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Península de Anatolia, finales de junio de 1497

Por el tramo inferior del río Sangario convergía desde hacía días una multitud de personas procedentes del Ponto, de Galacia y de las dos Frigias. Hombres, sobre todo, pero con ellos viajaban mujeres, cubiertas con el nicab, el amplio velo negro que solo dejaba al descubierto los ojos. Nadie osaba molestarlas, aunque caminaran solas y sin ninguna protección, porque no era el sexo lo que diferenciaba a un buen musulmán de un apóstata, aquel que con su conducta blasfema se había apartado de la umma, la comunidad islámica. ¿Acaso no había sido precisamente Jadiya, la mujer del Profeta, la primera creyente? Y las mujeres habían sido las primeras en responder a la llamada de la Vigía de la Montaña, cuyo nombre susurrado era el Arma Suprema de Alá, de la que únicamente se sabía que era una mujer.

Aquella multitud ordenada que caminaba en silencio era el pueblo predilecto de Dios, los jariyíes, «los que se salen», los que se habían negado a obedecer a los Cuatro Califas y a seguir a Alí, primo y yerno del Profeta, bendito sea su nombre. Chiíes y suníes se habían alejado de la verdadera fe. Al menos los infieles tenían la eximente de no conocer al verdadero Dios, y siempre podían convertirse, con la fuerza de la fe o con la de las armas y el terror. Pero los que lo habían conocido y se habían alejado eran fâsiq, kâfir, munâfiq y murtadd: impíos, descreídos, hipócritas y apóstatas, y merecían todos una muerte sumaria.

A la altura del pueblo de Ukbali, la riada humana se hizo más densa y, usando el minarete como referencia, se dirigió, compacta, hacia la pequeña mezquita de cúpula negra. Los guardias de la entrada, de torso desnudo y vientre prominente, dejaban entrar a los peregrinos de uno en uno, escrutándoles el rostro. De vez en cuando, cuando encontraban a alguien que no les pareciera lo suficientemente devoto en su expresión o en su actitud, lo detenían y lo sacaban de allí a empujones; entre ellos hubo quien tuvo la suerte de ser apartado a latigazos. Pero a otros, considerados munâfiq, les cortaban la cabeza con dos golpes de cimitarra, para exponerla después como advertencia en lo alto de una pica, a la entrada de la mezquita.

En el interior, una escalinata descendía a las profundidades del suelo, para abrirse en una ciudad subterránea. En los siglos anteriores, sus innumerables cavidades naturales habían servido a la población local para huir de las persecuciones y de los saqueos de invasores y conquistadores. Y aún sería posible vivir en aquellas cavernas, dotadas de pozos de ventilación, silos para el grano, depósitos de agua, establos, cocinas y dormitorios.

Los fieles, provistos de una pequeña antorcha impregnada en polvo de hierro, bajaban en silencio hasta llegar a la gran gruta, entre las paredes de piedra calcárea iluminadas con tenues lámparas de aceite. Fuera obra de la mano del hombre o hubiera sido forjada directamente por Dios, la gruta era, en todo caso, el símbolo de la perfección natural, con un sexto de milla de longitud y un sexagésimo de altura. Los verdaderos fieles sabían que el número seis representaba el sexto pilar del islam, la yihad, la guerra santa que a todos une, y allí estaba representada por una gigantesca estalactita que iba del techo al suelo, la empuñadura de la espada de Alá, cuya hoja descendía hasta el centro de la Tierra. El Día del Juicio Universal él extraería la espada, provocando terremotos y cataclismos inmensos hasta la completa destrucción de la Tierra. Cuando llegara aquel día, solo los jaritíes entrarían en el Yannat al’Adn (el Jardín del Edén), mientras que todos los demás se precipitarían en la Yahannam (la Gehena infernal).

Al atardecer, la hora del al-maghrib, la cuarta oración, se cerraron las puertas. En la gruta brillaban miles de antorchas. En el fondo, sobre una roca elevada, unos hombres ataviados con el sayyid, el turbante negro que les cubría también el rostro, se pusieron a entonar un mantra, y poco después las paredes resonaron con una única voz, el credo de los hijos predilectos de Alá, repetido una y otra vez.

¡Lâ hikma illâ li-llâh! ¡Lâ hikma illâ li-llâh! ¡Dios es el único juez!

Al son de aquella letanía implacable, cada vez más fuerte, los muros de la gruta y el suelo empezaron a temblar, y cuando ya caía del techo un fino polvo blanco y parecía que toda la bóveda fuera a hundirse, un hombre vestido con una túnica blanca extendió los brazos hacia delante. La multitud enmudeció de golpe, y todos estiraron el cuello para intentar ver el Arma Suprema de Alá, que aparecía como por arte de magia tras los hombres del turbante negro. Su niqab era rojo como el fuego de las antorchas, y un fino velo negro le cubría el rostro. Su voz cálida y potente resonó en la gruta como las trompetas del Juicio Universal.

¡Bismillah ar rahmani ar rahim! ¡En el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso!

Con la fórmula de la Basmala, el primer versículo del primer sura del Sagrado Corán, todo lo que dijera a partir de aquel momento sería como si lo dijera el propio Dios.

—¡El Día del Juicio Universal se acerca! ¡El Sol y la Luna se apagarán, las montañas se disgregarán y caerán, los mares se secarán, y la tierra y el cielo cambiarán de aspecto; entonces los muertos resucitarán y tendrán que rendir cuentas por los actos realizados durante su vida terrena! Los descreídos y los que han cometido pecados imperdonables serán enviados al Infierno, y los buenos creyentes irán al Paraíso. ¡Pero solo hay una vía para merecerse el Paraíso: cumplir la voluntad de Dios!

El Arma Suprema de Alá levantó el brazo derecho, apuntando con el dedo índice hacia arriba, y la multitud que la escuchaba, arrebatada, estalló en un único grito que sacudió peligrosamente la bóveda de la gruta y sus paredes.

¡Allâhu Akbar! ¡Alá es grande!

Gritaron la invocación repetidamente, hasta que el brazo de la mujer bajó y cesaron los gritos. Entonces puso una voz más grave y más tenue, hasta el punto de que resultaba difícil oírla, a pesar del eco natural de la caverna.

—¡Estad preparados, elegidos míos, porque en breve se os llamará para que marchéis sobre la Gran Infiel! Su señor, el hombre vestido de blanco, antes de morir conocerá la verdadera fe, pero será demasiado tarde, y a su alrededor la ciudad del pecado desaparecerá como un castillo de arena bajo una ola del mar. Alargaremos entonces la mano bajo la higuera, el árbol del conocimiento del bien y del mal, y esperaremos a que caiga el fruto podrido de sus falsas creencias. ¡Alá es grande! —gritó—. ¡Alá es misericordioso! ¡Alá es justo!

La respuesta de la multitud fue un grito heterogéneo y mil antorchas se agitaron como lenguas de una única llama. Una vez más, el Arma Suprema de Alá extendió los brazos para que se hiciera el silencio.

—La muerte caerá sobre todos los que no se conviertan a la fe verdadera, el primero de ellos el hombre vestido de blanco, el que se hace llamar papa, padre, pero que no genera más que hijos bastardos. Otra condena, aún más grave, caerá sobre quien, conociendo el anuncio del Profeta, bendito sea su nombre, lo desprecia y lo pisotea. Hablo del impío de nuestro sultán, del fâsiq, al que solo Dios puede perdonar. Pero nosotros no; nosotros debemos respetar la sharía, su ley. ¡Y ese es el fin que sufrirán los culpables!

Dos hombres se abrieron paso entre los sacerdotes que rodeaban el Arma Suprema de Alá, arrastrando por los brazos a un joven, desnudo hasta la cintura. Tenía el cuerpo cubierto de llagas, de latigazos y de heridas de arma blanca; el rostro, tumefacto, hinchado y amoratado. Le rodeaba el cuello una cuerda, cuyo extremo sostenía firmemente un tercer hombre, un gigante encapuchado. Los dos hombres llevaron al prisionero al borde de la roca, por encima de la multitud, a la espera de la señal. Alguien empezó a patear el suelo rítmicamente, y el gesto fue imitado enseguida por todos los presentes, hasta que la bóveda de la gruta resonó, como un corazón gigantesco, con un latido único cada vez más rápido, cada vez más penetrante, a la espera del sacrificio.

—Este hombre ha blasfemado —dijo el Arma Suprema de Alá, alargando los brazos hacia delante—, este hombre ha pecado, este hombre ha traicionado la palabra de Alá. ¿Qué merece este hombre?

¡Al-Maut! ¡Al-Maut! —Miles y miles de voces pronunciaron la sentencia a coro—. ¡La muerte!

Ella levantó la cabeza y los brazos. Empujaron al prisionero, que cayó desde la roca, mientras el gigante encapuchado, con las piernas bien firmes, sostenía la cuerda con fuerza. Las piernas del ahorcado se agitaron frenéticamente, con los pies a pocos centímetros del suelo, mientras con las manos intentaba desesperadamente arrancarse la cuerda del cuello. Al cabo de un momento, tras un último temblor, el cuerpo quedó colgando, inerte, como un monigote de tela. El gigante dio un último tirón para asegurarse de que el ahorcado estaba muerto, y luego lo dejó caer soltando la cuerda.

¡Allâhu Akbar! —gritó la multitud, mientras unos cuantos guardias empezaban ya a empujar a la gente hacia la salida, golpeándolos en la espalda y en las costillas con finos bastones.

Alguno cayó y acabó pisoteado por los demás, pero nadie hizo caso. Mientras arrastraban y lanzaban el cuerpo del condenado hasta un pozo profundo, el Arma Suprema de Alá se retiró, junto a los sacerdotes y un grupo de imanes y de ulemas.

Se sentó en un corro junto a ellos, con el gigante y dos hombres armados con sendas cimitarras a sus espaldas. El gigante, sin su capucha de verdugo, parecía una persona pacífica, y sus rasgos suaves y agraciados, así como su cutis lampiño, dejaban claro que se trataba de un eunuco. La mujer esperó a que todos se sentaran, con las piernas cruzadas. Nadie se atrevía a levantar la vista a su altura y mirar su rostro cubierto con un velo. Hablaba con voz firme, cortante, y con una autoridad indiscutible.

—El que ha errado ya ha pagado, pero el gran kâfir, el descreído, aún está vivo, y eso es grave. No tendremos otras ocasiones en mucho tiempo. Osmán, ¿en qué punto están las expediciones?

—Gran Madre, de acuerdo con el visir, hemos mandado otras cajas de alfombras a Venecia, a través de otro mercader. El anterior ya está dando cuenta de sus pecados en el Infierno. También hemos metido más comida y agua para nuestras pequeñas aliadas, para que sobrevivan más tiempo.

—¿Y la caja que llevará la fe al papa?

—Partirá conmigo en el barco de los extranjeros. Ellos también se dirigen a Roma. Haremos el viaje juntos. —Osmán se inclinó llevándose las manos abiertas al rostro, como si estuviera rezando—. Cuando la caja con las preciosas alfombras regalo del sultán se abra en su presencia, nuestras amigas se dispersarán por el palacio como la niebla de la mañana.

—Estoy orgullosa de ti, Osmán. El islam está orgulloso de ti. Y hasta el momento en que entregues la caja mantente cerca de los extranjeros, descubre su misión. No es costumbre del maldito kâfir dejar intacta a una muchacha —dijo, despreciativa—, así que debe de haber algún otro motivo. Descúbrelo.

—Así se hará. Con ellos partirá también el arquitecto italiano…

—¡Ese lascivo y visionario que quiere unir las dos orillas del Cuerno de Oro con un puente de seiscientas brazas! Si Alá hubiera querido que las dos orillas se tocaran, lo habría hecho en una sola noche. ¿Acaso no dice en la sura de los Poetas: «Levantaréis edificios en cada colina, solo para divertiros»? Esos son los descreídos. ¿Tú también has dormido con aquel shaz, el contra natura, Osmán?

—Nunca, Gran Madre.

Los ulemas sonrieron y asintieron; la sabiduría y el espíritu de Alá estaban en ella.

—Has sido señalado por Alá, Osmán —añadió la Vigía—. Él te ha dado la señal de su benevolencia. Osmán, el cojo —dijo, dirigiéndose a los otros hombres que la rodeaban—, se sentará a mi lado cuando triunfe la justicia.

—Amén —respondieron todos en coro.

Osmán sintió que se le abrían las puertas del Paraíso. La Vigía lo había dicho públicamente, y nadie se había opuesto. Ante los ulemas, los líderes religiosos, había sido investido con la más alta dignidad. Él, Osmán, el del pie deforme, hijo de una meretriz y de un padre desconocido, se convertiría en visir. Alá era realmente justo.

—Ahora ve, hijo predilecto; lleva contigo la venganza de Dios y regresa pronto a nuestros brazos.

Osmán se repitió mentalmente aquella última frase mientras se dirigía hacia la salida. Pensando en los posibles significados que pudiera esconder, se ruborizó.

—No sobrevivirá —dijo el ulema sentado junto a Faiza—. Cuando se presente en la corte del hombre vestido de blanco y todos lo vean, lo torturarán, lo colgarán y lo quemarán.

—No está previsto que regrese —respondió la Vigía—. El sacrificio de uno será el tormento de muchos. El Paraíso no es tan grande como la Gehena: mientras uno sube, al menos cien tendrán que caer. El visir pagará por el fracaso de su sicario, pero quiero que Beyazid se reúna con su padre antes de que llegue el invierno.

La luna mostraba una fina joroba en dirección a Oriente y las estrellas daban claridad a la arena. La noche devolvía a la tierra sus perfumes. A Osmán le pareció detectar el raro aroma del tulipán, junto al olor dulce de los dátiles secados al sol. En el palmar próximo a la mezquita le esperaba su caballo, un muniqi, pequeño y ligero como él, de ojos oscuros y brillantes como dos gemas de obsidiana. Con las riendas en una mano y la otra sobre el morro del animal, pasó frente a la puerta de hierro de una construcción rodeada de altos muros, elaborada a partir de un antiguo fuerte persa, y se estremeció. La entrada de la Gehena, el Infierno en la Tierra. Allí dentro se criaban las ratas para el Juicio Final, de allí partía la guerra a Occidente, allí se metía a los impíos para que se contagiaran. Y quien sobrevivía, siguiendo la voluntad de Alá, podía convertirse en guardián o morir, según eligiera. Quien entraba allí no podía salir nunca más.

—Venga, Qalam —dijo, subiéndose a su montura—, vuela ligero.

«Qalam» significaba pluma. El negro caballo árabe cabalgó rápido, casi rozando el terreno. El aire fresco y seco ayudaba a Osmán a borrar la visión infernal, la humedad de la gruta, así como el miedo y el deseo que, al mismo tiempo, le producía el Arma Suprema de Alá. Muchas veces se había preguntado quién sería realmente aquella mujer tan poderosa. Algunos decían que había nacido del desierto, sola, y que era la reencarnación de Fátima, la cuarta hija del Profeta, bendito fuera su nombre. Para otros era un ángel enviado directamente por Dios, con rasgos femeninos, para unificar todo el Dar al-Islam, la nación islámica, y conducirla a la victoria contra el Dar al-Harb, los territorios de la guerra, donde era justo y santo llevar la palabra de Dios con la espada. Lo contrario de lo que pensaba el sultán, siempre empeñado en negociar la paz con los infieles, judíos y cristianos, pasando por alto la sharía, la ley del Profeta, alabado fuera su nombre.

—Venga, Qalam; vuela ligero.

La límpida atmósfera del alba dejaba ya ver la silueta de los minaretes de Estambul. Osmán, derrotado por el cansancio, se preguntó de pronto si Dios estaría de parte de Beyazid II o del Arma Suprema de Alá, o si quizá pudiera haber más de un dios, en vista de la gran diferencia entre la voluntad de ambos. Pero aquellos pensamientos blasfemos desaparecieron rápido de su mente, como los cuernos de un caracol. Espoleó su montura, que aceleró sin dar indicios de fatiga, porque ya sentía el olor de su casa, el gran establo del palacio del Serrallo. También la casa de Osmán, el cojo, el deforme, estaba en el interior del palacio, una mísera habitación con un ventanuco en lo alto, muy cerca de los establos. Si todo iba bien, alhamdulillah, gracias a Alá, conseguiría grandes aposentos y esclavos, y una terraza desde la que observar las estrellas, los orificios de la bóveda divina por los que se colaba la luz del Paraíso. Y quizás incluso lograría el amor de la Vigía.