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Roma, castillo de Sant’Angelo, 31 de octubre de 1497

—¿Qué queréis de nos, Medici? ¿Necesitáis confesar una culpa tan grande que solo vuestro papa puede absolveros? ¿O habéis venido para entregarnos las llaves de Florencia, que habéis arrancado de las garras de Savonarola?

—Agradecería que estuviéramos solos, santidad.

Alejandro VI miró a su alrededor con aire de sorpresa y abrió los brazos, como diciendo que no veía a nadie en la sala. Giovanni de Medici, con los codos apoyados sobre los brazos de la butaca, escondió la cabeza entre las manos para ocultar una sonrisa incipiente que no conseguía disimular. Se imaginó en la piel del secretario, que, de pie, en una esquina, recordaba una cariátide. Quizá la propia Atenea, protectora del arte liberal de la escritura, dado que en la mano izquierda llevaba su inseparable cuaderno negro. Giovanni Burcardo movió un pie, pero enseguida se detuvo. Un día, lo que iba escribiendo le serviría para salvar la vida o para perderla. No era nadie, quizá por eso había sobrevivido a tantos vicarios de Cristo. Quedó a la espera, respirando incluso más silenciosamente que antes. Con el paso de los años había aprendido que, ante quien manda, es mejor no hacer, en lugar de pensar o hacer por cuenta propia.

—Burcardo, ¿eres sordo, además de invisible? ¿No has oído a un príncipe de la Iglesia manifestar que no desea tu presencia? Y el siervo de los siervos de Dios no puede hacer nada contra su voluntad. Vete —ordenó Alejandro VI—. Rápido…, y no te quedes escuchando tras las puertas, como sueles hacer.

La túnica de Burcardo se deslizó hacia la puerta, llevándose consigo su cuerpo. En el momento en que salió, el papa cambió de expresión.

—El salvoconducto que os hemos concedido ha caducado hace una semana; sin embargo, seguís aquí, desafiando nuestra autoridad.

—Implorando vuestra benevolencia —le corrigió el cardenal—. Confiando en vuestra bondad y en vuestro interés, y en el de la Santa Iglesia Romana.

—Id al grano.

Giovanni se puso en pie y se cruzó de brazos, metiendo las manos en las amplias mangas de la túnica púrpura. Se alejó unos pasos del pontífice y se detuvo de espaldas a la ventana, de forma que el papa solo pudiera ver su silueta y no la expresión de su rostro, mientras él sí que podía observar la del papa.

—Hace diez años, la Iglesia, a través de vuestro predecesor, desbarató un ataque que podía resultar devastador, tras la publicación de las Novecientas tesis, del ilustre señor de Mirandola. El concilio que el noble quería celebrar en Roma…

—Conocemos la historia mejor que vos; entonces no erais más que un niño.

—Tenéis razón, pero las oscuras fuerzas de las tinieblas siempre están al acecho y el arcángel San Miguel debe tener siempre desenvainada su espada llameante.

¡La perra de su madre![5] —Alejandro dio un puñetazo sobre la mesa—. Ya os lo he dicho, Medici; no abuséis de nuestra paciencia. ¿Veis ese reloj? Es precioso, obra de los maestros de Ginebra. Es un regalo de Felipe de Saboya. Mide el tiempo, inexorable como la muerte. Dentro de una hora exacta, os habréis ido u os habréis convertido en residente del castillo, y os quedaréis en él hasta que Florencia ni se acuerde de vuestra estirpe.

—Voy al grano. En varias imprentas francesas está a punto de imprimirse y publicarse el De falso credita et ementita Constantini donatione, del doctor Valla, en el que se demuestra que las posesiones de la santa Iglesia romana…

—El tiempo corre, Medici —le interrumpió el papa, con voz gélida—. Eso también lo sabemos. Tememos que se avecine la hora de vuestra muerte. Y os recordamos que Lorenzo Valla ya agachó la cabeza ante el Santo Inquisidor. Fue perdonado, aunque con eso no basta. La Iglesia tiene buena memoria.

—Era solo el preámbulo, santidad; ora introibo ad altarem dei, me acercaré al altar de Dios.

La voz de Giovanni de Medici no tembló ni una sola vez mientras le contaba al jefe supremo de la cristiandad y de la casa de los Borgia su acuerdo con el sultán de los turcos, la presencia de las dos personas que había acogido en su corte, el mensaje que llevaban y que conducía de nuevo al peligro que había corrido la Iglesia solo diez años antes. Aquel maldito concilio que Giovanni Pico della Mirandola quería organizar para unificar las tres religiones monoteístas bajo un solo dios y revelar su esencia femenina. Pero había un segundo secreto, más terrible, que tenía que ver con la naturaleza del hijo. Quizás el pueblo no lo comprendería enseguida, quizá serían necesarios años para que se diera cuenta de que no era posible ignorar casi veinte años de la vida de Jesús, como si nunca hubieran existido. Alguien aprovecharía la ocasión, alguien predicaría un nuevo evangelio basado en una simple verdad.

A la gente sencilla, insistió el cardenal, la humanidad de Jesús le parecería aún mayor si no hubiera sido hijo de Dios, sino de un hombre como cualquier otro, de modo que el pueblo lo aclamaría como uno de ellos, tal como lo había hecho mil quinientos años antes. No sería ya un personaje inquietante, arrogante y autoritario, hijo de un dios cruel que los quería tener humillados y sometidos. No el propio Dios descendido a la Tierra, sino un hermano, un amigo, un libertador. Y el papa, como él, sabía que del otro lado de los Alpes, entre las altas catedrales de Núremberg, Colonia, Friburgo, Tréveris y muchas otras, alguien se estaba moviendo, alguien que, sin saber, intuía; alguien que, sin conocer, reflexionaba; alguien que esperaba solo una señal, la que fuera, para predicar otra buena nueva, mejor y más honesta, amorosa y espiritual. Un nuevo evangelio basado en la justicia en la Tierra. Conceptos así habían sido sofocados y perseguidos en los siglos anteriores, pero las intuiciones de hombres como Néstor y Pedro Valdo, de los canónigos de Orleans, de la comunidad de Arrás o de los propios cátaros, eran las brasas que brillaban bajo las cenizas extendidas por la Iglesia de Roma. Habría bastado un soplo más fuerte que otro y habría vuelto a emerger un fuego capaz de arrasar cualquier dogma.

—¿Os lo imagináis, santidad? —prosiguió Giovanni, con palabras que salían de su boca como un flujo de lava—. Un Cristo que desciende de nuevo sobre la Tierra y que habla a los pueblos en un idioma nuevo: el suyo. Y fijaos, santidad: tendréis delante un pueblo que por fin entendería y saldría a la calle, y que pediría que se le dé todo lo que les corresponde. Campesinos, artesanos, comerciantes, gente que ya no reza con la cabeza gacha y tiende la mano a la espera de la caridad celestial, sino que exige todo lo que la vida les ha negado siempre, sin tener que esperar a que, en un improbable y lejano reino de los cielos, se les devuelva la dignidad, el amor y la libertad perdidos.

—Acabáis de firmar vuestra condena a muerte, Medici, por traición, herejía, perjurio y negación de Dios —respondió, gélido, el papa—. Y embalsamaremos vuestra lengua para recordar las palabras de un loco.

El cardenal se tiró a sus pies y le rodeó las piernas con los brazos, apoyando la cabeza sobre el regazo de Alejandro, que, en un primer momento, no supo cómo reaccionar ante tal manifestación de humildad. Luego sintió el tacto de sus manos que le acariciaban las pantorrillas a través de la preciosa alba de lino. Sintió asco. La voz de Giovanni de Medici no tenía el tono de la súplica, sino de la complicidad, cuando agarró su cíngulo y lo apoyó en su casquete rojo.

—No, padre mío —prosiguió—. Aún no me habéis entendido. No solo tenemos el testimonio de quien ha conservado durante siglos la memoria de aquellos hechos, sino un libro, escrito de puño y letra de quien se mantuvo próximo a Jesús durante años y años tras su muerte fingida. Un libro que explica lo que sucedió realmente, que desvela el misterio que todos queremos ignorar y del que nuestro Evangelio no hace mención. Los años de su adolescencia, de su recorrido espiritual y de su juventud, antes de su regreso a Palestina. Y de lo que sucedió después, cuando huyó, perseguido por todos y engañado por muchos, hasta su regreso a aquellas tierras lejanas, donde aún hoy miles de hombres acuden a rezar sobre su tumba.

Giovanni se puso en pie, abrió los brazos y le miró a los ojos.

—Este libro, padre mío, está aquí, en Roma. Y yo querría entregároslo.

Cerró los ojos y juntó las manos sobre la frente, respirando profundamente. El papa se quedó en silencio. Sin querer, respiró hondo, al mismo tiempo que Giovanni, como dos mantis jadeantes. Como si las palabras que le habían entrado en los oídos se debatieran aún por encontrar un orden lógico al que poder dar un significado, cualquiera que fuera, Alejandro se vio de pronto como cuando era niño, ante su preceptor. Un hombre dulce y comprensivo, absolutamente incapaz de domar la naturaleza rebelde de su alumno, pero sí de aplacarlo con el sonido lento y cadencioso de su voz. En aquel entonces pensaba que no había comprendido ni una de sus lecciones, pero luego se había ido dando cuenta de que una parte se le había quedado dentro. Y durante las clases de armas, mientras el maestro, que estaba hecho de otra pasta, le iba dando estocadas que le llenaban los brazos de dolorosos cardenales, le volvían a la mente las palabras del preceptor. Entonces las comprendía. Del mismo modo empezó a entender las palabras del Medici y empezó a tomar forma una pesadilla.

—¿Un libro sobre Jesús?

—Más que eso, padre mío, un libro de Jesús. Es él quien habla. Una reliquia cien veces más importante que los cincuenta meñiques de san Pedro o que los más de mil clavos de la santa cruz, el último de los cuales me lo han intentado vender precisamente hace dos días en el mercado de Campo de’Fiori. Más importante que los tres sudarios y que todos los que se inventarán en los siglos futuros.

—¿Y qué dice ese libro?

—La verdad, padre mío. Su vida. No la que cuentan los hombres que no lo conocieron más que a través de las palabras que les dijeron otros, que a su vez las habían escuchado de quien decía haberlas aprendido de quienes habían estado cerca de él. Hay en la Tierra más evangelios que estrellas en el Zodíaco, todos diferentes entre sí. Sin embargo, ninguno cuenta la verdad absoluta. Hasta Mateo, Lucas, Marcos y Juan difieren entre sí.

—Decía san Irineo que los Evangelios tienen que ser cuatro porque cuatro son los vientos y las esquinas de la Tierra.

—¡Y cuatro los jinetes del Apocalipsis, las estaciones, las fases lunares y las letras de Adán, el primer hombre! Pero si es por eso, para el pueblo es también el número del cerdo…

—Id al grano, cardenal.

—Si aquí y ahora se instruyera un proceso contra un hereje, ¿en quién creeríais, padre mío? ¿En el relato de un viajero de tierras lejanas o en un santo hombre que hubiera sido testigo directo y que le hubiera oído arengar directamente en el anfiteatro? Me entendéis, padre mío, ¿no es cierto? Aquí es el propio hereje el que habla y confiesa sus pecados. Y hay una mujer que conoce de memoria cada pequeño detalle de su vida, conservada y transmitida de generación en generación, entre las montañas más altas del mundo, de las que nos habló Marco Polo. Ese lugar adonde él fue, de donde se marchó, a donde volvió y donde murió.

—Libros, siempre libros… Maldito sea el día en que inventaron la escritura —imprecó el papa para sus adentros—. ¿Vos habéis leído ese libro?

—Solo le he echado un vistazo, padre mío, pero ha bastado para provocarme escalofríos. Está custodiado en un lugar seguro, en manos tan seguras como las de Dios, nuestro Señor.

—Y tenemos que creérnoslo, ¿no es así? ¿Y si fuera falso o, mejor aún…, y si no existiera?

Mientras lo amenazaba con el índice, con la cabeza seguía los amplios gestos y los pasos pequeños y rápidos del cardenal.

—Fe, padre mío, tened fe. Solo con la fe no se cometen errores mortales.

—Eso son los pecados —borbotó Alejandro VI.

—No hay ninguna diferencia, santidad. Dice santo Tomás de Aquino que, en el caso de cometer un error de juicio de la conciencia debido a una ignorancia culpable, el pecado es necesariamente causa de la voluntariedad.

—Ahora no me deis lecciones de teología.

—No podría ni querría. Solo quería haceros ver la enormidad de esta noticia, así como la extraordinaria oportunidad que supone tenerla aquí cerca, a mi disposición y a la vuestra.

—Vos sois un Medici. Aunque sois joven, lleváis dentro el estigma de vuestra familia. Ahora queremos saber, aquí y de inmediato —dijo, con un tono de voz más bajo—, dónde, suponiendo que exista realmente, se encuentra ese libro que, según decís, es tan importante, para que podamos enviar a que lo recojan, para examinarlo y evaluarlo como obra divina o demoniaca y herética.

Subrayó aquellas últimas palabras y enfatizó voluntariamente su acento español, la lengua de la Santa Inquisición, como advertencia y recordatorio. Luego le mostró el anillo para que lo besara, indicando que la reunión había concluido. Sin embargo, Giovanni giró la cabeza y se sentó, delante de él, con los dedos en la frente, adoptando de nuevo la posición de oración. Sabía perfectamente que el duelo se había vuelto aún más mortal. No marcharse cuando se lo había ordenado suponía toda una afrenta. Y las últimas palabras parecían provenir directamente de la boca mortal del propio inquisidor Tomás de Torquemada, cuyo nombre se había convertido ya en sinónimo de odio y de miedo. Un hombre que se movía escoltado por cincuenta jinetes y doscientos cincuenta guardias. Más protegido que el propio papa.

Pero ni con un ejército podría enfrentarse a su santidad: tal como había escrito una vez su protegido, Niccolò Machiavelli, para ganar la guerra hay que recurrir al talento del león y al del zorro. Aquel hombre que tenía delante era un gigantesco escorpión, y con bestias así solo se puede tratar una vez se les ha arrancado el aguijón envenenado. Porque, hasta cuando se los asustaba, su reacción era la de picar y morir. Además, aquella bestia horrenda era un semidiós, con un poder absoluto. La diferencia entre la vida y la muerte podía consistir en localizar su punto débil del abdomen, no para demostrar la voluntad de atacarlo, sino de conservarlo. Uno no da vueltas en torno a un escorpión; lo mira a los ojos. Ahora le tocaba a él establecer sus condiciones, sin rodeos. Y al otro le tocaba aceptar la alianza o el desafío.

—Quiero abrirme ante vos como ante un confesor. Es más, os pido que todo lo que os diré quede protegido por la santidad del sacramento. Esperad, os lo ruego. Os considero un hombre inteligente y astuto, más allá de lo que requiere la sagrada capa pluvial, por lo que no quiero fingir en absoluto. Y por vuestra parte querría que no me considerarais ni un ingenuo ni un cebo envenenado, ni el cordero sacrificial. ¿Sonreís, santidad? Me alegro, así nos entenderemos perfectamente. Y ahora dadme vuestra bendición antes de que empiece a confesarme.

En un gesto automático, Alejandro VI impartió la bendición, mientras, distraído por un ruido, se giraba hacia la ventana. La rama de un árbol, arrastrada por el viento, había dado contra la reja de hierro y se había quedado encajada. Las hojas, prisioneras, golpeaban con fuerza contra el precioso cristal de calcedonia amarilla, pero la trama emplomada resistía sus embates. Una ráfaga más violenta hizo que la parte más gruesa de la rama diera contra uno de los discos de vidrio, que salió volando con fuerza. El viento se insinuó en la estancia y algunos pergaminos se agitaron sobre la mesa. Giovanni se apresuró a inmovilizarlos con unos bustos de ámbar que representaban a emperadores romanos.

Sic transit gloria mundi —observó—. Hombres que hacían temblar el mundo moviendo un solo dedo y que han quedado reducidos a pisapapeles, aunque sean preciosos. ¿No os parece, mi señor?

—Ibais a confesaros, Medici.

—Confieso —el cardenal se golpeó el pecho sin ninguna humildad— ante Dios todopoderoso y ante vos, santísimo padre, que, si el pecado está en el pensamiento más aún que en las acciones, tengo mucho por lo que pedir perdón. Pero seréis vos quien me juzguéis, como representante de nuestro Señor. Me postro ante vos, antes incluso que ante Dios.

Ni siquiera cuando su predecesor le había regañado, haciéndole notar que sus sugerencias y sus consejos estaban contaminados por sus intereses personales, se había sentido tan desnudo Alejandro VI. Y sin embargo, había sufrido como nunca con aquel genovés, Inocencio, que, pese a ser más viejo que él, no se decidía a morir. Hasta el punto de que le había invitado a que se fuera en busca del Omnipotente antes de tiempo, una vez concluida su alianza por la sucesión. El arsénico siempre había sido un instrumento de Dios. Pero aquel no era más que un Cybo, de la pequeña nobleza genovesa. Ahora tenía ante sí a un Medici. Eso suponía una gran diferencia. Aquel, un viejo cabrón; este, un toro joven, aunque sus tendencias fueran más las de una vaca.

Además, el toro era él. ¡Virgen María![6] Los Medici tenían seis cojones[7] en su escudo, pero en el suyo, aunque el toro mostrara solo dos, el coño[8] estaba bien a la vista. Eso era lo que contaba. Por desgracia, en aquel momento los blandos dedos del cardenal tenían bien cogidos sus dos cojones[9], por grandes que pudieran ser. Tenía que liberarse de aquella presa. Si se tratara de una partida de ajedrez, diría que Giovanni le había dado jaque al rey, que lo había arrinconado en un movimiento de ataque. Pero había sido tan listo que no le había dejado entre la espada y la pared, para que no reaccionara a la desesperada. Matándolo, por ejemplo. Una doble derrota.

Cuando el cardenal acabó su exposición, Alejandro comprendió que todo era cierto y lógico. El libro existía. Aquel Medici no estaba loco ni era un idiota. Hasta que no se hiciera con el libro la partida estaría equilibrada. Por otra parte, así se comportaban familias como los Borgia y los Medici; lo decía la historia: solo con las alianzas se conserva el poder. Ahora le tocaba a él mover ficha, liberar el rey y sacrificar el caballo al destino, a la Ananke. Ya había hecho algo así hacía unos meses, cuando había sacrificado a un semental de pura raza: Juan, su hijo. En este caso sacrificaría su propia ambición, pero no sería para siempre. Solo la muerte era para siempre.

—Así que queréis…

—Que sigáis siendo papa, que no os convirtáis en rey, que yo pueda sentarme a vuestro lado y que, en un día lejano, ocupe vuestro trono.

Claro, un intercambio, un divide et impera sempiter. Eso solían hacer los soberanos. Eso había hecho él con Inocencio. Incluso cuando se libra una guerra se piensa en el futuro, en conservar los propios privilegios, quienquiera que sea el vencedor. Hay que ponerse de acuerdo antes, de modo que, incluso con cambios, no cambie la sustancia de las cosas.

Alejandro volvió a mirar el anillo pescatorio que llevaba en el dedo anular de la mano derecha. Como papa, era tradición que a su muerte se destruyera. Sin embargo, si se convertía en rey, pasaría a su hijo. Volvió a contemplar el símbolo de su poder y reflexionó brevemente sobre su dinastía y acerca de los riesgos de acabar siendo recordado como el primer papa que quiso ser rey y que, en cambio, fue barrido de la historia.

Habló sin coger aliento.

—¿Tendríamos que imponerle a César la renuncia a la dinastía de los Borgia?

—¿En serio preferiríais haceros llamar majestad que santidad? Un igual entre los poderosos de la Tierra, en lugar de estar a la cabeza de toda la humanidad. No es propio de vos. Recuerdo lo que me decía mi padre: «Míralo, hijo mío: es un príncipe que nunca será rey, pero que será más poderoso que todos los reyes juntos».

—Vuestro padre era un hombre influyente, inteligente y sabio. Y por eso tenía muchos enemigos —respondió Alejandro—. Su error fue casar a vuestra hermana Maddalena con aquel imbécil de Franceschetto.

—Era hijo de un papa, un buen partido, adecuado al rango.

—En cualquier caso, no es eso lo que nos interesa ahora, ni a vos ni a nos —lo interrumpió—. Si fuerais mujer, os desposaríamos con César. Así todo se resolvería, incluido el problema de nuestra dinastía.

—Creedme, santidad, nada me haría más feliz. Pero el buen Dios no lo ha querido así.

A cada movimiento suyo, el Medici respondía dando un paso atrás y otro adelante. Su preceptor le había enseñado que en aquellos casos era mejor ofrecer las tablas que dar jaque mate arriesgándose a perder la partida. Alejandro intentó un último movimiento para sacarle el dato que le faltaba, aunque llegados a aquel punto tenía ya poca importancia.

—No me atrevo a preguntaros —dijo, esbozando una sonrisa— cómo han llegado a vuestros oídos estas noticias, que no niego. Estamos seguros de que os habrá apenado sobremanera, ya que solo nuestra familia estaba incluida en el plan.

—Se dice, santidad, que hasta las paredes tienen orejas, y que las puertas son la boca.

Se hizo el silencio, que ambos degustaron.

—Paz, pues —dijo el papa Alejandro VI finalmente.

—Soy vuestro siervo.

—Servidnos, pues, y decidme cómo tenéis intención de actuar.

Giovanni de Medici siguió hablando durante un buen rato. Al final, acordaron lo que debían hacer. Para evitar cualquier vinculación con el secuestro, el papa sugirió al cardenal que se deshiciera de Leonora de Mola muy discretamente. En caso necesario podía confiarle el encargo a un hombre de su confianza, pero debía hacer desaparecer también a su guardián, como solía hacerse en estos casos, para mayor seguridad.

El cardenal asintió y aceptó. Por su parte, le propuso al papa que el viejo oriental y De Mola fueran invitados a una reunión reservada en el castillo de Sant’Angelo, del que no saldrían. Por otro lado, entregaría a la joven y locuaz Gua Li al embajador turco, como regalo personal al sultán.

Una pequeña garantía más, tanto para él como para el propio papa, puesto que el libro y ella misma representaban dos testimonios que siempre quedarían a la sombra, pero que si —Dios no lo quisiera— se combinaban, podían desplegar sus perniciosos efectos. Un poco como el azufre y el salitre, que por sí solos son de poca utilidad, pero que, combinados, formaban la temible pólvora negra. Una vez en el trono de Pedro ya se encargaría de destruirlos a ambos: el primero, con sus propias manos; la segunda, contratando a algún jenízaro.

Sin embargo, había que hacerlo todo con mucha discreción, porque De Mola no era tonto, y el viejo era muy rápido con el bastón. Debían usar el arte de la diplomacia y no el de la fuerza para atraerlos voluntariamente al castillo. El papa se ofreció a ayudarlo. Si le decía dónde se encontraban, podía mandar una escolta. El cardenal le dio las gracias al papa y le recordó que una cuña de madera mojada e introducida en el lugar correcto es el mejor recurso para partir las piedras en dos. Le rogaba, pues, que evitara intentar colocarle cuñas en lugares poco adecuados. El papa le felicitó por sus conocimientos de marmolista. El Medici le recordó que su familia poseía muchas canteras. También era necesario —y en esto los dos coincidieron sin reservas— que el cardenal enviara repetidos mensajes en código al sultán Beyazid II, para que estuviera tranquilo, pensando que el proyecto de su alianza seguía adelante, aunque siempre al ritmo que permitieran las circunstancias.

—Haremos cada cosa a su debido tiempo: bene citoque dissentiunt —observó Alejandro VI, consciente de que la prisa es mala consejera.

Sero venientes, male sedentes —añadió el cardenal Medici, porque quien tarde llega mal se aloja. No podían perder el tiempo.

Omnia fert aetas —respondió Alejandro VI, dejando claro que el tiempo lo arregla todo.

Veniam sicut fur —apostilló el Medici, porque si llega la muerte, ya no hay nada que hacer.

Omnia munda mundis —concluyó el pontífice, y se tocó.

Si el sultán desconfiaba, ese era su problema. Además, nadie, aparte de ellos dos, tenía interés por hacerse con el libro.

Con la debida cautela, le comunicarían a Beyazid que el monje había caído en una emboscada tendida por algún enemigo oculto. El Medici planteó incluso la hipótesis de dejar caer la responsabilidad sobre el cardenal vicecanciller Ascanio Sforza. El papa le dio las gracias y dijo que pensaría en ello. Efectivamente, era una sugerencia excelente, puesto que hacía tiempo que el tal Sforza, una vez agotado el dinero que había ganado favoreciendo su elección, tejía una trama a sus espaldas con el señor de Milán, su hermano, favorable a los franceses, y que iba contra los intereses y la política romana. Pero antes de que eso ocurriera les sería útil una última vez. Y él ya sabía cómo. Además, aún le dolía la humillación a la que se había visto obligado a someterse antes de su elección, cuando Sforza le había recibido sentado en la taza, mientras satisfacía sus necesidades corporales. Él, don Rodrigo de Borja y Doms, había tenido que inclinarse a besarle los pies, como si no bastaran los cien mil escudos prometidos.

Una vez aplacado el dolor de su hermano con algún regalo, como la fortaleza de Sabbioneta, que en aquel momento no tenía dueño, el señor de Milán también daría su beneplácito a que el Medici asumiera la vicecancillería. Sellarían así una alianza válida, al menos hasta la muerte de uno de los dos.

El problema central seguía siendo César. Tenía que permanecer ignorante de aquel acuerdo, puesto que su carácter rebelde le llevaría a desobedecer a su padre. Y él sabía cómo tener controlado a aquel hijo ambicioso, que por sus repentinos arranques de ira a veces parecía afectado por el morbo francés. Lo había demostrado pocos días antes, cuando se había pasado horas echando pestes, mezclando italiano y español, como si cada provincia y condado estuvieran apestadas por una epidemia mortífera. Tras la insistencia de las preguntas, César había recuperado poco a poco la razón y la calma, y por fin había llegado a la conclusión de que algunos episodios aislados, por extraños que fueran, no justificaban su alarmismo, y mucho menos el envío de tropas para aislar castillos y fortificaciones. Curiosamente, después de que le preguntaran si aquel interés suyo no ocultaba por casualidad algún deseo de venganza contra esos nobles que le habían recibido mal, César había ido dominando una cólera incontenible y profiriendo vagas amenazas contra su propio padre.

El Medici, que admitía que la peste siempre era un temible enemigo y que había que permanecer atentos, se mostró preocupado y disgustado por la incontinencia verbal de César. Por desgracia, él también había oído hablar en algunas cortes europeas de ciertos episodios que arrojaban dudas y sombras sobre el hijo mayor de su santidad como mensajero de la voluntad papal. En cambio, en Europa, todo el mundo tenía en gran estima al noble Juan. De hecho, se rezaba para que el desconocido que le había quitado la vida a un hombre tan noble pagara con la muerte la redención de sus culpas, para que la justicia del Cielo cayera sobre la Tierra. El papa insistió en que tampoco era para tanto.

En cuanto el cardenal desapareció por las estrechas escaleras del castillo, Alejandro ordenó a Burcardo que mandara llamar al Sforza. Al joven Medici se le había escapado una frase, quizás una sola palabra de más. Si tenía razón, esa sería la cuña que partiría el mármol, tras el cual veía las torres de Florencia en su poder. Su cuña personal dio señales de vida bajo la túnica: cuando Sforza se fuera, daría rienda suelta a su bravura y la usaría para atravesar otro muro, consistente como el mármol pero suave y húmedo al tacto.