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Fortaleza de Yoros, península de Anatolia, marzo de 1497

El hombre, vestido con una simple túnica roja, subió el último escalón de la torre occidental. La mujer que le seguía se vio obligada a recogerse el sari verde, que le impedía levantar la rodilla, para superar el obstáculo. Él le tendió la mano, pero ella sonrió y rechazó la ayuda. De la alforja que llevaba en bandolera, el hombre sacó un trozo de pan y otro de queso, los partió y le dio la mitad a la mujer, cuya mirada se perdía ya hacia oriente, en la curva del horizonte. El agua brillaba, cubierta de reflejos dorados.

—Dime, Ada Ta: eso de allí al fondo, ¿es Constantinopla?

—Si tú crees que está allí, estará allí. Es el pensamiento el que manda. ¿Lo has olvidado quizá, Gua Li?

—Siempre juegas conmigo, pero lo quiero saber de verdad, y si este acto de voluntad es mi pensamiento, y si es el que manda, debes responderme —dijo. Unió las palmas de las manos con los dedos orientados hacia arriba e hizo una leve reverencia.

El monje se rio.

—Bien, bien. Veo que nuestras conversaciones no se las ha llevado el viento como polvo, sino que se han difundido como el polen. Así pues, te diré que esa podría ser Constantinopla, pero quizá no lo sea.

Gua Li frunció el ceño y se pasó la mano por su larga melena negra, gesto que hacía desde que era niña y que la ayudaba a reflexionar antes de hablar.

—Pero tú me dijiste que desde la torre de Yoros podríamos ver a lo lejos la ciudad del sultán.

—Exactamente. Porque esa ciudad es Constantinopla, pero también Bizancio, la Nueva Roma o Estambul, como le gusta más que la llamen ahora. Y tú sabes que es mejor darles a las cosas el nombre que prefieren, porque ese es el camino de la armonía.

Gua Li sacudió la cabeza y dio un bocado al pan y al queso. Dejó que la suave brisa que soplaba desde el mar Negro la despeinara y le cubriera los ojos con algunos mechones. Conocía a Ada Ta desde siempre; había sido su padre y su madre, su compañero de juegos y su educador. El rostro sin edad del monje se había mantenido inmutable desde el primer recuerdo de la joven, así como su voz, que podía adoptar cualquier tonalidad, desde las más agudas a las más bajas, puesto que el monje la modulaba para dar el significado más apropiado a cada palabra. Y ella, desde el rincón más perdido del monasterio, reconocía siempre la voz de Ada Ta entre las de todos los demás monjes. No obstante, él siempre conseguía sorprenderla con sus frases y su forma de actuar.

Antes de beber, Gua Li le pasó una cantimplora de piel de cabra cubierta de seda brocada con imágenes de peonías, un regalo que le había hecho Ada Ta en su decimoctavo cumpleaños.

—Aún no me has dicho cómo has conseguido entrar en esta fortaleza. Esos jenízaros de la entrada no me parecían muy afables.

—El hombre es un gigante con un niño dentro; tú háblale al niño y el gigante le obedecerá.

—Un día tendrás que enseñarme cómo lo haces.

—Será el día en que no lo preguntes y sigas el camino de la tortuga, que llega con paciencia donde la liebre no llegará nunca.

Gua Li recogió la cantimplora con la velocidad del rayo y le dio un sorbito antes de volver a guardársela entre los pliegues de su sari.

—¿Y qué te parecería si usáramos el trote del asno para llegar a nuestra meta? —preguntó, y luego sacó una caña de bambú con una serie de muescas—. Llevamos once lunas y diez días de camino —añadió—. Hemos cambiado diez pares de asnos y me gustaría volver a soñar en una cama de verdad.

—Hija mía, ¿has olvidado quizá que dormir tendido en el suelo redirige las energías y regenera cuerpo y espíritu? Los sueños que vienen de la Tierra son verdaderos; la blandura de una cama, en cambio, promueve las pesadillas.

La mujer suspiró y dio media vuelta para volver atrás, tras echar una última mirada al canal del Bósforo, que el sol del atardecer teñía de violeta e índigo, de modo que no pudo ver la mirada que le dirigió Ada Ta, pero oyó clara en su mente una voz que le dijo: «mírame», y la obligó a girarse hacia él. En los ojos de Ada Ta reconoció todo el amor que él mismo le había enseñado. Lo que sentía por él tenía tantos matices como los colores del cielo, salvo el rojo del ocaso, que da calor pero también hace temblar, y que parece luchar por mantenerse y perdurar; que también era el color de su ciclo, una sensación que, por la noche, a veces le atormentaba el vientre y que nunca le había confesado a nadie, ni siquiera a él. Se avergonzó de aquel pensamiento y escondió la emoción en el velo del sari, con el que se cubrió el rostro.

—Estoy cansado —susurró Ada Ta—. ¿Puedo apoyarme en ti?

—No tienes que pedírmelo. Yo me he apoyado en ti toda la vida.

Ada Ta posó suavemente una mano sobre su hombro y ella sintió todo el peso de su experiencia.

—Ada Ta, ¿estás seguro de que nos recibirá?

—Lo único que tenemos seguro son nuestros sentimientos, en el mismo instante en que aparecen.

—¿Qué quieres decir?

—Que solo el efímero presente da la seguridad… —añadió, y se interrumpió—. En eso no estoy de acuerdo con LaoTsé. ¿Sabes cuando dice que hay que remitirse a la vía de la antigüedad para guiar la existencia de hoy? Creo que solo un tonto puede mirar solo al pasado, igual que solo un loco mira únicamente al futuro. El sabio es el que vive en el presente.

—Ada Ta, te lo ruego, solo te he hecho una pregunta, no te he pedido una clase de filosofía.

—Lo sé, pero si saber que no se sabe es la sabiduría suprema, no saber que se sabe es un mal. Eso sí, solo considerando mal un mal se puede librar uno del mal.

Gua Li frunció el ceño.

—El sabio —prosiguió, impertérrito, Ada Ta— considera un mal este mal, por eso no tiene el mal. Así es: en esto, LaoTsé y yo estamos de acuerdo.

La mujer bajó la cabeza, se encogió de hombros y se cruzó de brazos.

—Eso también lo hacías cuando eras niña —el monje sonrió—, y a veces tenías razón en enfurruñarte. No soy más que un viejo que aún tiene ganas de jugar.

—Y yo también —protestó Gua Li—. Solo que a veces necesito que me des respuestas.

—Respuestas… Ya. Pero piensa en lo bellas que son las preguntas. Se abren al cielo y entreabren el ánimo, mientras que las respuestas les cortan la cabeza. ¿No es más bonito abrir una puerta que cerrarla?

—¡Ada Ta! ¡Te estás riendo de mí!

El monje levantó la cabeza y aspiró el aire fresco de la tarde. En las comisuras de sus ojos cerrados se formaron unas pequeñas arrugas.

—Yo creo —dijo después— que para pescar al voraz lucio hay que mostrarle un sabroso barbo. No, no quiero que te enfades, aunque sé que nunca te enfadarías conmigo. Enseguida llego a la respuesta. El barbo que le he ofrecido al sultán es demasiado apetitoso. Si ha recibido la carta, no solo nos concederá audiencia, sino que también nos ofrecerá su hospitalidad, refugio y asistencia. Es un hombre iluminado, aunque haya matado a su padre y haya intentado hacer lo mismo con su hermano.

—Y yo soy la que lleva el barbo. Ya hace tantos meses que viajamos que debe de estar podrido.

—Tú llevas la cabeza del barbo en tu mente, pero yo también llevo algún bocado, no tan sabroso como el tuyo, pero bien conservado en salmuera.

Gua Li meneó la cabeza.

—¿Qué bocado? He empleado meses en aprenderme de memoria la historia de Issa…

—Las palabras son como el viento; una vez que ha pasado, el junco recupera la posición que le ha dado su naturaleza. He traído conmigo un ejemplar del diario de Issa —dijo él, adoptando de pronto un tono serio—, el que debía recibir el conde italiano. Pero no había llegado el momento. Él mismo me dijo que esperara el tiempo que tarda un terreno quemado en volverse fértil. Lanzó sus libros a las llamas, y me indicó otro hombre al que entregar estas semillas del conocimiento. Nosotros vamos para ayudarle a extenderlas y quizá para recibir otras nuevas.

—¿Qué quieres decir, Ada Ta? Tú nunca hablas por hablar, aunque a veces preferiría que lo hicieras.

El monje cerró los ojos. Gua Li intuyó que su mente volaba en el espacio y en el tiempo. Nunca le había visto sonreír de un modo tan triste. Renunció a su pregunta y esperó a que el monje regresara y le prestara atención.

—Beyazid el Justo no es más que el instrumento; sin embargo, también la música precisa de cuerdas y madera para que pueda oírse.

—¿Y el sultán aceptará ser nuestro instrumento?

—Las preguntas de mi hija son como las pulgas para un perro: solo puede rascárselas para combatir el picor.

Ada Ta había vuelto, sí, y la mujer se permitió un resoplido. Entonces él levantó lentamente la palma de la mano y bastó una caricia suya para borrarle la mueca de enfado del rostro.

—Del mismo modo que él es nuestro instrumento, nosotros seremos el suyo. Su designio es diferente del que seguimos nosotros, pero a veces caminos diferentes conducen a la misma meta.

La oscuridad ya había envuelto las torres de la fortaleza, que se alzaban como gigantes de piedra. Un fuerte olor salobre se mezclaba con el de las flores del membrillo, que habían florecido prematuramente.

—Ada Ta, hace diez años yo aún era una niña. Pero, como si fuera una fábula, me lo contaste todo de aquel príncipe italiano, noble como Siddhartha. Me quedé boquiabierta, y durante días y noches soñé la esfera de fuego que apareció sobre su cabeza al nacer. Me dijiste que era bello y rico, y que quiso seguir la vía del conocimiento y de la libre elección, y no entendía que me dijeras que era más sabio que inteligente. Lo soñé muchas noches; soñé que venía a mi encuentro vestido de oro, sobre un caballo blanco, como el príncipe Siddhartha. Parecía una fábula, pero nunca me habría imaginado que me convertiría en parte de ella. Y ahora me dices que vamos a ver a un hombre que lo conoció de verdad. Ahora ya no es una fábula.

—Puede serlo o no. Se trata de elegir. Y elegir ya es una elección. Dependerá de ti, hija mía, si quieres transcribir tus sueños en el libro de la vida. Tu príncipe era un hereje, es decir, el que elige. Desgraciadamente no todas las elecciones conducen al bien, del mismo modo que el bien no coincide siempre con la verdad. Aquel hombre se dejó morir; llevaba dentro demasiado sufrimiento, y su cuerpo no lo soportó.

—Pero tú siempre me has dicho que el camino del sabio es el del bien.

—Eso es así en nuestro caso. Hacen falta veinte años de ejercicio cotidiano para aprender los principios del taichi chuan; piensa en cuántos siglos necesita un bárbaro, por iluminado que sea, para llegar a conocer el camino del bien.

Ada Ta describió con elegancia un amplio círculo con la mano derecha y luego extendió el brazo izquierdo hacia delante con la palma abierta. Después, en rápida sucesión, lanzó cinco golpes a norte, sur, levante y poniente, y el último al cielo, con los puños cruzados.

—Ahí tienes, acabas de ver el yang y el yin. Su unión aporta armonía y energía vital. Cuando murió su amada, él tuvo una insuficiencia de yin, y eso transformó el calor en frío, y la vida en muerte.

—¿Le faltó el amor? ¿Por eso murió él también?

—El amor lo guía todo. Y él tenía solo treinta y un años, no podía hacer otra cosa; la sabiduría es un largo camino. Mírame a mí: estoy cargado de años, y, sin embargo, no he recorrido más que mi primera milla. Además, a pesar de su sabiduría, no dejaba de ser un occidental, defecto del que no tenía culpa. Pero también tú, en cierto sentido, perteneces a su especie. Y también por eso estás aquí. Es necesario que veas, observes y sigas tu camino con la mente abierta y libre. Ahora, no obstante, es hora de descansar. ¿Quieres contarle a este viejo el inicio de la historia? Solo eso; luego dormiremos, y pasado mañana iniciaremos nuestra misión.

La mujer parecía sumida en otros pensamientos, hasta que el monje acercó su rostro al de ella; entonces sacudió la cabeza como si se le hubiera posado una mosca sobre los ojos.

—Pero si es la parte que más conoces —protestó débilmente ella—. ¿No te aburre ya?

—Te diré un secreto. Si un hombre es bello, la mujer siempre disfruta mirándolo, y le gusta recrearse con cada uno de sus rasgos, sin que ello le canse. Ah, y eso también es aplicable a las mujeres.

Gua Li se ruborizó. Hacía un tiempo que pasaba por su mente un hombre que no conocía, pero que ella miraba con esa admiración que en ocasiones induce al amor.

Ada Ta se situó en la posición del loto, dispuesto a escucharla.

En el aula de piedra cuadrada, en el interior del templo, el sumo sacerdote Anán be Seth se dirigió a su hijo Eleazar. Solo estaban presentes otros tres escribas, los doctores de la ley.

—Ese niño de nombre Jesús, ¿cómo es posible que conozca tan bien la Torá? No me convence; su madre es de una familia excelente, pero su padre es un artesano ignorante.

—Quizá tenga poderes mágicos —sugirió Eleazar—. Eso explicaría por qué sus padres no han tenido ningún miedo de dejarlo solo en Jerusalén.

—Solo tiene doce años —rebatió Anán—, y ya sabe que no quiere casarse. Lo entendería si tuviera dieciocho. ¿Tú qué piensas, Salomón? ¿Qué deberíamos hacer?

Salomón ben Gamaliel se mesó la larga barba blanca y se echó un extremo de su impecable túnica sobre el hombro izquierdo, dejando bien a la vista las doce piedras preciosas que decoraban el fajín que rodeaba su cintura. El jefe de los escribas fingió reflexionar.

—Decir que se puede trabajar el día del sabbat, después de que el shofar haya sonado tres veces, aunque solo sea para dar de comer a un niño, es blasfemo. Implicar a Dios en los problemas humanos es blasfemo, impío y sacrílego.

—Doy gracias al señor por no haberme hecho nacer mujer —bromeó Eleazar.

Su padre le despidió con una mirada. Eleazar ben Anán salió del Sanedrín, acompañado de los otros dos escribas.

—Ahora estamos solos, Salomón. Dime qué piensas de verdad.

—La ley lo dice claramente: el castigo para un blasfemo es la lapidación.

—¿Quieres lapidar a un niño?

Salomón miró al viejo Anán ben Seth, para averiguar si aquel viejo quería endosarle a él en exclusiva la eventual responsabilidad o si, llegado el caso, aceptaría compartir una sentencia de muerte. En cualquier caso, la última palabra la tenía el Sanedrín, aunque era bien sabido que nunca habían negado la aprobación a una propuesta del sumo sacerdote.

—En el mismo momento en que osó tomar la palabra en el templo —respondió—, renunció a los privilegios de la infancia y se hizo hombre. Esa es la ley. Más allá y por encima de las palabras que ha pronunciado.

—Está bien —acordó Anán—. Mejor, pues, que desaparezca sin hacer ruido. Tal como me has enseñado tú mismo, también el escándalo es pecado. Sé de una caravana de esclavos que partirá mañana hacia Ctesifonte. Hay una gran demanda de chicos de su edad. Es robusto y vivaracho, y con su inteligencia no le será difícil encontrar un amo que lo trate bien y valore sus cualidades. Con el tiempo sabrá conseguir la libertad.

—Tendrá que aprender a controlarse, o será él mismo quien se pierda.

—Dios proveerá, sea cual sea su voluntad.

Jesús fue drogado aquella misma noche con extracto de cannabis mezclado con polvo de amapola, mientras esperaba el regreso de sus padres, que estaban furiosos con él por haberse negado a contraer matrimonio, tal como imponía la costumbre. Se lo llevaron y en Cesarea lo metieron en un carro. Cuando se despertó se encontraba ya en pleno desierto, junto a otro centenar de esclavos, muchos de ellos poco más que niños, como él. De día, cuando la caravana se paraba, se defendían del calor sofocante con cubiertas de lana, las mismas con que, de noche, durante los traslados, intentaban protegerse del penetrante frío. Bajo el sol, las cadenas de hierro ardían y les quemaban la piel, provocándoles quemaduras y llagas que no se cerraban. Jesús pasó dos días en silencio, pero al tercero intentó dirigirles a los demás alguna palabra que les reconfortara. Bajo las mantas, dispuestas casi como si formaran una única tienda, se puso a hablar con ellos. Y pese a tener el corazón lleno de tristeza y a estar asustado como los demás, consiguió consolarlos e incluso distraerlos y divertirlos con relatos sobre animales fantásticos y acerca de los dioses que poblaban el cielo nocturno. Les hizo ver una franja lechosa que atravesaba el cielo. Los muchachos se rieron cuando les dijo que se trataba de leche caída del seno de Hera al amamantar al gigante Heracles. Las niñas, en cambio, se sonrojaron cuando Jesús les mostró al gigante Orión, que había cortejado a siete espléndidas hermanas convertidas por Júpiter en estrellas para su propia protección. Y todos se quedaron boquiabiertos cuando localizó, sobre la línea del horizonte, la figura del poderoso centauro, mitad hombre y mitad caballo, que murió por una flecha empapada en la sangre de la hidra, el monstruo con nueve cabezas de serpiente.

—Esta parte es muy bonita —dijo Ada Ta—. Es tan humana… —Tenía los ojos cerrados y la voz pastosa del sueño que parecía irse apoderando de él.

Gua Li prosiguió en voz más baja:

En el aula de piedra cuadrada,

Un mercader árabe de piel oscura, de nombre Aban Ibn Jamil, viajaba en aquella misma caravana con cuatro criados y un carro cargado de frutos secos y ánforas de cerveza de cebada y de aceite, que pretendía cambiar en Ctesifonte por tejidos y alfombras que luego vendería a un precio muy ventajoso a los romanos ricos de Jerusalén. Aquel muchacho le llamó la atención, y más de una vez acercó su camello al lugar donde estaban los esclavos para oír sus historias. Cuando llegaron donde el río Jabur confluye con el Éufrates, la caravana embarcó en una ancha galera de fondo plano. Aban pidió hablar con el capitán de la nave. Tras una larga negociación acompañada de abundantes copas de licor de dátiles, el mercader aceptó pagar cuarenta siclos de plata por el rescate del muchacho.

—¿Por qué me quitas las cadenas? —preguntó Jesús—. ¿No tienes miedo de que huya?

—Soy un mercader, y sé que el comercio comporta riesgos. Si huyes, no haré que te sigan. Supondrá que he perdido cuarenta siclos y que me he equivocado al juzgarte.

—Entonces te prometo que no huiré. Mi madre me decía que un hombre justo no se distingue por el bien que hace, sino por hacer lo correcto en el momento adecuado. Por tanto, lo honesto por mi parte es no huir.

—¿Es tu madre la que te ha enseñado lo que sabes?

—Sí, pero también me ha enseñado a leer y a escribir. No solo me ha dado el pez cuando he tenido hambre, sino que me ha enseñado a pescar. Y a responder a las preguntas.

Aban acercó la mano al rostro del muchacho para hacerle una caricia, pero este se echó atrás de golpe. El hombre separó las manos y le mostró las palmas.

—Lo siento, no quería pegarte ni asustarte. Yo también hacía eso cuando era pequeño. Mi padre me pegaba a menudo.

—Mi padre no lo ha hecho nunca. Ni tampoco mi madre.

El muchacho se mordió el labio y levantó la barbilla en un gesto de orgullo, pero eso no impidió que dos lágrimas surcaran su rostro. Aban habría querido consolarlo con un abrazo. Después pensó en todos los motivos que le habían impulsado a comprar al muchacho y se avergonzó.

—Solo tendrás que contarme historias, como las que contabas a los otros, y tendrás pan, carne, agua y ropa, y todo lo que quieras de mí. Y ahora ve a descansar; faltan aún dos días de navegación para llegar a Ctesifonte.

—Entonces vuelve a ponerme las cadenas. No puedo estar entre mis compañeros sin compartirlas con ellos.

En los ojos del muchacho, que lo miraban fijamente, Aban leyó un desafío. No solo contra él, sino contra el propio poder, contra el orden natural de las cosas, que establecía la distancia entre amo y esclavo. El capitán era una comadreja: si no se lo hubiera vendido, quizás habría acabado tirándolo al agua para evitar una revuelta. Simulando indiferencia, el mercader hizo lo que le había pedido; luego se puso en pie y dejó caer su capa a los pies de Jesús.

—Esto lo puedes compartir.

Aban miró alrededor, con la esperanza de que nadie hubiera visto aquel gesto, y luego se preparó para pasar la noche en alguna posada del puerto fluvial, y no a solas. En aquel gran río negro soplaba constantemente un viento frío, y la humedad ya había dejado empapado el entoldado como si hubiera llovido. El muchacho se envolvió en la capa, que aún conservaba su calor corporal.

—Pero un día volveré a casa —advirtió.

Aban se detuvo un momento y apretó los puños. Luego, sin responder, se dirigió rápidamente hacia la pasarela.

Ada Ta se agazapó sobre las frías piedras de pórfido de la torre, resguardado tras un muro para protegerse del viento, y un instante más tarde Gua Li le oyó respirar profundamente. Cuando se acurrucó a su lado, sintió que el delgado cuerpo del monje ya emanaba calor, y cerró los ojos, sabiendo que no podría dormir. Intentó repasar mentalmente otros episodios de la vida de Issa, como prefería llamarlo ella, empezando por una palabra al azar, la primera que le viniera a la cabeza, pero enseguida se cansó de aquel juego, que tampoco le sirvió para conciliar el sueño. Entonces se puso en pie y dirigió la mirada a los tres astros, el de la prosperidad, el de la buena suerte y el de la longevidad, que en Occidente sabía que eran conocidos como el cinturón del gigante Orión. Se preguntó, como otras veces, quién sería ella realmente.

En diversas ocasiones, Ada Ta le había dejado entrever que era diferente. Se miró las manos, con aquellos dedos largos y finos, diferentes de los de otras mujeres que había conocido en el monasterio. Y también su tono de piel era más oscuro que el color de junco maduro que lucían la mayoría de los monjes con los que había crecido.

Ada Ta le había prometido que después de aquel viaje se lo contaría todo, que le hablaría de su nacimiento y de sus padres, y ella había aceptado aquella espera, convencida de que todo lo que procedía de la sabiduría del monje era solo por su bien.

En aquel momento, entre la primera y la segunda estrella del Cinturón apareció una fina estela luminosa que surcó rápidamente el cielo y desapareció por oriente. Gua Li sintió un escalofrío: era una señal de que la energía cósmica iba en aumento, y aquello solía provocar un cambio en los hombres.