5
Colinas de Careggi, Florencia, en el mismo momento
Aquella flecha de hielo que atravesó el cielo la dejó rígida. El caballo advirtió su nerviosismo y se echó a un lado. Leonora pasó la mano por el cuello del robusto animal, que levantó la cabeza y sacudió la crin. La atravesó un temblor. Apretó ligeramente las rodillas y condujo su montura junto a la de Ferruccio, mucho más asustadiza, que ya percibía el olor del establo. Ferruccio se puso en pie sobre los estribos para desentumecer las piernas y, al ver a Leonora a su lado, le tendió la mano y se la apretó. Habían hecho un largo viaje desde la villa de los Medici, y las sombras del atardecer emborronaban los colores bajo las largas franjas de nubes, grises y rojas.
—¿Has visto esa estrella fugaz?
—No, estaba sumido en mis pensamientos. ¿Era bonita?
—Sí, pero fría; y además estaba sola. Las de San Lorenzo, que caen como un enjambre, son mucho más alegres y conceden los deseos —dijo ella, que se llevó una mano a la mejilla.
—¿Estás cansada?
—Un poco. Pero me he cansado mucho más oyendo los desvaríos de Ficino; es insoportablemente aburrido.
—Es viejo, y a estas alturas solo se escucha a sí mismo.
—Además, no he entendido nada de esas historias sobre el alma racional… Me parece que la ha llamado copula mundi.
—Ahora mismo es la única cópula que conoce… —bromeó Ferruccio con una sonrisa traviesa, pero Leonora ya tenía la mente en otra cosa.
—Esos encuentros en la Academia Neoplatónica ya no tienen sentido, sin el conde de Mirandola, sin Poliziano, sin…
—Savonarola la cerrará muy pronto —la interrumpió él—. Ya ha quemado las riquezas materiales de los florentinos; no tardará en quemar también las espirituales.
Ferruccio dio un golpe de espuela y su ruano obedeció al instante. Leonora estaba cerca de él, pero en aquel momento no lo suficiente. En pocos años, un viento mortífero, impulsado en su mayor parte por manos humanas, se había llevado no solo a sus más queridos amigos, sino también la esperanza de una vida mejor, y el vivir en libertad, sin miedos. Girolamo Savonarola había nombrado a Florencia República de Cristo, y sus secuaces recorrían la ciudad puerta por puerta, registrando las casas en busca de cualquier lujo y espiando por las posadas para castigar con latigazos y cadenas cualquier atisbo de crítica a los edictos del fraile. Piagnoni y Frateschi se movían en grupos de cinco o seis, como las jaurías de lobos, y siempre armados de garrotes, espadas y puñales.
Leonora dejó a Ferruccio solo con sus pensamientos.
En los campos cercanos, donde resonaban los balidos y los mugidos, el sol aún no se había puesto, y de lejos se oían entremezcladas las voces de los pastores. Envueltos en sus tabardos de lana tosca, gritaban a los perros las últimas órdenes de la jornada. Tiempo atrás, aquellas fértiles llanuras estaban cultivadas de trigo y cebada, y las pendientes estaban cubiertas de las mejores y más robustas vides de toda la Toscana. No obstante, hacía tiempo que medieros y campesinos habían abandonado aquella tierra rica y aún llena de ambiciones para ir a buscar fortuna en las ciudades, la mayoría de las veces para encontrar únicamente miseria y humillaciones. Con los terrenos sin cultivar y deshabitados, lobos, zorros y osos se disputaban las casas que los propietarios habían dejado a la merced de Dios.
A poca distancia distinguieron unas luces: la criada, Zebeide, ya había encendido las lámparas en el balcón. La noche estaba a punto de llegar, igual que ellos dos. Leonora entró enseguida en casa y Ferruccio se llevó los caballos al establo. Habían elegido aquella pequeña casa de campo por sus sólidas paredes de piedra y ladrillo, así como por su aspecto sobrio, que no invitaba a los viajeros a pararse. Gracias al legado testamentario de su amigo Giovanni Pico, conde de Mirandola, habían podido comprarla y restaurarla a su gusto. En la planta baja, desde el salón se accedía a una gran cocina con una mesa de roble donde podían sentarse hasta veinte personas. Una escalera de piedra llevaba al primer piso, donde se encontraba su reino: tres habitaciones, una junto a la otra. La del centro era la que compartían por la noche. A un lado de esta, Leonora había decidido construir un cuartito, apenas con espacio para un asiento con una abertura que acababa en un pozo negro excavado expresamente. Aquel capricho había costado más de trescientos florines, una tercera parte de los cuales habían acabado en el bolsillo del arquitecto que había proyectado el desagüe para que no pusiera en peligro los cimientos. Ferruccio sabía que su mujer tenía obsesión por la limpieza, como si fuera el modo de quitarse de encima el rastro de la mala vida que había sufrido tras ser expulsada por las monjas, y había accedido a su petición haciéndola propia.
A la izquierda del dormitorio, una puerta llevaba al amplio estudio de Ferruccio. Mapas, algún libro, un cómodo sillón, la armería y un maniquí, de cuero y madera, con el que ejercitaba a diario el arte de la espada. A la derecha, la habitación de Leonora. En un armario, cerrado con un candado, tenía amontonados y bien protegidos de la humedad, de la ignorancia y de la carcoma sus preciosos libros. Muchos procedían del legado de Mirandola: ediciones raras de los clásicos y textos de filosofía y de historia, algunos caros como joyas. Otros eran regalos de su marido, más modestos.
Leonora no era una mujer como las demás: no cosía, no bordaba ni remendaba, aunque sabía hacerlo, y solo cocinaba cuando le apetecía. Adoraba leer y le gustaba modelar arcilla sobre un torno a pedal. Pero lo hacía con los ojos cerrados o, mejor aún, en la oscuridad: así, según decía, era como soñar. Y Ferruccio se quedaba allí sentado, mirando cómo acariciaban la arcilla sus manos como sombras ligeras, dándole formas sinuosas que tomaban vida poco a poco y que la convertían en jarrones, jarras, platos y escudillas. A menudo la ayudaba a llevar las piezas a cocer al horno, en la cocina, o a extender el engobe para darle a la arcilla un acabado vidrioso. Ella le reñía por su poca habilidad, y se reía de su torpeza cuando sin querer dejaba sobre la arcilla las huellas de los dedos, que, tras la cocción, parecían manchas. Pero cuando pintaba en los platos o jarrones flores y hojas, casas y campos, le mandaba salir, porque no quería que viera el resultado hasta que estuviera todo acabado. Y eso suponía hasta la tercera cocción, la más difícil, porque nunca se sabía el efecto que podía tener sobre los colores.
Ferruccio acarició a los caballos, y con una pequeña horca les preparó un mullido lecho con paja y virutas. Metió en el comedero avena, cebada y habas, y colocó cerca unos cubos de agua. De la cocina le llegó la inconfundible voz aguda de Zebeide y se detuvo a escucharla mientras le repetía a Leonora que había que cocer el pan con poca sal, como decía ella, y no salado. La señora —título que Leonora rechazaba— se equivocaba. A menudo las oía reír juntas, y también refunfuñar, pero aquella noche había algo raro, porque el tono de sus voces no era de los más alegres. De hecho, al poco rato la algarabía desapareció casi del todo y le pareció oír sollozos. Entró en la cocina justo a tiempo para oír cómo se desfogaba Zebeide, secándose los ojos con el delantal al tiempo que hablaba.
Su prima, que prestaba servicio en Figline, a poca distancia de allí, con los nobles Serristori, había caído enferma, y la habían echado de casa sin más; le habían prohibido regresar. Era cierto, se había puesto a toser y a vomitar en la misma cocina, antes de que le diera tiempo a salir al patio, pero todo había sucedido así, de pronto. Mientras volvía a casa acompañada de uno de los lavaplatos, se dio cuenta —que le perdonara la señora— de que le salía sangre del ano. Pero despedirla así, ¿no les parecía injusto?
—Mañana iré a ver a los Serristori —le dijo Ferruccio, intentando consolarla—. Hace años testifiqué a favor del viejo Averardo, y me debe un favor. Veré qué puedo hacer. Pero si no lo consigo, en cuanto tu prima se encuentre mejor intentaremos proporcionarle otra casa. Si es tan buena cocinera como tú, no me será difícil encontrarle otra familia que la acoja.
Zebeide se dispuso a besarle las manos, pero Ferruccio las apartó, disculpándose con una sonrisa. Aquellos gestos serviles le incomodaban, y aún menos le gustaba lo que le había dicho Zebeide.