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Roma, 12 de septiembre de 1497, palacio del príncipe Colonna
Cada día Issa ascendía desde el pueblo de Serdung hasta el pequeño monasterio. Para llegar tenía que atravesar más de un riachuelo helado, caminar sobre pedregales y glaciares, y pasar por una estrecha galería entre dos rocas, casi invisible, con el temor de ser agredido a la salida por el oso azul. A aquel poderoso animal que superaba una vez y media la altura del hombre, se le atribuía la desaparición de algunos monjes a lo largo de los años y de los siglos pasados. No obstante, lo único que se conocía de él con seguridad era un trozo de piel cubierta de pelo, conservado celosamente en el gompa de Himis.
Issa era prudente, pero estaba demasiado contento como para tener miedo. Tanto esfuerzo no solo no le cansaba, sino que le hacía sentirse cada día más fuerte y más sano, de cuerpo y de mente, y la angustia que le producían los recuerdos de su juventud se había aplacado. Quizá por eso le había costado tan poco a Gaya desarrollar el vientre, o al menos eso repetía siempre Sayed, que se ocupaba de ir al mercado, de gobernar la casa con la ayuda de alguna mujer del lugar y de evitar que los peregrinos que conseguían llegar al pueblo impidieran la salida de Issa para ir junto a Ong Pa.
Por la tarde, cuando volvía, Issa les contaba a los que le esperaban todo lo sucedido durante el día, y les asombraba más con su contagioso entusiasmo que con las maravillas que contaba. Era feliz porque había encontrado el camino del agua: amaba a una mujer y con ella cumplía lo que llamaba el ciclo eterno de la vida; sentía que no había nacido en vano. Y disfrutaba también estudiando y adquiriendo aquella serena sabiduría que, tal como le había dicho Ong Pa, puede crecer solo desde la paz. Cada vez que llegaba al pequeño gompa encajado entre las rocas a los pies de la montaña, Issa se detenía a rezar ante una estatua de Tara, la diosa que lo había creado todo, empezando precisamente por aquellos montes que tocaban el cielo.
—¿Quién es Tara? —la interrumpió Ferruccio.
—Es el principio femenino, la perfección que se encuentra en el seno de la sabiduría. Todo nace de ella. Representa el poder materno que genera y cría, protege y transforma, y tiene en sí la sabiduría creadora.
—Es como la Gran Madre de la que hablaba Giovanni Pico…
—Empiezas a entender por qué te hemos buscado, ¿no?
—Tengo la impresión de haber quedado atrapado en un remolino —dijo Ferruccio, apretándose la cabeza entre las manos—. Tú que vienes de tan lejos, me hablas de cosas muy próximas. Él nunca me había hablado de vosotros.
—Pero él de ti sí. Le dio tu nombre a Ada Ta y le dijo que eras su guardián; te tenía cariño y se fiaba de ti. Dijo también que si un día volviera de forma prematura del seno de la Madre, Ada Ta debía venir a verte y explicarte el segundo secreto que el mundo aún no está preparado para recibir, plasmado en mis palabras y escondido en un libro.
—Yo custodio uno.
—Hay otro, quizás esté enterrado entre los muchos que se dice que tenía.
—Es cierto, poseía miles de libros, pero antes de morir dio orden de que se quemara su mayor parte. Quizás el ejemplar del que hablas estaba entre ellos. Pero ¿cómo sabes tú esas cosas? ¿Te las contó él?
—Yo entonces era una niña, pero Ada Ta sí sabe. Él sabe muchas cosas, ya te las contará, ten fe.
—El que Giovanni Pico me entregó hablaba de la esencia de Dios, de su naturaleza, y explicaba que el hombre, al inicio de su historia, cuando nadie le decía en qué modo o a quién debía rezar, se dirigía a un ser de naturaleza femenina. Eso lo sabe también la Iglesia. De hecho, esa fue la verdadera razón de la muerte de mi amigo.
—¿Lo ves? Todo vuelve, como en un círculo. En él estaba la verdad, simple como el agua. Y tú has estado más cerca de él que nadie, por eso el amor que le profesabas y la fe que tuviste en él te hacen merecedor de llegar a las conclusiones que no tuvo ocasión de comunicar. Y ese es el motivo por el que estamos aquí. El círculo está a punto de cerrarse. Igual que es imprescindible para la propia vida el cordón que mantiene unido el hijo a su madre, existe una línea que une a la Gran Madre con un hijo que haya comprendido su sabiduría.
—¿En qué sentido? No, espera, Gua Li —la interrumpió Ferruccio—. Issa era un judío, ¿y aun así se detenía a rezar ante la diosa creadora? ¿Hasta ese punto había renegado de su dios?
—No es renegar, Ferruccio; es solo, como has dicho tú, reconocer su esencia.
Gabriele se levantó de la silla. Le gustaban los relatos de Gua Li, pues le recordaban los que contaba una anciana por las tardes en Campo de’Fiori, donde se congregaba un corro de niños alrededor de un fuego improvisado, para escucharla. Hablaba de ángeles y de diablos, de nobles caballeros y de putas. Aquella plaza era su casa. Le había apasionado oír las narraciones de aquella joven sobre el periodo de aprendizaje de Jesús con aquellos monjes misteriosos. No creyó la historia de cuando Issa aprendió el arte de frenar el latido del corazón hasta casi detenerlo, sin por ello morir. Pero poco después Ada Ta repitió el experimento sobre sí mismo, y Gabriele se quedó boquiabierto al apoyar los dedos sobre la yugular y no notar el latido de la vida. Había considerado una fábula absurda la idea de que Issa también hubiera aprendido a no respirar, pero el arquitecto Leonardo le había explicado que el cuerpo del hombre está lleno de recodos, como el delta de un río, y que la sangre corre por esos canales mezclada con el aire, de modo que el hombre, que tiene en los pulmones su depósito de aire, podía pasar mucho tiempo sin respirar. Se echó a reír, pero, una vez más, Ada Ta le demostró que todo aquello era cierto. Eso sí, cuando el viejo se negó a levitar, como Gua Li contaba que hacían Issa y sus compañeros, Gabriele se enfurruñó y le asaltaron muchas dudas. Consultó a Leonardo, que le explicó amablemente que sí, que era posible.
—Gravedad y levedad son poderes equivalentes. Grave es el cuerpo que dirige su movimiento hacia el centro del mundo siguiendo el camino más corto. Leve es el cuerpo que, al ser libre, huye del centro del mundo. Ambos son hijos del movimiento, a su vez hijo de la onda. Si se quiere volar, solo hay que superar la primera onda, porque cada una sostiene a las que tiene por encima.
Gabriele reflexionó prolongadamente sobre la explicación, que no comprendió. Sin embargo, ante la seguridad de Leonardo y su aire de satisfacción, no osó insistir.
Sintió la tentación de seguir hablando con él, porque veía que los otros dos iban a ponerse a hablar de Dios, de su madre, del espíritu del alma o del alma del espíritu, de la libertad y de la justicia, que desde luego no eran cosas de este mundo. Todo ello le aburría mortalmente. Ferruccio seguía pagándole tal como habían acordado, por no hacer casi nada: solo debía informarle de lo que le contaban criadas y putas. Pese a ser libre de entrar y salir del palacio como le apeteciera, empezaba a pasarlo mal con aquella inactividad forzosa. Hacía semanas que no se pegaba con nadie y que no cruzaba su espadón con sus compadres, pero se sentía obligado a respetar las órdenes: pasar inadvertido y evitar bravatas.
Los dejó a los dos absortos en sus discursos, pasó frente a Ada Ta, que meditaba cabeza abajo apoyado contra una pared y se dirigió a la planta superior. Llamó a la habitación de Leonardo, pero no obtuvo respuesta, así que entró y se sintió envuelto por una mezcla de olores a cola, madera y papel. El florentino estaba sentado sobre un arcón frente a una mesa cubierta de hojas que reflejaban la luz del sol. En pocas semanas el estudioso había conseguido crearse un espacio propio, donde pasaba noche y día; solo de vez en cuando se acercaba a sus compañeros de viaje. Entonces solía hablar con Ferruccio, a quien pedía información sobre el uso de las armas blancas, sobre las batallas en las que había participado y acerca de las estrategias militares que había tenido ocasión de observar. Pero sobre todo se mostraba ávido de absorber cualquier conocimiento sobre el cuerpo humano, de sus límites, un tema en el que Ada Ta era todo un experto.
—Cierra la puerta.
Gabriele obedeció. En silencio se acercó a Leonardo, que estaba dibujando un busto femenino sobre un lienzo. Ya estaban completos, o casi, el rostro, dotado de una sonrisa inefable, y las manos, cruzadas sobre el vientre. El paisaje que había en segundo plano apenas tenía detalle: mostraba un río o un lago y unas montañas de fondo. Miró atentamente y reconoció el rostro.
—¡Pero si es Gua Li!
—¿Tú crees? —respondió el maestro sin girarse, con el pincel cogido entre el tercer y cuarto dedos de la mano izquierda—. De hecho, sí, es ella, pero aún tengo que acabarlo.
—Es precioso, Leonardo. Y esos ojos…, parece que te sigan allá donde vayas y que penetren en el alma. Es lo que ella hace con sus historias. A veces, por las noches, las recuerdo y me quitan el sueño.
—Ya, las mujeres a veces tienen ese poder.
—Si os molesto me voy; he venido porque me aburría con sus discusiones.
—Has hecho bien. Esos siempre están hablando del alma. ¿Tú la has visto alguna vez, el alma?
—Juro por la mía que no, a menos que sea ese soplo que me sale a veces del trasero.
Leonardo metió los pinceles en un cacito con vinagre que tenía sobre el brasero, cogió la pluma que tenía sobre la mesa y limpió la punta con un trapo ya sucio de tinta negra azulada.
—Tú siempre estás de broma, pero en este caso podría ser que estuvieras próximo a la razón. Yo creo que el alma es algo orgánico, y que deseará estar con su cuerpo, porque sin él no puede ni actuar ni sentir. ¿Tú qué dices?
Al rascarse la cabeza, Gabriele se encontró entre las uñas una garrapata muerta.
—De eso no sé nada, buen Leonardo; lo más profundo que conozco son las mollejas de la ternera y el cordero, y solo las veo cuando tengo el bolsillo lleno.
—Dices bien. Más vale que dejemos la definición de alma a las mentes de los frailes, padres de los pueblos, que por inspiración divina lo saben siempre todo.
—Os burláis de mí, ¿verdad?
—Jamás, tan cierto como que los textos sagrados son irrefutables.
—¿Qué textos?
—La palabra de Dios, Gabriele, los textos sagrados. Conocerás al menos la Biblia, espero.
—Ya he visto que me queréis tomar el pelo; os dejo con vuestros papeles.
Leonardo lo aferró por un brazo y tiró de él. La indecisión de Gabriele le costó cara: cuando sus ropajes se tocaron, sintió que la mano libre del florentino le palpaba el escroto al tiempo que le atravesaba con la mirada, llegándole hasta aquella alma que no sabía que poseía. Se quedó inmóvil hasta que la mano le alcanzó el miembro, que a su pesar respondió a aquel contacto suave e imperioso a la vez. Respondió con un empujón, pero el otro no soltó su presa.
—¡Leonardo, vos sois sodomita!
—Mi madre era una esclava árabe que se unió a su amo. —Lo soltó—. Y yo, que no pedí que me trajeran al mundo, me prometí a mí mismo que no repetiría esa infamia con mi prole.
Gabriele dio un paso atrás, seguido de la mirada fija e inquisitiva del florentino, orgulloso y lujurioso, y se temió caer subyugado. Ruborizado y nervioso, se dirigió corriendo a la planta de abajo, donde Ferruccio y Gua Li seguían enfrascados en su discusión, de modo que no lo vieron.
Los señores, todos eran iguales; tenía razón aquella vieja cuando explicaba que en los palacios donde se bebía en copas de plata y se comía en platos de oro, los perros y los pobres eran tratados del mismo modo, y si al conde o a la marquesa les apetecía probar su carne, fuera asada o cruda, no había defensa posible. No era pecado robar a los ricos, decía la vieja, y no había que hacer caso a los curas, porque estaban de acuerdo con ellos. Lanzaban arengas desde sus púlpitos, afirmando que el pobre solo se ganaría el Reino de los Cielos agachando la cabeza, sufriendo y viviendo en la humildad y la obediencia. Un engaño, solo un engaño para evitar las rebeliones. También el Paraíso, si existe, se puede comprar como yugadas de tierra, basta con tener dinero. Era el mismísimo papa el que lo vendía. Y quien hubiera cometido los pecados más reprochables podía comprarse el perdón, de esos y de los que cometería en un futuro. No, quien nacía pobre tenía todo el derecho a robar, traicionar y matar, y a disfrutar la vida antes de acabar en la nada o, peor aún, de convertirse en siervo de los ricos para toda la eternidad. Hasta Gua Li parecía formar parte ya de aquella camarilla de predicadores. Por otro lado, aquel monje guerrero nunca le había inspirado confianza.
Por costumbre, y a regañadientes, prestó atención una vez más a las palabras de la mujer.
Cierto día, un juez del pueblo se presentó ante Ong Pa para pedirle ayuda con respecto a un contencioso, que no sabía dirimir, entre un campesino y un terrateniente. Llamaron a Issa para que asistiera. La cosecha había sido muy escasa debido a una gran sequía. El campesino no quería darle al dueño de las tierras más de una cuarta parte, en lugar de la mitad, como era habitual. Sostenía que aquel año, con la mitad, morirían de hambre, él y toda su familia. El propietario, un hombre bueno, en lugar de resolver la cuestión por la fuerza, como habría podido hacer, se había dirigido al campesino, ofreciéndole una solución. Se quedaría al hijo mayor del campesino como criado en su casa hasta que este le pagara toda su deuda. Pero el campesino se oponía: sin la ayuda de su hijo solo podría cultivar la mitad del terreno, y al año siguiente, de todos modos, se moriría de hambre. No bastaba la ley en un caso tan complejo. Por ello el juez apelaba a la sabiduría de los monjes, que era la única que podía hacer justicia a quien tuviera razón. Los monjes empezaron a discutir entre ellos; había quien le daba la razón al campesino, pero la mayoría consideraba que el propietario había sido incluso demasiado generoso.
—¿A ti qué te parece, Issa? —le preguntó Ong Pa—. Has conocido a muchos dioses y te has nutrido de las enseñanzas de muchos maestros. Si tuvieras que decidir, ¿cómo te pronunciarías?
Issa pidió que le dejaran responder cuando el primer rayo de sol incidiera sobre la cima del Qomolangma. Tras obtener el permiso, se retiró a meditar a solas. Aquella noche no volvió a casa. Gaya temió que el oso azul hubiera matado a su marido. Sayed mandó una paloma a Ong Pa, que respondió enseguida con otra, de la que colgó un trozo de tela con una pequeña esvástica. Gaya y Sayed supieron que estaba bien. Issa fue puntual, como el juez, Ong Pa y todos los monjes bon.
—El propietario de las tierras tiene la razón de la ley, que está hecha por los hombres a imagen y semejanza de la justicia que a su vez es hija de la razón y de la libertad, las premisas de la vida. Sobre esto, todos los maestros están de acuerdo, cualquiera que sea la fuente espiritual de la que hayan extraído sus convicciones. Pero si para seguir la ley vamos hacia atrás y no se respeta la vida, caen todos sus fundamentos. Si es cierto, pues, que el campesino podría perder la vida si pagara al propietario o si le entregara a su hijo, la ley debe respetar la justicia, y es justo que le pague lo debido solo cuando pueda hacerlo sin arriesgarse a morir de hambre. Quien es rico ya tiene más de lo que le corresponde, si mientras tanto hay alguien que tiene menos de lo que necesita para vivir.
Gabriele salió sin despedirse. Necesitaba beber algo y quizás encontrar a alguna criada de alma generosa. Gua Li tenía razón, pero no eran más que palabras. Si el terrateniente le hubiera ofrecido a escondidas cuatro escudos a Issa, este le habría dado la razón, y el campesino habría muerto. Más claro que el agua. Así era la vida.