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Florencia, abril de 1497

«La peste».

El confaloniero de Justicia Bernardo del Nero pronunció aquella palabra con gran circunspección, en presencia únicamente de los priores de barrio. El Salón de los Quinientos estaba casi desierto y la voz solitaria de Bernardo rebotó contra el techo artesonado y cayó como un castigo de Dios sobre los oídos de los priores. Las puertas estaban cerradas por dentro: nadie podía ni debía oír nada más allá de aquel estrecho círculo.

—El dato es seguro; así me lo han referido algunos doctores de probada honestidad. Ahora se trata de detener el contagio.

Los priores se agitaron, abatidos, y los bancos de madera crujieron, mientras cada uno buscaba en el rostro del vecino un inesperado desmentido de lo que acababa de oír. El murmullo fue en aumento y con él el ansia de saber más. Pierantonio Carnesecchi, que en tiempos de Lorenzo había sido portador del confalón, fue el primero en hablar.

—¿Cuánto tiempo hace?

Ya en el Consejo de Sanidad, en la corte de los Sforza, había aprendido que en casos como aquel era esencial actuar no ya en cuestión de días, sino de horas. Y había que hacerlo todo sin alarmar al pueblo. Si el contagio se extendía podría ser la ruina para Florencia, pero también si era el miedo el que se propagaba. Los comercios cerrarían: banqueros, mercaderes y todo el que pudiera permitírselo huiría de la ciudad; las casas quedarían abandonadas y el pillaje se extendería como un río en plena crecida. Los relatos de los viejos sobre la peste que había devastado Florencia el siglo anterior, y había aniquilado la casi totalidad de la población, aún suscitaban terror.

—Por lo que me han contado, el primer caso es de hace varias semanas —respondió el confaloniero, malhumorado—. Afectó a un mozo de establos y a una hija del viejo Serristori, en Careggi. Pensaban que sería malaria, pero afortunadamente llamaron al médico para que atendiera a la hija. Éste llamó a otro, y dieron su diagnóstico. Parece que ha habido otros contagios entre el servicio.

—¿Cuántos muertos?

—Tres, de momento. La joven Serristori, el mozo de cuadras y otro, al que han encontrado rígido en medio de un campo. Había huido por miedo a que lo reconocieran los médicos.

—Entonces aún no se puede hablar de epidemia, si es un caso aislado… —objetó el noble Albizi con un hilo de esperanza en la voz.

—La peste corre por el aire como el viento de siroco —le respondió Carnesecchi con gravedad—, y cuando la ves llegar, ya es demasiado tarde.

—¿Qué podemos hacer entonces? —dijo el viejo Albizi con voz temblorosa.

—Hablaremos con fray Girolamo —decidió el confaloniero—, para que se encargue de nombrar un oficial de Sanidad, como se hace en estas tristes ocasiones. De momento no debe salir de nuestras bocas ni una palabra de lo que se ha dicho aquí dentro.

—En realidad te tocaría a ti nombrarlo, Bernardo. ¿O has renunciado a los privilegios de tu grado para obtener otros celestiales? —intervino Carnesecchi.

Alguno de los presentes tosió para enmascarar la risa, y el confaloniero se puso rojo de rabia y de vergüenza. Carnesecchi se dio cuenta y consideró que no valía la pena ir más allá.

—Fray Girolamo y el buen Dios nos dirán lo que debe hacerse; no creo que nadie ose poner en duda sus santas decisiones —concluyó, con desprecio, Bernardo del Nero.

Carnesecchi sacudió la cabeza, pero no podía enfrentarse a él demasiado abiertamente, porque equivaldría a ponerse en contra del fraile. Y eso podía suponer una acusación de traición y una condena al exilio para él y para su familia, o quizás algo peor. El confaloniero era uno de los jefes ocultos de los Piagnoni, bandas de fanáticos que recorrían toda Florencia aprovechando cualquier ocasión para imponer con violencia la voluntad de Savonarola, y a veces se valían de su nombre para cometer cualquier tipo de infamia en su propio interés. En aquel tiempo no hacía falta gran cosa para encontrarse con una cuerda al cuello o para ser flagelado en público hasta la muerte, ni siquiera para alguien de su posición. Antes de ponerse en pie dio sendas palmadas con las manos sobre las rodillas.

—Bueno, pues ofreceremos nuestras pústulas a Dios para ganarnos el Cielo, Bernardo.

—¡Viva Jesús, el rey de Florencia, nuestro Señor y Salvador! —exclamó Albizi levantando los brazos, sin comprender la feroz ironía de Carnesecchi.

El confaloniero Bernardo del Nero, por su parte, prefirió no responder a la provocación, y se limitó a asentir.

—Amén —respondieron todos.

Carnesecchi escupió al suelo en cuanto rebasó el portal del palacio que para él seguía siendo el de la Signoria de los Medici. En sus orejas aún resonaba la invocación de aquel viejo patán de Albizi. Ahora se juzgaban hasta los delitos comunes aplicando la ley del nuevo rey de Florencia, Savonarola. Quien cometía sodomía era condenado a muerte, cuando hasta pocos años antes se imponía únicamente una multa. A quien prestaba dinero con interés, actividad con la que se había enriquecido Florencia, se le requisaban todos los bienes. A quien blasfemaba se le cortaba la lengua. Las nuevas normas ya no se basaban en la Constitución municipal, sino en la interpretación que hacía Girolamo Savonarola de la palabra de Cristo. Hasta el ejercicio de artes y oficios estaba sometido a ellas. Un abogado que mentía en un juicio a favor de su propio cliente, práctica consolidada desde siglos atrás y considerada legítima, era condenado a la misma pena que el acusado. Y muchos artistas, entre ellos los más brillantes pintores y escritores, se habían visto obligados a quemar sus obras en la hoguera para evitar acabar ellos mismos en ella.

El propio Carnesecchi, que había comprado tiempo atrás un retrato de Adán y Eva al pintor Sandro Botticelli, por el que había pagado nada menos que ciento cincuenta escudos, había tenido que echarlo públicamente al fuego. En aquel periodo bastaba con retratar un desnudo o escribir de amor profano para sufrir persecución, condena y verse obligado a compartir con la peor escoria las oscuras y angostas celdas de la Carcere delle Stinche, de la que nadie había conseguido escapar jamás. Solo se salía de allí encadenado, para cruzar la Via Ghibellina y acabar en la torre della Zecca, donde un verdugo y un fraile esperaban al prisionero, uno con el hacha y el otro con el Evangelio, ambos encapuchados, para darle al reo el último consuelo, físico y espiritual.

Inmerso como estaba en sus pensamientos, Carnesecchi casi chocó con la imponente Judit de bronce, obra del maestro Donatello, que cortaba la cabeza a Holofernes: la victoria del pueblo contra los tiranos. Savonarola la había colocado frente a la puerta principal en clara señal de advertencia a los florentinos y de desprecio hacia los Medici, a quienes se la había confiscado.

A pesar de la doble capa de fieltro forrada en lana, sintió un poco de frío, y aquello era buena señal, puesto que se decía que el aire fresco mataba la peste. Por si acaso, él ya había mandado a su familia a la villa de Cascia di Regello, donde no había llegado siquiera la Gran Peste del siglo anterior. Pensó después en su invitado, recién llegado con gran secreto a su casa de la ciudad: así también se sentiría más libre y más seguro. Ni siquiera su mujer sabía de quién se trataba. «Dios bendiga al viejo papa Inocencio, que le nombró cardenal, y maldiga al nuevo, el Borgia, que lo tiene por enemigo», pensó.

Desde la ventana del nuevo Salón de los Quinientos, decorada con modestas cortinas de tosca lona, Bernardo del Nero, el confaloniero, observó el rápido avance de Pierantonio Carnesecchi, que desde la plaza giró en dirección al viejo mercado. Bernardo estaba medio escondido tras una de las dos columnas de mármol situadas a los extremos de la ventana, como si quisieran reducir sus amplias dimensiones. Tras la otra columna había una figura encapuchada que acababa de entrar por una puerta secreta del salón.

—Carnesecchi es un hombre peligroso, fray Girolamo.

—No debemos temer a los hombres que se nos oponen abiertamente, sino a los que se arrastran por entre las sombras como la serpiente, símbolo del demonio. Volverá entre nosotros, como todos; la llamada del Cristo triunfador es demasiado fuerte. Pero, por si acaso, haz que le sigan discretamente.

—Lo haré, padre mío. ¿Y en lo que respecta a la peste? Podría nombrar oficial de Sanidad al propio Albizi: es un hombre dócil, y desde que se retiró del comercio está deseando tener un cargo.

—Santo Tomás de Aquino no habría incluido la paciencia entre las virtudes teologales, pero no se equivocaría. Está bien: Albizi, pero espera a que dé yo el anuncio, y desde San Marco. La peste, Bernardo, es un castigo de Dios, el mismo que cayó sobre Egipto tras el anuncio de Moisés. Somos nosotros, con nuestras oraciones y con la remisión de nuestros pecados, quienes podemos hacer que el castigo sea terrible y devastador, o que, por el contrario, solo sea una modesta amonestación.

—No comprendo, padre.

—¡Dios me ha hablado! —respondió con vehemencia—. ¡Solo renunciará a destruir la humanidad si nos arrepentimos de nuestros pecados e imploramos repetidamente su infinita misericordia!

Bernardo se postró de rodillas para besarle la huesuda mano, con los nudillos marcados por el frío, y su mirada se posó sin querer en los pies, que tenían un color violáceo. En Florencia se murmuraba que, bajo el sayo, el santo fraile Girolamo solo llevaba el cilicio y unas calzas negras, y que solo se lavaba los domingos, antes de la misa, con el fin de evitar inútiles tocamientos de las partes íntimas.

Al día siguiente llegó una imprevista oleada de frío y en Florencia nevó. Donato Albizi, loco de alegría por el cargo recién recibido, se presentó en el palacio de la Signoria vestido con un simple jubón de terciopelo negro que le cubría las calzas hasta las rodillas. La boina roja escondía las manchas marrones que le afeaban el cráneo y le protegía del frío penetrante. Aunque no quería contravenir las normas del fraile contra el lujo, había considerado oportuno ponerse al menos la cadena de oro con el colgante de la media esfera con anillos concéntricos. Era el símbolo de su familia, comprado dos siglos antes por un antepasado suyo que se había hecho rico con el comercio de la lana.

A pesar de su edad, Albizi se arrodilló, postrándose frente a Girolamo Savonarola, sentado en el trono antes propiedad de Lorenzo de Medici. Solo dos armígeros, con el uniforme de la República y la alabarda apoyada en el suelo, montaban guardia junto al fraile. Él no tenía soldados propios, se movía solo o, como mucho, acompañado de dos o tres monjes. No necesitaba protección. Dios estaba con él.

—Tu primera actuación como oficial de Sanidad, tras la misa, será cerrar el pasaje de Careggi. Tendrás diez compañías de arqueros para rodear el barrio; nadie deberá entrar o salir, bajo pena de muerte. Te daremos también arcabuceros: aunque son de escasa utilidad, el ruido del arma asusta más al populacho que la amenaza de una ballesta. Cuarenta días a partir de ahora; luego veremos qué hacemos. El Señor, misericordioso, me dirá lo que sea mejor para nosotros, pecadores.

—¿Y si el contagio superara el cordón sanitario?

El fraile sonrió y el confaloniero lo imitó.

—Mira, Donato, Dios, omnipotente, usa el trueno, el rayo y cualquier otra calamidad, incluida la peste, para afligir a los que quiere redimir. ¿Tú quieres ser redimido?

—Yo solo quiero lo que queréis vos y el Dios, mi Señor —balbució Donato Albizi.