48

—Es ese de la túnica blanca, Kayafa. Es Jesús, el galileo.

El sumo sacerdote, con la mirada sombría, se mordió el labio.

—Puedo reconocer yo solo al culpable —respondió—. Es evidente que es ese de las cadenas.

El escriba no replicó e indicó con un gesto cortés al oficial romano que dejara acercarse al prisionero. El gobernador había dado la orden de respetar la regla que prohibía entrar en el templo a los impuros. Todos los no judíos lo eran, pero también quien fuera armado, o estuviera enfermo, quien hubiera visto recientemente un cadáver y no se hubiera purificado aún. También estaba prohibida la entrada a los cojos y paralíticos, y a todo el que tuviera una deformidad tan grave que ofendiera la perfección de la creación a los ojos del Señor. Y para Yosef bar Kafaya las reglas eran muy importantes, las leyes lo eran todo, sin ellas se impondría el caos y la ruina, y había que respetarlas incluso si eran injustas.

En el caso de Jesús, la culpabilidad era más que manifiesta: instigaba al pueblo contra las leyes de Dios, en nombre de una justicia superior. Pero ¿acaso podía haber algo superior al dios de los padres? Era hereje, blasfemo y traidor a su propia gente; Anán ben Seth lo había dejado claro. Aquel hombre era peligroso desde que era niño; él lo había entendido y por eso había hecho que se alejara de allí. Había algo de malvado en él, que no solo le había permitido sobrevivir cuando miles como él habían desaparecido, sino que lo había hecho regresar. Del mismo modo que el ha-satán de Job, que le arrebató los bienes, la esposa y los hijos, Jesús quería que los judíos fueran privados de todo, no para poner a prueba su fe, sino para quitarle a Dios la visión de su pueblo elegido, para convertirse en rey en su lugar y quitarle el puesto.

—¡Que se acerque el prisionero! —gritó.

Mientras los escribas se hacían cargo del galileo, Kayafa se giró, molesto por su propia voz, que le había salido con un tono estridente, y se dirigió hacia el pórtico, donde interrogaría al hombre. Jesús, con las muñecas encadenadas, se le acercó. El sumo sacerdote dio un paso atrás. Se esforzó en comportarse como habría hecho su suegro, Anán, con la seguridad de que estaría por algún sitio, escondido, observando y juzgando.

—De modo que… —se aclaró la voz— tú eres el rey de los judíos.

—Lo has dicho tú, no yo —respondió Jesús, sereno—. Yo no soy más que un hombre.

En el Sanedrín se elevó un murmullo de desaprobación, pero Kayafa no tuvo claro si iba dirigido a él o a las palabras del galileo.

—¡Pero sí dicen que eres un instigador, que te proclamas el mashiac de las escrituras y te consideras el hijo de Dios!

—También dicen que el Sanedrín está presidido por un hombre bueno y justo.

Esta vez algunos de los sanedritas sonrieron, entre ellos José de Arimatea. Gamaliel, que estaba sentado a su lado en el hemiciclo, le habló en voz baja:

—No es una buena táctica. Kayafa puede ser muy vengativo.

—Ya está condenado. Supongo que hasta él lo sabe.

—Los suyos intentarán liberarlo.

—No creo, sabe perfectamente que el Sanedrín se vengaría con su familia, y no permitirá que eso ocurra. Asumirá toda la responsabilidad y dejará que lo maten.

Gamaliel se cruzó de brazos y dirigió de nuevo la mirada hacia Kayafa y Jesús: un cazador con una lanza frente a un león encadenado y consciente de su sino.

—Así pues, ¿niegas ser hijo de Dios?

—No lo niego. Lo soy. Y lo eres también tú y todos los presentes, y los hombres que están fuera de este templo. Somos todos hijos de ese dios que tú conoces con el nombre de Eli, pero que otros pueblos llaman con otros nombres.

—¿Lo habéis oído? —gritó Kayafa—. ¡Ha blasfemado! ¿Qué más necesitamos oír? La blasfemia se castiga con la lapidación.

—Yo tengo una pregunta. —La voz de José de Arimatea se levantó en el auditorio e impuso el silencio—. La acusación debe ser específica. Le has llamado instigador del pueblo. Pero si tú pudieras, ¿no serías el primero en levantar a nuestra gente contra el yugo romano? Para ellos serías un peligroso agitador, pero nosotros, en cambio, te llamaríamos héroe. Y, por otra parte, yo no he oído blasfemias que ofendan la ley de nuestros padres.

Kayafa miró alrededor en busca de consenso, pero la autoridad de José y su argumentación ya habían llevado a muchos miembros del Sanedrín a discutir con el vecino. Y cuando un judío discute, es difícil que llegue a una conclusión.

—Pregúntale por el sábado.

Todos levantaron la cabeza. La voz había desaparecido, pero del peristilo se acercaba hacia el pórtico un ruido lento y pesado de pasos. Apareció Anán ben Seth, apoyándose en un criado, con la pesadez de los años en el cuerpo pero con la mano aún firme. Fijó sus ojos de tortuga en Kayafa.

—Pregúntale por el sábado —repitió—. Si el carro de un romano volcara, ¿ayudaría al carretero a recuperar su carga?

A continuación fue a sentarse junto a los demás, que enseguida le dejaron un lugar central.

—Has oído lo que ha dicho el noble Anán. Responde.

—Ayudar a alguien —dijo Jesús, bajando la mirada— nunca es pecado, ni siquiera en sábado.

Llevándose las manos al pecho, Kayafa se arrancó la túnica y tiró al suelo el fajín que la sostenía por la cintura.

—¿Y ahora? —dijo, apuntando con el dedo en dirección a José de Arimatea—. ¡No puedes decir que no ha blasfemado!

—¿Y quién ha sido su defensor? —respondió el otro, levantando a su vez el brazo—. ¡La ley exige que tenga uno, y a él no se le ha concedido ninguno!

José buscó ayuda entre los otros miembros del consejo, pero muchos ya sacudían la cabeza. Por ello se sorprendió al ver que salía en su defensa el propio Anán, que parecía haberse aplacado y se mostraba moderado, después de haber sido él el instigador del proceso.

—Tiene razón José —dijo, con gravedad—. Y aunque se haya demostrado su culpabilidad, tiene derecho al menos a una apelación. Propongo que, además de dictar su condena, el Sanedrín falle que sea el gobernador quien se pronuncie de forma definitiva. Actualmente hasta nuestro rey es súbdito suyo. Su autoridad será la mejor garantía para el acusado.

José guardó silencio un momento, su mirada se cruzó con la de Jesús y vio en ella una infinita resignación. Se alejó con Gamaliel, mientras el Sanedrín votaba. La noticia del arresto del galileo se extendió rápidamente por toda Jerusalén. Primero fueron decenas, luego centenares y, al final, miles los que ascendieron a la colina del templo durante la noche. Cuando, con las primeras luces de un alba fría y vívida, pese a lo avanzado de la estación, los guardias abrieron las puertas, se encontraron delante una enorme multitud que empezó a murmurar, aunque manteniendo la compostura.

No obstante, cuando el galileo apareció encadenado, rodeado de una compañía de guardias, el murmullo fue en aumento. Cuando los presentes se dieron cuenta de que había quien lanzaba acusaciones contra él y otros contra el Sanedrín, empezaron las primeras disputas, que desembocaron en una batalla librada a puñetazos y pedradas. Se volvieron a cerrar las puertas y hubo que esperar a la llegada de toda una cohorte de legionarios, que ocuparon posiciones a lo largo del breve trayecto, para evitar mayores tumultos y poder trasladar a Jesús desde el templo a la fortaleza Antonia, donde le esperaban el gobernador Poncio Pilatos y el rey Herodes Antipas.

El sol ya estaba alto cuando la compañía de soldados, con Jesús en el centro, salió del atrio de los Gentiles, bajó por el pasaje y volvió a subir hacia la fortaleza, pasando entre la multitud vociferante, mantenida a raya por un estrecho cordón militar. El flagelo azotaba sin distinción a quien alzaba la voz o una mano, y los huesecillos insertados entre las tiras de cuero trenzado rasgaban las vestiduras y abrían heridas en la carne de quienes lloraban o disfrutaban con la visión del condenado.

—Ahí está, por fin —exclamó Herodes—. Hacía tiempo que quería conocerlo.

Agitaba sus dedos toscos y rollizos, y el brillo de los anillos de oro con rubíes, topacios y esmeraldas de Nubia irritaba al gobernador, reclinado en un sillón. Hacía tiempo que parpadeaba sin control. El médico le había prescrito precisamente que evitara las luces intensas y repentinas. Herodes Antipas rodeó a Jesús varias veces, sintiendo envidia por su físico esbelto y por la atracción que ejercía sobre una parte del pueblo judío sin ningún esfuerzo por su parte, de la que era consciente. Era un don concedido por Dios que —pese a su sabiduría, que quizá rozara la locura— no entendía cómo podía haber errado al concederlo sin ningún criterio. En manos de quien no estaba acostumbrado al poder podía volverse insidioso y turbar el orden natural de las cosas. Como le había ocurrido precisamente a aquel Jesús.

—Tú no eres uno de esos predicadores ambulantes —le dijo—. ¿Cuál es tu secreto?

—No tengo secretos —respondió Jesús, de pie frente a él—. Solo le he dicho a mi gente lo que pensaba y les he dado algunos consejos.

—¿Lo oyes, gobernador? Consejos, ha dicho, como si fuera un sabio.

Pilatos masculló algo. Lo sabía todo de aquel hombre y de sus secuaces. Rebeldes, sin duda, pero no violentos, por lo que le habían contado. Lo que hacía falta para mantener el equilibrio ideal entre orden y control, para que estuvieran justificadas las rondas por las calles y los mercados sin que la ocupación romana pareciera demasiado represiva. Aquellos hombres eran como los bubones abiertos, que apenas duelen, pero que liberan el cuerpo de humores nefastos al soltar su carga.

Estúpidos judíos, con su orgullo, su envidia y aquel apego tan absurdo a la ley, como si fuera inmutable y eterna, y no solo un instrumento para gobernar. Condenar a aquel Jesús equivaldría a convertirlo en un mártir. ¿No sería aquello precisamente lo que buscaba el Sanedrín? ¿Una excusa para llegar de verdad a un alzamiento contra Roma? La petición de Herodes le hizo reaccionar de pronto.

—Te lo ruego, Jesús, ¿por qué no me muestras alguno de tus prodigios?

—¿Qué quieres de mí, Herodes? ¿No te bastan tus bufones?

El tetrarca se mordió el labio, mientras que Pilatos esbozó una sonrisa.

—Eres arrogante, galileo. ¿No sabes que con una palabra nuestra serías libre?

—Te lo agradezco, pero yo ya soy libre, aunque estas cadenas me pesan. No obstante, no pido otra cosa que marcharme, si eso depende de vosotros. El Sanedrín ya me ha juzgado.

—Muéstrame entonces uno de tus milagros —insistió Herodes—. Si eres un verdadero mago, le pediré al gobernador que te asigne a mi corte.

—No soy mago —respondió Jesús, negando con la cabeza—. Pero tú no quieres saber la verdad; solo quieres divertirte.

—Yo no —intervino Poncio Pilatos, levantándose de su butaca fatigosamente—. Y por los dioses que querría entender el motivo por el que estás aquí. Haz lo que tengas que hacer para que te conozca.

—Primero tiene que hacerme un milagro —replicó Herodes, molesto—. ¡Yo soy su rey!

—La corona de oro que llevas en la cabeza vale mucho menos que la de laurel de cualquier general de Roma. Tu único triunfo ha sido el de ser fruto de la carne de tu padre, Herodes. Te llaman zorro, pero no eres más que un burro gordo.

Herodes arqueó los hombros y se puso a mordisquearse los nudillos. Miró de soslayo al gobernador, que lo había humillado ante el galileo, y se juró que se vengaría. Pero no era el momento, así que se puso a lloriquear.

—Estoy enfermo, Pilatos. Sabes que sufro de hidropesía y que cuando me domina la tristeza me salen hasta lombrices de la boca. Y me mata de dolor la enfermedad de mi Lesbonax, que un día, si César quiere, me sucederá en el trono. Su madre incluso ha perdido un ojo de tanto llorar. Compréndelo: si sus prodigios fueran ciertos, sería la salvación de mi pobre familia.

—Estoy seguro de que si Jesús pudiera ayudarte, lo haría. ¿No es cierto, galileo?

—Creo que eres honesto —respondió Jesús—, a pesar de tu poder, y por eso es justo que sepas la verdad. Y si diciéndote la verdad yo puedo salvar mi vida y la de mi familia, me alegraré. Lo que la gente llama prodigios, o milagros, lo son solo a sus ojos, no a los míos. En el país del que provengo, los monjes me enseñaron que la energía que llevamos dentro puede producir efectos extraordinarios en los hombres y en las cosas. Hace falta práctica y mucha paciencia, pero incluso tú podrías conseguirlo.

—¿Y yo?

—Calla, Herodes. Déjale hablar.

—Cuando regresé me encontré con un pueblo herido, desesperanzado, que sufría. Les he hablado de libertad, de verdad, de honestidad y de amor. Creo en ello, y si les he querido impresionar era para que me escucharan, ya que era gente sencilla. Tú necesitas un gran palacio y lujosas insignias para demostrar el poder que ostentarías de todos modos, por lo que no engañas a nadie, y lo mismo he hecho yo. Y nunca he dicho que fuera un dios ni que esos prodigios procedieran de una divinidad. Eran ciegos y sordos; solo he intentado abrirles los ojos y los oídos. Pero también les he dicho que no puede haber justicia en el Cielo si no la hay en la Tierra.

—Roma ha traído la justicia a todo el mundo, aunque sea con las armas.

—Yo eso no lo sé. Pero desconfío de las armas: no existe dios en el Cielo ni en la Tierra en cuyo nombre sea justo matar o herir, o imponer la propia voluntad. A todo el que quiere escucharme le he dicho que no quería que tuviera mis mismas ideas; solo que fuera libre de escoger. Aunque fuera algo diferente, siempre que fuera consciente de su elección. Seguir la ley de los padres o criticarla no es ni correcto ni incorrecto. Eso sí, tiene que ser nuestra voluntad consciente la que nos guíe. Yo nunca he pedido a nadie que me siguiera. Cada hombre debe seguirse a sí mismo, seguir el bien que siente dentro, su conciencia, la justicia y no la ley. Yo solo he cargado con mi piedra, que, eso sí, unida a las otras, puede formar una montaña. Lo importante no es llegar a la meta, sino recorrer el camino para llegar.

Jesús suspiró. Herodes cogió aliento, pero se contuvo por un gesto del brazo de Pilatos.

—Eres un hombre mucho más peligroso de lo que dicen, galileo. Pero eso no quiere decir que seas culpable de algún delito. Nuestras leyes son escritas. Nadie, ni siquiera el emperador, puede alzarse por encima de ellas. Y si no está escrito que una acción sea delito, nadie puede ser juzgado y condenado por haberla cometido. Ya te había hecho seguir y observar, como es mi deber. El pueblo te quiere, pero no lo has incitado a la revolución, no los has invitado, a diferencia de otros, a empuñar las armas contra Roma. En estos casos, a veces la política impone mirar hacia otro lado.

Se detuvo y miró a Herodes, que se había quedado de piedra.

—Para Roma, pues —prosiguió, dirigiéndose a Jesús—, no eres culpable. No obstante, nosotros consentimos que los pueblos sometidos a Roma conserven sus propias leyes, siempre que no choquen con las nuestras. El Gran Sanedrín te acusa de haber profanado el sábado, hecho que me deja del todo indiferente, pero no puedo pasarlo por alto. Debo ponerte de nuevo en sus manos, a menos que…

Jesús lo miró, sin comprender. Pilatos se acarició la barba.

—Solo los judíos están sometidos al Sanedrín. Si tú quisieras, podría hacerte ciudadano romano y dejarías de estar bajo su jurisdicción.

Herodes se mordió con fuerza los ya maltratados labios. Cuando sintió el sabor dulzón de su propia sangre salió del salón del gobernador. Ahora estaban solos: con la cabeza gacha, Jesús sacudió la cabeza.

—Existe una norma, no escrita en ninguna tabla, pero sí grabada en mi mente y en mi corazón. No traiciones a quien amas, y mucho menos a quién te ha ofrecido su alma. Te lo agradezco, Pilatos, pero no puedo, aunque pudiera pedirte también que concedieras la ciudadanía a toda mi familia.

—¿Sabes qué significa tu negativa?

—Lo sé. Estoy dispuesto a afrontarlo.

—Que los dioses te acompañen, galileo.

—Lo harán —dijo Jesús, sonriendo—. Están dentro de mí, desde el inicio del mundo. Mi vida es la única justificación de su existencia.

Era el undécimo día del mes del Señor del Pésaj, del «pasar de largo». Tres días más tarde, cientos de años atrás, había pasado el ángel de Dios y había matado al primogénito de cada familia egipcia. Solo había pasado de largo en las casas con la puerta manchada de sangre de cordero. Un dios cruel, asesino, que había decidido matar a miles de niños inocentes. Un dios de terror y de muerte, el mismo que por boca de Kayafa le estaba comunicando que al día siguiente le habían impuesto el patíbulo y que lo clavarían en lo alto del palo que ya le esperaba en la cima de la colina de la calavera. Una condena judía con una pena romana: así el Gran Sanedrín atribuiría la culpa a los otros, a los romanos, y no a ellos mismos. Como los brahmanes, que con una mano prendían fuego a las sagradas piras y con la otra empujaban a las mujeres para quemarlas vivas en nombre de un dios. Pero no era más que para conservar su poder por medio del terror. Ahora solo podía creer en Ong Pa y en sus enseñanzas.

—Igual que tú crees en las palabras de Ada Ta, hermana mía.

Gua Li conocía la historia y estaba preparada para eso, pero no para la ausencia de su padre, de su maestro. Apoyó la cabeza en la cama y dejó que Leonora se la acariciara.