38
Llegó a Gamala cuando el sol ya estaba bajo en el horizonte. El agua ligeramente encrespada del lago de Genesaret reflejaba sus rayos. Se veía poca gente, pero de los techos de las casas salía un humo oscuro.
—Parece una ciudad muerta.
—Puede que sea parasceve, Yuehan.
Su hijo lo miró como si le hubiera hablado en una lengua desconocida. Jesús le sonrió.
—Tienes razón, no puedes saberlo. El parasceve es el día anterior al lasceve, en que está prohibida toda actividad, hasta cocinar. Por eso están todos en casa, preparando la cena.
—¿Y por qué está prohibido?
—Es una antigua ley de los patriarcas, recuerda el día en que el dios de Abraham descansó tras la fatiga que supuso la creación.
—Un dios no se puede cansar; si no, no sería dios.
—Eso es lo que decía tu abuela. Espero que la conozcas. Es ella quien me enseñó a pensar.
Al volver a recordarla, Jesús cerró los ojos e inspiró profundamente: una cálida fragancia le recordó la challà, aquel pan trenzado, y enseguida reconoció el penetrante aroma de la tilapia cocinada sobre las brasas con cebollas. Aquel pescado nunca le había gustado, y su madre siempre había tenido que recurrir a trucos para que se lo comiera. A veces se escapaba de casa para evitarlo, aunque sabía que al final el hambre le obligaría a rendirse. Y cuando volvía a casa, lo encontraba en el plato, con otro encima tapándolo, aún tibio, y ante la mirada benévola de su madre, que sonreía, acababa por apurar hasta la espina.
Junto a las puertas había cestas que ya estaban llenas de panes matzah, planos y redondos, que condimentarían al día siguiente con aceite y aceitunas, y que acompañarían con requesón. Algún mercante se permitía comer cuello de oca relleno, pero él solo lo había probado una vez y, a menos que sus hermanos se hubieran hecho ricos, sería difícil volver a probar aquella delicia.
Desde el momento de su marcha había dejado de seguir las normas, primero por necesidad y luego por elección. Le había parecido ilógico rechazar la carne de un animal sin pezuñas, o la de la anguila, porque no tenía ni aletas ni escamas. O poder beber leche de vaca y no de burra, comerse el hígado y no los riñones, o usar diferentes cazuelas para las comidas grasas y para las magras. Se acordó de aquella vez frente al templo, cuando le había preguntado a su padre por qué eran impuras las abejas si no lo era la miel. Su padre lo había sacado de allí a rastras ante la mirada acusatoria de los escribas que habían escuchado su pregunta sacrílega. En realidad, ni siquiera ellos conocían la respuesta.
Sus ojos se cruzaron con los de una mujer, quizás una criada, que llevaba sobre la cabeza una cesta llena de pescados. Le preguntó si sabía cuál era la vivienda de José, el carpintero, y ella, por toda respuesta, les sacó la lengua a él y al chico. Sorprendido, miró a Yuehan, pero la pelusa que asomaba sobre su boca le recordó que dentro de poco estaría en la edad del bar mitzvah y que las mujeres ya podrían mirarlo con ojos que no fueran de madre.
El pueblo había cambiado en aquellos dieciocho años de lejanía, no solo lo había hecho él. Era evidente que, pese a que los romanos habían traído consigo la esclavitud, también había un mayor bienestar. Las casas eran más sólidas, pero todas tenían una puerta de madera, y muchas estaban cerradas, y solo el miedo hace tener las puertas cerradas. Sería el mismo motivo por el que nada más llegar vio una fortificación junto al templo, en lo alto, quizás el cuartel general de la guarnición romana. También era señal de cambio aquella mujer descarada, acostumbrada quizás a sacar partido de los forasteros, fueran soldados o comerciantes.
No estaba seguro de dónde se dirigía, pero en un cruce reconoció una doble hilera de olivos.
—Quédate detrás de mí y no digas nada. Creo que hemos llegado a casa.
—A la tuya, padre, no a la mía.
Las casas, que en otro tiempo tenían huertos a la vista, estaban ahora provistas de unos muros de protección sobre los que asomaban las hojas grasas y espinosas del aloe, más a modo de amenaza visual que real. Localizó la casa de sus padres, separada de las demás. La cal había caído en parte, dejando desconchones por los que se veía la arcilla roja, como una serie de ocasos pintados sobre el blanco de la pared. Había unos hombres sentados de espaldas a la calle, tras los arbustos de enebro. Jesús se detuvo, arrancó una baya y aspiró su aroma oleoso.
—¿Qué quieres?
Uno de los hombres se puso en pie. Llevaba una barba corta y rojiza y le amenazaba con los puños cerrados, los brazos extendidos hacia el suelo y los hombros encogidos. Aquella postura y el vago parecido a un niño de cabellos rizados le transportaron a los juegos de la infancia, frente a un muro blanco. Tiraban unas conchas, y ganaba el que conseguía dejarla más cerca del muro. Y el más pequeño de ellos, que reía pero que se enfadaba cuando perdía, se encogía de hombros y apretaba los puños antes de echarse a llorar. Entonces, a él le tocaba dejarse ganar la partida.
—¿Judas?
—¿Tú quién eres? ¿Y cómo sabes mi nombre? Yo no te conozco.
Era él, su hermano. Sintió la tentación de abrazarlo, pero se contuvo. No lo habría entendido. Le pidió amablemente hablar con él en privado. Judas lo siguió, perplejo, hasta un limonero poco distante, cargado de frutos.
—Mírame bien y dime si me reconoces.
Judas lo miró, frunciendo el ceño, y, al poco, sacudió la cabeza.
—Soy tu hermano, Judas; soy Jesús.
—¿Cómo te permites…?
Apretó los dientes y a punto estaba de darle un puñetazo cuando sonrió. Lo miró a los ojos y reconoció su expresión. Abrió los ojos como platos y se llevó las manos a la boca.
—¡Por la barba de Abraham! Tú…, eres tú…, yo…, nosotros te creíamos muerto… y, en cambio, has vuelto…
Se cogieron ambos de los brazos, riendo y llorando al mismo tiempo. Se soltaban, se miraban y volvían a abrazarse. Alguien pasó frente a ellos y se rio.
—Estoy contento, hermano.
—Yo también, hermano mío.
—Tienes que contarme muchas cosas. ¿Dónde has estado todos estos años?
—Te lo diré, pero primero dime cómo está nuestra madre.
—Está en casa, aún más irascible que antes, pero será mejor prepararla para este encuentro. Te ha llorado durante años. Luego hizo construir una tumba junto a la de nuestro padre.
Jesús bajó la cabeza.
—¿Cuándo?
—Lo siento, hace mucho tiempo, pero tú… no podías saberlo.
—¿Cuándo?
—Hace diez años. Había ido al mercado de Séforis. Le esperábamos para el día siguiente, pero nunca llegó. Encontramos su cuerpo en Magdala, junto a la orilla del lago. Parecía que estaba durmiendo. Lo llevamos a Siquem, donde había nacido. Allí es donde está tu…, bueno, tu tumba.
—¿Me acompañarás a verle?
—Claro, hermano mío, pero ahora ven. Tienes otro hermano, ¿no te acuerdas?
—Aún más gruñón que tú —dijo Jesús, sonriendo—. El pequeño Jaime.
—Ahora es más alto que tú y que yo. Se parece a nuestro padre.
Yuehan se había quedado al margen y seguía observando con curiosidad a su padre y al otro joven con el que se abrazaba.
—Y… —preguntó Judas, señalando al chico—. ¿Ese quién es?
—Tu sobrino. Supongo que le gustará saber lo que es tener un tío.
—¡Entonces por fin te casaste!
Jesús no respondió. Judas entendió que era hora de que se reencontraran madre e hijo.
Cuando comprendió a quién tenía delante, María lanzó un grito que se oyó en toda la calle. Los vecinos acudieron a toda prisa, temiéndose alguna desgracia, pero cuando los primeros en llegar se enteraron de la noticia, esta se extendió desde el barrio de los carpinteros y, antes de que empezara el sabbat, ya había llegado a toda Gamala. Jesús no se liberó de los besos y de las preguntas de su madre hasta que Orión apareció por la ladera oriental del Golán. Después fue el turno de Yuehan. No hizo mención siquiera a la ausencia de su madre.
—Eres guapísimo, Yuehan, aunque tienes un nombre imposible de pronunciar. Aquí serás Yohanan o Yoannes, como tú quieras.
El muchacho esbozó una sonrisa, pero a él le gustaba Yuehan. El otro nombre era parecido, pero no era el suyo.
—Sí —prosiguió María—, eres aún más guapo que tu padre. Y tienes en los ojos su mismo fulgor. Deja que se vuelva niño un rato y quédate conmigo; no te aburrirás, ya lo verás. Pero si te aburres, no temas hacerme callar, y vete al mercado a que te vean las chicas. Por lo que veo, ya no debes de jugar con nueces; casi estás listo para el bar mitzvah.
Jesús la interrumpió. Ella también se había dado cuenta de cómo había crecido Yuehan. Lo habían hecho todos menos él. Gaya habría sonreído, orgullosa.
—Querría darme un baño, madre, si es posible.
María lo miró, sorprendida, y también Jaime y Judas. Yuehan asentía.
—Hace semanas que no lo hago. La verdad es que me haría falta.
—El shofar ha sonado ya tres veces. Ya es sabbat —dijo Jaime.
—Tendrás que esperar hasta mañana por la noche.
—No —respondió Jesús—. Si fuera por falta de agua o por otras razones, esperaría.
—¿Has olvidado acaso nuestra religión? —dijo María—. Ha pasado mucho tiempo.
—No, madre, es solo que creo que el sábado se ha hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado. Me pica todo y debo de apestar como una cabra montesa. A Yuehan le pasa lo mismo. Pero no quiero obligarte; encontraré una posada romana, y los últimos siclos que me quedan en el bolsillo serán mi salvoconducto para un poco de agua limpia y de esencia de cedro.
La mujer se quedó de piedra. Antes de que pudiera responder, Judas intervino, para evitar tanto la incomodidad de la madre como una diatriba sobre un rito que secretamente consideraba anacrónico:
—Conozco un sitio por donde, por dos monedas, nos darán una habitación con una cuba de agua caliente para ti, un buen hidromiel para mí, e higos y dátiles para los dos. El pecado está solo en el corazón de quien lo comete, decía nuestro padre, y tú, madre, ¿no decías acaso que tenía razón? Del chico se ocupará nuestra madre, ¿verdad?
María hizo una mueca, pero luego le pasó los dedos por el pelo a Yuehan.
—Parece que lo necesita de verdad. Pero a vosotros dos os recuerdo que, aunque es tradición que una mujer se muestre siempre de acuerdo con su marido, ella lo hace solamente por no humillarlo. Que os quede claro. Y tú, hijo mío reencontrado, pobre de ti que mañana rechaces mi pescado, como antes. Ahora dejadme encender la lámpara, que ya he cometido pecado.
María sonrió. En aquel momento Jesús la reconoció como madre y maestra: los cabellos grises y las arrugas alrededor de los labios no eran más que un rastro dejado por el tiempo sobre su cuerpo, no en su espíritu. Judas lo había heredado todo de ella.
Los dos hermanos se pasaron la noche riendo y llorando con las historias que se contaban el uno al otro. Al final se durmieron juntos, abrazados como cuando eran niños. Al día siguiente, Jesús fue recibido frente a su casa por una multitud de curiosos que lo interrogó durante horas, hasta el punto de que María tuvo que prometerles que al día siguiente su hijo se pondría a su disposición, solo para conseguir que se fueran. Por fin lograron sentarse a la mesa. Jesús comió con gusto la tilapia con cebolla y el pan ácimo con aceite y requesón. Después del almuerzo, mientras Yuehan se sumía en un sueño profundo velado por María, se sentó fuera, bajo la escasa sombra que daba una palmera.
La temperatura era suave y una brisa llegaba del lago. Él, Judas y Jaime se refrescaban con una bebida de hibisco, que le recordó el agua dorada de las hojas secas del árbol del tu, menos dulce y más fuerte.
—¿Cuánto tiempo te quedarás, hermano?
—No lo sé, Judas. Si os parece demasiado —dijo, sonriendo—, me iré antes.
—Aún no me creo que estés aquí y ya todos hablan de ti. Apuesto a que la noticia de tu llegada ha viajado hasta Jerusalén.
—No soy tan importante.
—La verdad es que sí. La gente creía que habías muerto y has regresado, y nada menos que del otro extremo del mundo, como si vinieras del cielo o de las estrellas. Como si fueras Elías, que regresa en su carro de fuego.
—No blasfemes —intervino Jaime.
—Están encantados contigo —prosiguió Judas—. Tú hablabas, pero no les has visto la cara, pero yo sí. Cuando has hablado de tu vida entre aquellos monjes y de su sabiduría, he visto cómo les brillaban los ojos. Y cuando les has hablado de la paz que reina entre tus montañas, de la libertad pero también de las injusticias que has sufrido, te juro que muchos habrían estado dispuestos a seguirte, si se lo hubieras pedido.
—Jesús solo quiere quedarse con nosotros un tiempo, Judas. Déjale en paz.
Jaime se puso en pie. Conocía las ideas de su hermano Judas y los riesgos que corría, y temía por su vida. Los romanos y el Sanedrín habían hecho un pacto: ningún judío sería hecho esclavo ni sería deportado a Siria o Egipto, y podrían vivir en paz, siempre que se pagaran los diezmos con regularidad y no se elevaran voces de protesta.
—Pero ¿no entiendes que un hombre como él, si quisiera, podría traer la esperanza a nuestro pueblo?
Era precisamente aquello lo que se temía Jaime, que sacudió la cabeza y se alejó.
—No te preocupes por él —dijo Judas—. No es mala persona, pero tiene miedo por mí y por nuestra madre. Una vez, en el Tiberíades, me agredieron tres tipos en el mercado, y él solo se las arregló para que salieran corriendo. Pero piensa en lo que te he dicho. Hablar de paz, de justicia y de amor no es hacer política o ser un subversivo, pero tú y yo sabemos que sin libertad esas palabras están vacías.
No hablaron más del tema durante unos días, pero Jesús pensó mucho en aquello. Su maestro Ong Pa repetía siempre que las palabras tienen que ir acompañadas de la acción y del ejemplo para que sean fértiles, del mismo modo que para la continuidad de la vida es necesario que se encuentren el principio femenino y el masculino. Ong Pa, a la vuelta de sus viajes, repetía siempre que lo que se aprende no debe quedar en el lugar en que se ha aprendido. Hay que ir por los campos sin cultivar y hacerlos fecundos. No se debe sembrar sobre los ya sembrados. Ong Pa se reía cuando decía que era como hacer nubes y lluvia con una mujer encinta y esperar con ello generar un hijo más. Era totalmente inútil, lo sabían, aunque fuera igual de agradable para ambos. El recuerdo de Gaya le pasó por la ingle y del vientre le subió hasta la garganta.
—Aún la echas mucho de menos, ¿verdad?
Judas siempre estaba a su lado, incluso en los silenciosos paseos que daban al anochecer, en cuanto salía de la carpintería.
—Esperaba que el viaje me ayudara, igual que encontraros a vosotros, a mi familia. He amado a Gaya mil veces, y solo a ella, y mi pena es aún mayor cuando pienso en Gua Pa. He aprendido que cuando yin y yang se unen, forman la unidad ancestral y perfecta. Si ese es el don más grande para el hombre, más grande es aún el dolor que se siente cuando se rompe, porque el amor no está hecho solo de vísceras, sino también de conciencia.
—Has sido un hombre con suerte, Jesús, y tienes un hijo que es tu vivo retrato.
—¿Y tú no amas a tu mujer?
—Tú te has ido para que no te impusieran una mujer; yo no. Noa es buena y trabajadora, y quiere a sus hijos —Judas sonrió—, que, por otra parte, espero que sean también míos, aunque se parecen al comandante de la guarnición romana. Ayúdame, hermano —dijo, ya sin la sonrisa en el rostro—, haz que nuestras vidas no sean vidas perdidas. Habla con la gente, yo iré contigo. Jaime también lo hará, estoy seguro.
—Yo tengo las semillas, y estos son campos sin cultivar.
—Solo unos meses. Luego te puedes ir si quieres.
—Es una tierra virgen.
—Era la que se nos había prometido y que nos han arrebatado.
—Podría intentarlo.
—Te escucharán. Por lo demás, si no lo hacen, al menos habremos estado juntos los tres, como en los viejos tiempos que nunca llegamos a vivir.
—¿Y nuestra madre?
—Estará orgullosa, le darás una segunda vida.
—¿Y la carpintería?
Judas se levantó del suelo, le dio un empujón y le hizo caer patas arriba. Después le sonrió y le tendió el brazo para ayudarle a ponerse en pie. Jesús se cogió con fuerza y tiró de él. Ambos rodaron y se rieron. Cuando llegaron a casa, María les regañó porque ambos traían la ropa sucia.
Gua Li se paró: enfrascada en el relato y atenta al rostro absorto de Osmán, que no le quitaba los ojos de encima, se dio cuenta de que se había olvidado de las semillas de amapola. Preparó el compuesto, pero cuando se sentó junto a Ferruccio sintió que le cogían el brazo. No le hacía daño, pero no conseguía hacerle inhalar el humo y protegerse de él al mismo tiempo. Mientras el hombre flotaba suavemente en el sueño inducido por la droga, Gua Li sintió que se apoderaba de ella una cálida sensación de torpor y de bienestar que nunca antes había sentido. Así, mientras Ferruccio murmuraba palabras sin sentido, con la excusa de hacerlo callar, apoyó los labios contra los suyos.