la colcha de lana hasta el cuello. Ada Ta abrió las cortinas. Una luz radiante fue a dar en los ojos entrecerrados de Gua Li.

—¿Qué has dicho? ¿Por qué me despiertas de este modo? ¿Qué ha pasado?

—Al sabio le bastaría la tercera pregunta para tener todas las respuestas, y si la naturaleza nos ha dado dos orejas y una sola boca…

—Lo sé bien, quiere decir que tenemos que escuchar más y hablar menos. Te escucho.

—De este modo, tú serás más sabia que yo, ya que seré yo el que hable. Eso me recuerda lo que decía Lao Tsé…

La almohada estaba bien llena de suaves plumas. Gua Li consiguió esconder dentro la cara y taparse las orejas como hacía de niña, cuando los rayos del sol, en verano, iluminaban justo el cabezal de su cama. Siempre había tenido la convicción de que Ada Ta se había encargado de que eso sucediera.

—Ahora ya puedes explicarme lo del gusano de la mañana. Da igual, no te oigo.

—Solo el pájaro madrugador se lleva la lombriz más gorda.

—Bueno, Ada Ta —dijo Gua Li, sentándose en la cama—. ¿Cuántas historias de lombrices y de pájaros tendré que escuchar antes de que me digas lo que me quieres decir?

—Quizá la de que el pescador más pobre puede comer un pescado gracias a la lombriz que a su vez se ha comido el cadáver de un rey.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—Nada, pero hace pensar en el sentido circular de la vida, con tantas subidas como bajadas. —El monje asintió, siguiendo el transcurso de sus propios pensamientos—. Pero tienes razón tú, pequeña mía. Esta mañana, el alba me ha llamado y me ha invitado a disfrutar del aire fresco, y eso es el primer gusano. De pronto me he encontrado en esa plaza que estos bárbaros usan para colgar y descuartizar a hombres y animales. Un grupo de hombres armados de hoces y espadas rodeaba una antigua estatua. Yo me he ocultado para evitar que, al verme, me tomaran por un enemigo y se hicieran daño.

—Eres muy bueno, Ada Ta.

—Gracias, flor de los hielos.

—En el hielo no nacen flores.

—Por eso eres aún más preciosa para mí. Esos hombres se han alejado entre risas, pasando a mi lado sin verme. Entonces me he dado cuenta de que habían dejado una nota a los pies de la estatua.

—¿Una oración?

—Si es una oración, tienen un extraño modo de rezar a sus dioses; muy ocurrente, debería decir. En el papel habían escrito: «El toscano sodomita al Abusón le besa el culo, la mano y el espolón, y espera el gran pepino desde las fiestas de Augusto, ya que solo el español puede dejarle a gusto».

—No he entendido nada, pero no me gusta.

—Ni a mí tampoco, por eso me he dejado ver y he salido al paso del grupo de jóvenes que suponía que habían escrito aquellas palabras chistosas. Al principio se temían que fuera un espía del hombre vestido de blanco que se sienta en el trono de Roma, y que al haberlos descubierto pudiera denunciarlos. Mucho miedo genera una gran rabia. —Ada Ta meneó la cabeza—. Lamento haber tenido que usar el bastón contra sus espadas. El elefante tiene que emplear su fuerza para levantar troncos, no para asustar a los caballos.

—Ya me imagino quién era el elefante…

—Pero luego, ya desprovistos de espadas, se han mostrado locuaces como loros. Ha sido muy instructivo saber que el sodomita (palabra que no conocía y que me ha hecho mucha gracia) es el hombre a quien se nos ha mandado a ver, el príncipe de la Iglesia Giovanni de Medici, y que el español es el actual rey de la Iglesia, Rodrigo Borgia, que procede precisamente de la tierra de los pacíficos moros.

—¿Y entonces? ¿Cuál es el problema, Ada Ta?

—Conocer el problema no es encontrar la solución. Recuerda que las hojas hablan cuando se leen, y esa hablaba de las fiestas de Augusto, o del mes de agosto. Si hace más de dos ciclos lunares enteros que está aquí el Medici, ¿por qué hace menos de uno que viene a vernos? Ayer, además, vino a vernos con ese aire de lobo que olfatea al cordero. El pueblo, cuya voz es clara y transparente como el agua de la fuente, dice, además, que hace tiempo que espera que le reciba el papa blanco, que debería ser su enemigo. Cuando el campesino dialoga con el zorro, mal asunto para la gallina. Y yo ya siento asomar las primeras plumas.

Gua Li no lo había visto tan pensativo casi nunca. Por primera vez desde que estaban allí tuvo la misma sensación de miedo que cuando una banda de matones con las insignias de la noble consorte Gong Su, que estaba reñida con el nuevo emperador, había asaltado el monasterio con flechas explosivas. Entonces los monjes eran muchos, y con sonidos provocaron un desprendimiento de piedras sobre los soldados. Murieron todos. Sus cuerpos fueron bendecidos durante mucho tiempo por los buitres, que los pelaron hasta los huesos, lo que hizo posible que sus almas se reencarnaran en individuos más nobles. Pero ahora Ada Ta estaba solo y la preocupación le había cerrado la boca del estómago, como si un escorpión le hubiera pinchado con su aguijón en aquel mismo punto vital.

—¿Qué le dijiste ayer?

—Nada que él no supiera.

El monje no añadió más. Gua Li le vio girar el cuello y, ayudándose de los brazos, frenó el ritmo de la respiración. Nunca había visto moverse a nadie con aquella lentitud y armonía. Sabía que aquellos movimientos le ayudaban a abstraerse de los problemas. No para rehuirlos, sino para encontrar la manera de afrontarlos.

—Dejaré que los pensamientos corran salvajes por las estepas de las posibilidades —le dijo Ada Ta—. Intentaré abrir el tercer ojo como enseña el gurú Rimpoche, el gran maestro. Tú habla con Ferruccio, pero no le digas nada a Gabriele ni al maestro Leonardo. Del primero me temo reacciones como las del nervioso hurón; del segundo, las del asno en el abrevadero, tan inmerso en su actividad que no se da cuenta de la llegada del tigre hasta que este ya se está dando un banquete sobre su grupa.

Mientras Gua Li se ponía el sari, vio expandirse el aura de su maestro, que cambió del índigo al violeta, de la concentración de la energía a la unión con su espíritu. Cuando se pusiera azul, Ada Ta habría alcanzado esa paz que da la iluminación. Entonces tal vez se le abriría el tercer ojo y comprendería y habría encontrado, como él decía, la solución.

Una vez en la habitación de Ferruccio, Gua Li inició su relato, sin preocuparse de si él la escuchaba o no.

—¿Padre?

—¿Sí, hijo?

—Mamá aún me trata como si fuera un niño.

El hombre se mesó la barba, corta y oscura, apenas tiznada de blanco, y sonrió.

Levantó la vista al cielo. Las estrellas emitían una luz azulada sobre las cumbres heladas y sobre el manto de nieve que cubría las laderas de los montes. La oscuridad es igual en todas las latitudes, pero el aire terso hacía que los astros brillaran mucho más que cuando él los observaba, muchos años atrás, desde las orillas del río Jordán. Volvió a mirar al chico que le había llamado padre.

—¿Y tú? ¿Cómo te sientes?

—Yo me siento mayor, padre. He aprendido a secar las pieles de los búfalos y a conservar sus ojos azules en alcohol. Sé dar órdenes a los asnos y cazar liebres con el arco, me lo has enseñado tú. Mato las cabras sin hacerlas sufrir, y las mejores trampas para urracas son las mías; me lo ha dicho incluso el maestro Bon.

—¿Y qué has aprendido de él últimamente?

—Que la luz blanca y la luz negra provienen ambas del primer dios del mundo, solo que la negra generó al hombre de las desgracias y de las enfermedades, mientras que la blanca hizo al hombre del bien y de la verdad.

El muchacho dejó que su padre le acariciara suavemente la nuca, pero no se despistó.

—Pero hay una cosa que no entiendo, padre. ¿Por qué el primer dios generó también el mal? No está bien, ¿no te parece?

—Tienes toda la razón, hijo mío; estoy de acuerdo contigo. ¿Has hablado ya de ello con el maestro Bon?

—No, padre, tenía miedo de que fuera una pregunta blasfema o estúpida.

—Nada que surja de tu sed de conocimientos puede ofender a los dioses, y nada que tenga que ver con ellos puede ser estúpido.

Los ojos del chico se plantaron en los de él. Al hacerlo inclinó ligeramente la cabeza. El iris negro parecía brillar con luz propia.

—Aún no has respondido a mi pregunta, padre.

—No me has hecho la pregunta, hijo.

—Tiene razón mamá —dijo, riéndose al mismo tiempo— cuando dice que contigo es casi imposible discutir. Parece que siempre tienes razón. Pero precisamente de ti he aprendido que no hay que abandonar nunca la lucha si se quiere vencer.

—Entonces creo que te he enseñado una cosa buena.

—Bueno, te decía que…

—¡Espera! ¿Has visto?

—No. ¿El qué?

El chico giró la cabeza hacia el otro lado. El padre le colocó rápidamente un dedo bajo la barbilla.

—No, mira arriba, entre aquellas dos cumbres.

—¿Entre las jorobas del camello de Dios?

—Observa.

Poco después tres luces, una tras otra, atravesaron aquel trozo de cielo.

—¡Padre!

Ya había visto otras veces estrellas que caían del cielo, pero nunca le había ocurrido que su padre le avisara antes. Y nunca habían sido tan brillantes, con el cuerpo blanco, cegador, y la cola de un rojo encendido.

—¡Padre! —Tenía los ojos desorbitados de asombro, pero sus labios sonreían—. ¿Cómo has podido saberlo? ¡Entonces tiene razón mamá cuando dice que eres un mago!

—Tu madre siempre tiene razón —respondió su padre, levantando el índice de la mano derecha—, pero en este caso me permitiré contradecirla. Los magos intentan modificar el curso de las cosas, quizás incluso doblegarlas a su voluntad. Yo, en cambio, me limito a observar las fuerzas de la naturaleza. Con un poco de práctica, se aprenden muchas cosas.

—Entre ellas —bromeó el hijo— a prever cuándo caerá una estrella. ¿Podré hacerlo yo también, padre, cuando sea mayor?

—Dependerá de ti, Yuehan, pero me parece que hemos vuelto a la pregunta que aún no me has hecho. Has dicho cuando seas mayor, lo que quiere decir que aún te consideras pequeño, y parece que, una vez más, tu madre tiene razón.

Yuehan se cruzó de brazos y frunció el ceño. Aún no había conseguido formular la pregunta y su padre ya había eliminado toda posibilidad de conseguir una respuesta. Pero enfurruñarse no le serviría de nada; aquella actitud se volvería en su contra. La única oportunidad que le quedaba era la de contraatacar con calma la afirmación de su padre. Aunque aún no sabía cómo. Desde la roca donde estaban sentados vio que trepaba hacia ellos Sayed, apoyándose en el bastón de teca. A cada paso, la punta de hierro golpeaba contra las piedras con un ruido seco; era su modo de anunciarse y hacerse reconocer.

No eran muchos los peligros, pero de vez en cuando llegaban hasta aquellas alturas noticias de las correrías de bandas armadas del difunto emperador Wang Mang, primer y último emperador de la dinastía Xin, el sabio, el justo, el que había acogido en parte las enseñanzas de Issa. Había distribuido las tierras entre los campesinos, quitándoselas a las grandes familias, y había establecido que las no cultivadas pasaran al Estado; había impuesto el control de precios sobre los bienes de primera necesidad, de modo que el pueblo no sufriera más el hambre, y había decretado que los préstamos a los pobres se efectuaran sin cobrarles intereses. No era de esos hombres de quien tenía miedo Issa. Si lo reconocían como uno de los asesores de más confianza de su señor, no le tocarían ni un pelo.

Sin embargo, los tiempos habían cambiado. Desde que la cabeza de Wang Mang había pasado varios días expuesta en lo alto de una pica frente al palacio real en la capital, Luoyang, los soldados de Guangwu, el nuevo emperador, tenían vía libre para cometer los más atroces delitos contra la población que había apoyado al odiado predecesor, el loco revolucionario. Y hacía un tiempo que eran cada vez más frecuentes las noticias que llegaban a los valles bajos de pueblos enteros saqueados, de hombres asesinados y de mujeres violadas repetidamente para fecundarlas, mientras que a los niños y las niñas se los llevaban para convertirlos en esclavos.

—¡Rabino! ¡Rabino!

La voz jadeante de Sayed rompió la monotonía de los golpes rítmicos de su bastón.

—Sayed —dijo el hombre de la barba—. Te lo ruego. Te he dicho muchas veces que no me llames rabino. No soy un maestro.

—Sí, rabino. Bueno, no quieres que te llame rabino, pero ahora llamarte Issa o Jesús se ha vuelto peligroso. ¿Cómo debo llamarte para que me respondas? ¿Con el grito del peludo yak?

—Llámame «amigo». No tengo ningún otro, así que sabré que eres tú.

Sayed se sentó, recibió el abrazo de Yuehan, le despeinó los cabellos y le sonrió.

—¿Me dejas hablar un poco a solas con tu padre?

—Está bien. Si consigues entenderlo, será que tú también eres un gran sabio.

Sayed esperó a que el muchacho se alejara. Cuando lo vio entrar en casa, se dirigió a Issa. Unas profundas arrugas surcaban su frente.

—Malas noticias. Abajo, en los pueblos, se ven caras nuevas, espías de Guangwu, me temo. Y hacen preguntas sobre el extranjero: quién es, dónde lo pueden encontrar para rendir tributo a su sabiduría. El nuevo emperador no te perdona tu amistad con ese loco de Wang Mang. La gente es tonta y, aunque quiera lo mejor para ti, con un plato de verduras y algún trago de más de cerveza o de mahua, hablará. Llegarán los soldados, Issa, y tanto ellos como la banda de cejas rojas estarán encantados de llevarle tu cabeza a Guangwu. Y no solo la tuya. Tengo miedo.

Issa se puso en pie y miró la luz azul de la luna reflejada en los glaciares.

—¿Has ido a ver a Ong Pa?

—Antes de venir aquí. Se están preparando para su llegada. Cerrarán el acceso al compa con piedras. No podrán pasar más que de uno en uno; será aún más difícil llegar hasta ellos. Llamarán también a los osos azules para que los defiendan; ya sabes cómo son, no son malvados por naturaleza, pero si alguien los ataca o tienen hambre, pueden acabar con un ejército. Una última cosa: Ong Pa quiere que vayas con ellos y te lleves a Gaya, Yuehan y Gua Pa. Yo, por mi parte, me mezclaré entre la gente. Mi cara pasará desapercibida. Elogiaré a Guangwu y daré de beber a los militares. Así sabré cuándo se van y qué intenciones tienen.

—Yo preferiría que vinieras con nosotros.

—Alguien tiene que quedarse a observar, y solo puedo ser yo. Sayed sabe cuándo es el momento de pagar y cuándo el de cobrar. Y sabe aparecer y desaparecer como la marmota en su guarida.

La mirada de Issa se posó en los valles, por donde pasaba el camino de mulas, que estaba cubierto de polvo. Por entre la nube de polvo asomaba un estandarte amarillo con el dragón rojo de los Han. Entrecerró los ojos, que se convirtieron en apenas dos ranuras, y sacudió la cabeza. La kundalini que llevaba dentro se despertó, haciendo que tomara conciencia del presente y del futuro. La conciencia se expandió y tembló.

—Me temo que es demasiado tarde, dulce marmota, amigo mío. —Issa le señaló a Sayed los caballos que ascendían—. Quizá te hayan seguido, o quizás es así como estaba escrito.

Los labios de Gua Li detuvieron su murmullo e interrumpieron el relato, del que Ferruccio no había escuchado más que alguna frase suelta, arrullado por el sonido de su voz. La mujer no se atrevería a repetirse siquiera a sí misma lo que sucedió después, pero la mente la transportó a una visión repentina de las casas en llamas, de la carrera desesperada de Jesús, de la visión de los muertos y heridos, y de la pesadilla real de aquella lanza que de un solo golpe atravesó a madre e hija. Un solo golpe para las dos, mientras Gaya abrazaba a la pequeña Gua Pa en el último abrazo, intentando protegerla. Y después el grito, y luego el silencio y el llanto, y más tarde la alegría absurda de sentir los brazos de Yuehan abrazándolo, y sus lágrimas que bañaban su joven pecho. Cuando Ferruccio se despertó, los ojos hinchados y cubiertos de lágrimas de Gua Li le turbaron, pero percibió como un bálsamo la palma de su mano sobre la frente. Penetró en el negro de las pupilas de la mujer, se perdió en su interior y se precipitó en un tiempo sin tiempo. Gua Li inspiró profundamente, y como en los ciclos de la tierra y del cielo, en el recuerdo de los hechos pasados y de los presentes, reconoció en el aire la llegada de un nuevo peligro de muerte.