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Hasta los últimos días de 1497
La monja indicó con un gesto a Ferruccio que esperara fuera y entró con Zebeide en el dormitorio. Dos pasos más allá, la mujer se detuvo. Con las manos en copa y los hombros encogidos, observó la sucesión de camas a uno y otro lado de la sala. Las cortinas, inmaculadas, caían de altos soportes de hierro como sudarios y, mientras seguía a la monja, Zebeide vio en su interior unas sombras difusas, algunas sentadas y otras tumbadas, pero todas inmóviles, e imaginó cuerpos sin vida, llagas y heridas, y se persignó varias veces.
—Es aquí —le susurró la monja—. No hagas ruido, para no molestar a las otras.
Zebeide señaló respetuosamente hacia la puerta, pero a cambio la monja se limitó a levantar las cejas.
—Conoces a tu señora —añadió con un suspiro gélido la monja—. Le dirás que le espera su marido. Ella decidirá si quiere ponerse de nuevo en sus manos o en las del Señor.
Apartó la cortina y empujó a Zebeide para que metiera la cabeza por la abertura. Le temblaron las piernas cuando vio el rostro pálido de su señora, rodeado por un pañuelo de algodón que le ocultaba el cabello, las mejillas y parte de la frente, como si ya hubiera hecho su elección. El pecho se levantaba y bajaba, señal de que al menos no estaba muerta, a pesar de tener los párpados cerrados, pero cuando recorrió su cuerpo con la mirada vio la redondez de su vientre y se llevó las manos a la boca, horrorizada. Leonora abrió los ojos, jadeando levemente.
—Zebeide…
La mujer se echó al suelo de rodillas y cogió la mano que Leonora le tendía.
—Señora mía, oh, señora mía. Bendito sea Dios, estáis viva. —Los lagrimones surcaban sus rosadas mejillas—. Cuánto he sufrido, señora mía, sin saber nada de vos. Qué dolor, qué dolor, veros en este estado. ¡Ah, si el Señor hubiera elegido para mí esta cruz!
—Estoy bien, Zebeide. Solo me siento un poco cansada.
—Ah, señora mía, no digáis eso. Qué cosa más terrible… Decidme, ¿sufrís mucho?
—No, Zebeide, ya te lo he dicho; ahora estoy bastante bien, si pienso en todo lo que ha pasado. Y además tengo el niño, que me ayuda.
—¿Qué niño?
Zebeide miró a su alrededor, pero no vio a nadie. Su señora deliraba; eso era la enfermedad, sin duda. Cuando se empezaban a ver espíritus, mala señal. Si son cabras o caballos de morro carnoso, se trata de demonios que ya degustan el olor a quemado del alma de las pecadoras en vida. Los ángeles, en cambio, son sombras de niños muertos que te acompañan junto a san Pedro. La señora estaba a punto de morir.
—¿No lo ves, Zebeide?
—No, señora mía —sollozó la criada—. Pero si vos lo decís, os creo.
—La barriga, amiga mía. Mírame la barriga. Está ahí dentro.
Jesús, María y todos los santos. Zebeide abrió la boca y se cogió el rostro entre las manos. La Virgen había hecho el milagro.
—¡Señora mía! ¡Un niño! ¡Entonces estáis bien! ¿Y cómo os sentís? ¿Os pesa? ¿Os da patadas? Dejadme ver si la barriga está puntiaguda, que así no irá a la guerra.
—No lo sé. Solo sé que está vivo y está bien. Pero ahora siéntate y cuéntame. ¿Cómo has conseguido encontrarme?
La mujer bajó la mirada y se echó a llorar mientras alisaba los pliegues de la colcha con unos golpecitos tan rápidos como inútiles.
—Habla, Zebeide —dijo Leonora, irguiendo ligeramente el cuerpo—. ¿Qué pasa?
—El señor… está…
—¿El señor? ¿Qué?
Sintió una punzada en el vientre que la dejó sin aliento.
—Está aquí, señora mía.
Leonora cerró los ojos y en su mente vio un cestillo de cerezas, el contacto de sus manos mientras se lo ponía delante con una sonrisa, y una a una se las iba metiendo entre los labios, y ella abría la boca buscando los suyos, sin que ninguno de los dos apartara la vista del otro. Hasta que fue ella quien le ofreció una, de sus propios labios. Había sido su último regalo, aunque luego ella había cultivado otro regalo, sin saber si llegaría a recibirlo nunca.
—¿Está bien?
—Sí, señora, por lo que yo he visto.
—¿Y está aquí…? ¿Dónde?
—Detrás de la puerta, señora. La monja ha dicho que quería estar segura de que aún lo quisierais ver, o si preferíais ofreceros al Señor.
—Qué tonterías. —Leonora se tocó el rostro y las mejillas, como si quisiera darse el último retoque para estar más presentable—. Hazle entrar, por favor. Y recuerda que mi señor es él.
Al ver a su mujer, aquella sonrisa débil y aquellos ojos humedecidos por las lágrimas, Ferruccio se arrodilló, cogió una mano entre las suyas y apoyó la cabeza en su pecho. Eran demasiadas las palabras que tenía en la garganta, así que permaneció en silencio. Y mientras ella le acariciaba la cabeza, la mirada de él se posó en su vientre. Comprendió y le puso una mano encima. Acercó su rostro al de ella, surcado de lágrimas, y apoyó los labios sobre los suyos.
—Leonora, te amo.
—Yo también —respondió ella, en voz baja—, y ella también, o él. Me parece que ha sentido tu caricia. Te hemos echado mucho de menos, pero ahora ya ha acabado todo.
—Sí.
Una mueca de dolor apareció en el rostro de la mujer, que un instante después abrió los ojos como platos.
—¡Leonora!
—¡El niño! Me duele. Ayúdame, tengo miedo.
Al apoyar la mano en la cama para ponerse en pie, Ferruccio notó la humedad. La metió bajo las sábanas y la sacó de inmediato, completamente mojada. Parecía agua, pero tenía un olor penetrante, ácido. Leonora gritó como si la hubieran apuñalado.
—¡Zebeide! —rugió Ferruccio—. ¡Ve a llamar a alguien, rápido!
La mujer fue a chocar contra la abadesa, que estaba entrando, alarmada por los gritos.
—¿Qué pasa? ¡Os había dicho que no hicierais ruido!
—¡La señora está mal, está encinta!
Otro grito atravesó el dormitorio y se oyeron lamentos de otras voces. Mientras la monja se acercaba a la cama de Leonora, Zebeide corrió al pasillo y se precipitó entre los brazos de Gua Li.
—¡Señora, señora! —Se lanzó de rodillas al suelo—. ¡Mi señora sufre y grita; os lo ruego, id a ver!
Mientras tanto, la abadesa, de pie frente al lecho de Leonora, arqueó una ceja.
—Llamaré a una comadrona: vuestra mujer ha roto aguas.
Ferruccio le cogió la mano a Leonora y escuchó sus espasmos, que parecían ir remitiendo. Leonora sudaba. Sus gritos se habían convertido en débiles lamentos. Tenía la respiración más ligera. Le apretaba la mano con menos fuerza. Pero aunque su evidente alivio reconfortara a Ferruccio, él se temía que se debiera a una debilidad cada vez mayor. No se dio cuenta siquiera de la presencia de Gua Li, hasta que una mujer con un delantal de cuero le apartó con malos modos.
—Salid de aquí. Estas son cosas de mujeres.
La mujer se arremangó y apartó bruscamente la colcha y las sábanas. El camisón de lona de Leonora estaba empapado y cubierto de rastros verduzcos.
—Esto está manchado de caca; marchaos, os he dicho, que no es espectáculo para un hombre. Las mujeres son impuras, ¿no lo sabéis?
—Es… mi mujer —balbució Ferruccio.
—Aunque fuera vuestra madre: ¡fuera de aquí!
—Ve, Ferruccio. —Gua Li le tocó el brazo—. Yo me quedaré con ella.
Las tres monjas presentes se apartaron para dejarle el camino libre. Ferruccio se echó atrás, con los hombros caídos y los ojos fijos en el rostro, y luego en la cama de Leonora, hasta tocar la puerta con la espalda. La abrió y dejó pasar a una criada que llevaba una tina. Luego la cerró tras de sí y se dejó caer sobre un banco.
Dos monjas sostenían a Leonora, de pie sobre la cama, con la cabeza caída y los brazos inertes, pero aún con las piernas rígidas, como si no hubiera perdido la voluntad, pese a estar inconsciente.
—No lo conseguirá.
La comadrona se secó un momento el sudor con un brazo y luego volvió a poner las manos sobre la barriga ahora flácida de Leonora. Y Gua Li rezó en voz baja.
—Madre de la Tierra, tú tienes muchos hijos sin haberlos generado, y te llaman con muchos nombres, Maha, Gayatri, Aruru, Tara y Yum Chenmo, pero nadie conoce el verdadero. Eres fuente de vida y señora de la muerte; estás en cada uno de nosotros, antes y después de nuestro nacimiento. Lo que tú quieres, sucede. Tu respiración es un siseo en la cima de las montañas, un susurro entre las hojas de los árboles y un murmullo en los ríos, duerme en la profundidad de los valles y arde en el desierto. Todo nace de tu vientre, como la vida incierta de este hijo y de su madre.
—¿Rezáis a la Virgen? —le espetó la abadesa, que estaba apoyada en la pared con los brazos metidos en las grandes mangas—. No conozco esa oración.
Gua Li no respondió. Leonora abrió la boca en un grito mudo, puso ojos como platos y la miró.
—¡Ahí está! —gritó la comadrona—. ¡La cabeza cortada de san Cosme ha hecho el milagro! ¡Agarradla bien, por Dios!
Junto a un chorro de sangre asomó la cabeza del niño. La mujer esperó a que saliera lo suficiente como para poder agarrarla con fuerza, pero sin apretar. Conocía su oficio. Con una ligera rotación acompañó la caída, cogiéndolo por los hombros y dejándolo que saliera solo. Dio un mordisco al cordón que aún lo unía a la madre, escupió por el suelo saliva y sangre, y con el resto hizo un nudo bien apretado.
—Es un varón, pero es demasiado pequeño como para que viva.
—Dádmelo a mí —ordenó la abadesa.
—No, vos sois anciana; necesita vida. Se lo daré a ella.
La mujer ofreció el niño aún sucio a Gua Li, que lo cogió en brazos y lo sumergió en el agua tibia de la tina. La monja intentó detenerla.
—Dejadla —dijo la comadrona—. Sabe mejor que vos cómo actuar. Si vive, tan delgaducho como un Cristo en la cruz, será mérito suyo. Y ahora pagadme, que tengo dos bocas hambrientas que me esperan.
El niño, al salir del agua, tosió y emitió una especie de gemido. Gua Li lo tendió sobre la cama, en una esquina sin manchas, y lo limpió con un trapo. Una monja le trajo una mantita; otra, una toca. Gua Li se lo agradeció con una sonrisa. Acomodaron a Leonora; la sentaron sobre la cama, con dos grandes almohadones tras la espalda. Apenas respiraba, pero cuando sintió el peso del niño sobre su pecho dio un respingo. Cuando Gua Li le descubrió un seno y guio la boca del niño hacia el pezón, sus dedos se rozaron y Leonora intentó sujetarla, pero luego sus manos se posaron en la espalda de aquel hijo que había querido venir al mundo antes de tiempo, nada más sentir el contacto y oír la voz de su padre.
La abadesa salió con paso ligero y la cabeza gacha, y se detuvo ante Ferruccio. Se sacó del bolsillo de la túnica un rosario de madera y se lo tendió. Él lo rechazó, pero ella se lo tiró sobre las rodillas.
—Cogedlo y rezad por la vida de ambos. No tienen mucha.
Lo aferró y se pasó nerviosamente las cuentas de madera por entre los dedos. Aún estaban vivos. Cerró los ojos y volvió a abrirlos un instante después para preguntarle a la abadesa si era niño o niña, pero ya estaba lejos, y la pregunta se quebró en su garganta, entre lágrimas.
Nadie se alegró, salvo Zebeide, que había obtenido de la abadesa el permiso para dormir a los pies de la cama de Leonora. Las monjas más jóvenes, que observaban aquel cuerpecillo, quedaron conmovidas al instante, y no de alegría, pues estaban convencidas de que el niño no llegaría a ver el nuevo año. Las más ancianas no se paraban siquiera junto a la cuna, acostumbradas como estaban a reconocer instintivamente los signos de la muerte en los vivos. Savonarola rezó por su alma.
Osmán quería aproximarse a Ferruccio, a quien solo le permitían ver al niño dos veces al día, y a Leonora solo una, a última hora. Nunca se habían entendido realmente: ninguno de los dos había hecho nada por conocer al otro, su único interés había sido descubrir qué los vinculaba a Gua Li. Ambos se sentían en desventaja ante ella, aunque fuera por causas diversas, y ambos habían sido víctimas de los celos, al envidiarse mutuamente por la proximidad que tenían con ella, cada uno en su papel. La mañana de Navidad, en el claustro del convento, Osmán dio el primer paso. El frío le afectaba sobre todo a la pierna tullida. Ferruccio le tendió la mano. Osmán hizo lo propio, pero no se la estrechó, sino que puso en su palma un pequeño objeto de plata.
—Pon la mano de Fátima, la hija del Profeta, bendito sea siempre su nombre, en la cuna de tu hijo. Lo protegerá contra los demonios y otros espíritus del mal. El ojo que ves sobre la palma es el de un dios que nos ve a los dos iguales y que velará para que tenga larga vida.
—Lo haré, Osmán. Gracias.
—¿Conoces su historia? Cuando ella vio que volvía su esposo, Alí, junto a una joven y bella concubina, sintió tal dolor que distraídamente metió la mano derecha en la olla donde cocía el caldo de cordero. Alá lo vio y comprendió, y Fátima no se quemó. Ella no tenía culpa, pero Alí sí, y de hecho murió a manos del mismo grupo del que yo formaba parte, los muhàkkima, los del Juicio de Dios, como se los llama. O también khawârij o jariyíes, como los conocéis vosotros, «los que se salen».
—Yo no soy Alí —respondió Ferruccio.
—Y yo ya no soy jariyí. Salam aleikum, Ferruccio.
—Que la paz sea también contigo, Osmán.
En la tranquilidad del dormitorio, Gua Li se detenía a menudo junto a la cama de Leonora. A escondidas de las monjas, le daba a beber suaves infusiones de amapola, que ayudaban a la madre a relajarse y a producir más leche. En cuanto al niño, a partir del tercer día sus arrugadas piernecitas dejaron de moverse espasmódicamente, y la carne empezó a cubrirle los huesos. También los pelos negros de la espalda, que le daban el aspecto de un mono —o del demonio, como dijo una monja—, empezaron a caérsele.
Leonora enseguida confió en Gua Li; era la única a la que dejaba sostener al niño en brazos sin temor a que le ocurriera una desgracia. Con ella el pequeño no protestaba por apartarlo de su madre. Ni siquiera se fiaba de la brusquedad de Ferruccio, en esos breves ratos que le dejaron verlo mientras ella permanecía en la cama, entre todas aquellas mujeres. En realidad, el niño parecía preferir los brazos de Gua Li a los de cualquier otra persona. Si lloraba, las palabras que le susurraba ella siempre le apaciguaban.
—¿Qué es lo que le cuentas? —le preguntó una vez Leonora—. Es como si te comprendiera y te escuchara.
—Mi maestro me decía que los niños recién nacidos llevan consigo el recuerdo de las vidas anteriores y que es el crecer en el mundo lo que les hace perder esa conciencia. Lo comprenden todo —Gua Li sonrió—, mucho más que nosotros. Así que le hablo de un hombre bueno y justo, que aprendió y enseñó el amor y el conocimiento.
—Háblame entonces de él también a mí, si quieres. Lo que hace bien a un alma pura solo puede traernos felicidad a todos los demás.
Era el mes de Nisan y empezaba a subir aire caliente de la tierra. Pasó una bandada de grullas de cabeza negra en dirección a Anatolia. Jesús la siguió con la mirada hasta que se confundió en el cielo. María se puso en pie, cogió una piedra y la tiró entre las cañas, en el punto en que las aguas borboteantes del Jordán confluían con las aguas tranquilas del lago.
—Si no hubieras regresado, ahora no estarías en peligro.
—Era mi karma. Lo había perdido todo y tenía que encontrar mis raíces.
—Me esperaba otra respuesta, pero tienes razón; igual que mi destino era encontrarte.
Jesús le cogió la mano y se la llevó a la cara.
—Tú has llenado el vacío de mi corazón, me has dado una nueva esperanza, que es la semilla de la vida.
—Tengo miedo de que te maten, de que me dejes.
—Una vez Ong Pa dijo que la muerte no es más que la transformación de la vida en otra forma de vida.
—Sí, lo he entendido —dijo, levantando lentamente la mano de la suya—, pero no me basta. Quiero tus palabras, no las de otro.
—¿Querrías que nos fuéramos los dos?
No era lo que habría querido oír, y su respuesta tampoco fue la que habría querido dar.
—¿Entre los monjes y tus montañas? Además, Yuehan es mayor; ya no necesita una madre. Pero si pudiera salvar tu vida dando la mía a cambio, lo haría. Sería justo que vivieras; aún tienes muchas semillas que sembrar. —María apartó la mirada—. ¡Mira! Otra bandada de grullas. Cuéntalas. ¿Sabes por qué son siempre un número par?
—No, dímelo tú.
—Porque viajan siempre en pareja, son monógamas de por vida, y hacen el nido siempre en el mismo sitio. Si una de las dos muere, la otra se queda en tierra y deja de migrar.
Jesús no le respondió.
Leonora levantó lentamente una mano y Gua Li interrumpió el relato.
—Esa María no es su madre.
—No, es María de Magdala, la mujer que amó a Jesús.
—Conozco esa historia. Me habló de ella hace muchos años el conde de Mirandola, pero me obligó a guardarle el secreto. Con solo insinuarla, habría corrido el riesgo de sufrir la cárcel y la tortura que se reservaba a las brujas. Decía que eran muchas las historias que había sobre la vida de Jesús, todas con un trasfondo de verdad, pero todas manipuladas por interés. Decía también que solo empezaría a entrever la verdad cuando encontrara un escrito suyo. Era imposible, afirmaba, que un profeta como él no hubiera querido dejar una señal a los otros hombres.
—¿Tú lo conociste?
—Le ayudé, por casualidad, y él hizo lo mismo conmigo. Y gracias a él conocí a Ferruccio, pero esa es otra historia.
—Y gracias a él yo te he conocido a ti. Pero también esa —sonrió— es otra historia.
—Cuando esté mejor hablaremos de todo; tú y yo tenemos mucho en común. Pero ahora continúa, te lo ruego.
Gua Li miró al pequeño que dormía a su lado y se tocó el vientre. Sí, hablarían, pero había un secreto, uno solo, que siempre las separaría. Un secreto que, en sus sueños, solo Ada Ta conocía y del que parecía complacido.
No hubo tiempo de seguir hablando. Llegaron los hermanos de Jesús con algunos de sus amigos de más confianza, todos armados. Convinieron que, eliminada cualquier hipótesis de fuga, sería mejor anticiparse a la voluntad del Gran Sanedrín, en un gesto de respeto, evitando así también las cadenas romanas, de modo que se dirigieron a Jerusalén. A los dos días de camino se detuvieron en Siquem, para visitar la tumba del padre de Jesús, y todos sus hijos pusieron encima una piedra, porque había sido un hombre justo.
La mañana del quinto día, después de ascender el Har Hazeitim, vieron el brillo cegador de las paredes del templo, entre las que se alzaba como un monolito la alta torre del Qodesh ha-Qodashim, donde se custodiaba el Arca de la Alianza. Aquella noche cenaron en una posada cercana. Jesús quiso tener a un lado a su hijo Yuehan y al otro a María. Luego pidió a Judas, que lloraba, que fuera a decir a los miembros del Sanedrín que les esperaría allí.