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Florencia, 7 de febrero de 1497

La voz de Girolamo Savonarola resonó en la nave de San Marcos como un latigazo.

—¡Ven aquí, Iglesia degenerada! «Yo te he dado finos ropajes», dijo el Señor, y tú lo has convertido en ídolo. Te enorgulleces de sus cálices y conviertes sus sacramentos en simonía, mientras la lujuria te ha convertido en una ramera desvergonzada. ¡Eres peor que una bestia! ¡Eres un monstruo abominable! Hubo una época en la que te avergonzabas por tus pecados, pero ya no. Hubo una época en la que los sacerdotes llamaban sobrinos a sus protegidos; ahora ya no son sobrinos, sino ahijados, ahijados para todo. ¡Te has convertido en un lugar público, y has edificado en él un prostíbulo!

Fuera de la iglesia, el gélido soplo de la tramontana seguía arrastrando las nubes, como había hecho durante toda la mañana. En el cielo de Florencia solo quedaba algún rastro blanco, pinceladas de hielo sobre un lienzo azul. Un sol casi pálido había alcanzado su cénit, y las sombras se habían retirado, pero su fría huella se mantenía, junto a algún cristal de hielo, en todas las paredes orientadas a occidente.

Para calentarse, la gente caminaba rápidamente y, quien se lo podía permitir, iba bien envuelto en su capote de lana. Todos con la cabeza gacha, para protegerse de la brisa helada de febrero, pero también porque observar el cielo surcado por el negro de las columnas de humo era de mal agüero. Aquel día habían decidido llevar la vanidad a la hoguera, y las piras ardían por todas partes. Las llamas que se elevaban a gran altura acababan en finas columnas de humo oscuro y denso, que se elevaban por encima del marrón de los tejados de arcilla y se enroscaban alrededor de los níveos mármoles de las torres. Algunas volvían a caer al suelo en forma de una neblina de polvo que se posaba sobre las manchas blanquecinas de las últimas nieves. En el cielo trazaban círculos bandadas de palomas, atraídas por aquel aire cálido que favorecería el acoplamiento.

Hogueras, hogueras por todas partes. El lujo ardía en las plazas de muchas iglesias. Desde la de Sant’Ambrogio, muy estrecha, donde las monjas echaban agua por debajo del portalón bajo el ojo atento e inquieto de la abadesa, a la marmórea de Santa Croce, donde los franciscanos se habían encerrado en el claustro a rezar, temiendo más la envidia de los piagnoni (los «beatos», tal como se llamaba a los secuaces de Savonarola, principales ejecutores de las «hogueras de las vanidades») por sus tesoros que la ira divina. Ellos también, frente a la capilla más pequeña, recurrían al fuego purificador. Quemaban cosméticos de África, perlas de la India, plumas de colores de aves exóticas, muebles de la China lacados en rojo, divanes franceses acolchados con plumas de gansos flamencos, tejidos adamascados y arabescados, y muchos, muchísimos libros preciosos.

Los pobres de la ciudad, que iban recogiendo las abundantes ramas y troncos que se encontraban en todos los jardines, se detenían a mirar, estupefactos, aquellas hogueras en las que las llamas devoraban en un santiamén lo que ellos no habrían podido comprarse ni siquiera con el sudor de toda una vida. Algunos pensaban que sería una broma: a fin de cuentas, era martes de carnaval, el primero de los tres días de fiesta en los que se daba por lícita cualquier locura, a la espera de los cuarenta días de arrepentimiento que vendrían después con el inicio de la cuaresma. Alguno, haciendo gala de la tradicional paciencia de los humildes, incluso se quedó esperando la llegada de los saltimbanquis o de alguna compañía de enanos.

Pero tras las piras asomaban únicamente las severas figuras de los monjes, bien erguidos y con los brazos cruzados, como cariátides de gigantescas chimeneas. Y tras ellos iba pasando un triste desfile de damas y señores que lanzaban a las llamas joyas y ornamentos. Así, en breve, la gente se convenció de que no había ninguna alegría ni calor en aquel fuego que crepitaba y chisporroteaba, que despedía chispas y pavesas. En sus rostros, el miedo ocupó el sitio del estupor inicial, y no dejó lugar siquiera para esa satisfacción cruel o aquella sutil sensación de venganza al ver a nobles y ricos privados de sus vanidades. Los que se habían detenido, embrujados por aquella imagen infernal, se fueron corriendo, con la mirada gacha, persignándose con la mano derecha en un gesto bien aprendido.

La hoguera más grande se encontraba en una plaza cuadrada, frente a una iglesia restaurada recientemente y dedicada a san Marcos Evangelista. En su interior, desde el púlpito de piedra, Girolamo Savonarola arengaba al numeroso público congregado para escucharlo.

El pregón ya había llegado a su fin: Savonarola había encendido los ánimos y había excitado las mentes con una descripción minuciosa de los más violentos pecados, causantes de las plagas de Cristo. Y el meticuloso listado de los correspondientes castigos de Dios, su padre, provocó escalofríos de miedo y algunos desvanecimientos. Sus acusaciones contra la decadencia y la corrupción de la corte romana le habían costado más de una amenaza de excomunión, pero eso no había hecho más que multiplicar sus imprecaciones. Su voz, que pasaba del grave al agudo, y viceversa, penetró como una espada en el corazón de los presentes, induciendo pensamientos de desprecio y horror en sus conciencias, ante la serie de maldades y vergüenzas que había ido acumulando la Iglesia. Pero el fraile encapuchado se había reservado la última estocada contra su más acérrimo enemigo, el papa Alejandro VI, que llevaba cinco años sentado en el trono de Pedro.

—Maldito sobre la Tierra seas tú, que solo sabes ir detrás de mujeres y muchachos. ¡Disfrutas acumulando bienes y excomulgando a quien te parece, pero eres tú el excomulgado, a los ojos de Dios! —gritó. Y en cuanto acabó la frase, un silencio expectante se extendió por toda la nave. Después su voz se volvió más serena, pero no por ello menos crítica—. Ahora id, hijos míos, pero apresuraos, que la gracia no espera. ¡Y recordad que quien no abandona en la Tierra el lujo y el pecado, en el Cielo será maldito por siempre!

En el exterior, frente a la fachada de ladrillo, criados y pajes ya habían amontonado muebles, espejos, cuadros, vestidos bordados, instrumentos musicales, barajas y joyas, pero siguiendo un orden preciso, dictado por el fraile. Siete capas, formando una pirámide, cada una en representación de uno de los siete pecados capitales. En vano, un mercader de Venecia había ofrecido un óbolo de mil florines de oro para obras de caridad a cambio de encargarse él de aquella mercancía impura a los ojos de Dios. Por aquel acto impío había estado a punto de ser azotado por un grupo de piagnoni, los más fervientes seguidores de Savonarola, tras lo cual se había apresurado a desaparecer entre la multitud. Frente a la iglesia, los criados esperaban la salida de los señores para añadir libros licenciosos y filosóficos a la pira, que ya superaba en altura la luneta del portalón. Hasta el año anterior, nobles y ricos comerciantes aprovechaban la santa misa para lucir capas de nutria, estolas de marta cibelina y jubones decorados con piedras, mientras que las damas lucían amplios escotes cubiertos con perlas y largos vestidos adamascados y bordados de oro y plata. A la salida solían reírse y charlar alegremente, aprovechando la algarabía, para tejer intrigas y promesas, entre miradas y tocamientos sutiles. La multitud que descendió los escalones de la iglesia en lenta procesión en aquella ocasión, en cambio, vestía modestamente; las mujeres iban cubiertas de velos negros, sin ninguna concesión a la rica moda de la época. La gente se fue situando en torno a la gran hoguera, que emitía un calor difuso que atemperaba el aire gélido, aunque no así los ánimos.

Savonarola salió el último, con la capucha negra calada sobre el rostro. Ya de lejos se distinguía su prominente nariz aguileña. Alzó los delgados brazos al cielo, dejándolos al descubierto y, en aquel momento, los criados empezaron a descargar con gran diligencia los símbolos de la riqueza de sus señores en el fuego redentor.

Desde lejos, un hombre y una mujer observaban la escena, abrazados. El hombre, alto y bien proporcionado, llevaba el cabello corto, a diferencia de lo que era común en la época. Vestía, como era habitual en él, un jubón negro con un fino bordado plateado, y calzas del mismo color enfundadas en un par de altos borceguíes de cuero grueso. Iba cubierto con una capa corta atada al hombro derecho, bajo la que asomaba una espada ligera.

—¿Quieres que nos vayamos? —preguntó.

La mujer sacudió su larga melena castaña, apenas cubierta por un bordado velo plisado, y recogida en una trenza que llevaba enroscada en la cabeza como una corona. Sus facciones regulares, casi infantiles, daban mayor protagonismo aún a la luz de sus ojos verdes. Llevaba un sencillo vestido azul con un suave drapeado, ajustado a la cintura con una pequeña hebilla de oro atravesada por una flecha a modo de cierre.

—No, Ferruccio, quiero verlo, —respondió.

Cuando su mujer, Leonora, lo llamaba por su nombre, sabía perfectamente que se acercaba una tormenta. En esos casos, a menudo optaba por hacerse a un lado, con la esperanza de que le pillara lejos, pero en aquel momento sabía que no podía hacerlo, y en el fondo tampoco lo deseaba. Imaginaba qué estaría pensando, y quizá fuera exactamente lo mismo que pensaba él.

—¿Cómo puede ser que un hombre de Dios acabe convirtiéndose en un loco fanático y en un asesino? Cuando nos casó, nos hablaba de amor, aunque fuera a su modo, ¿te acuerdas?

Ferruccio suspiró.

—Las personas cambian. Y ahora que no está Lorenzo para plantarle cara, la ciudad es suya.

—Me dan ganas de vestirme como una cortesana, pintarme los labios de rojo, ponerme cadenas de oro y ristras de perlas en el cabello y presentarme ante él. Querría ver si tiene el valor de tirar mis joyas al fuego. ¡Le miraría a los ojos y le obligaría a bajar la mirada!

—Serías capaz —dijo él, sonriendo—, y me gustaría verle la cara, pero creo que no dudaría en meterte en un calabozo, y entonces, ¿cómo haría yo para liberarte?

—No sé cómo, pero lo harías —respondió ella, sonriendo a su vez—. Para ti no hay nada imposible.

Ferruccio se sintió complacido con aquellas palabras, y con el modo en que, medio en serio, medio en broma, Leonora decía aquellas cosas, haciéndole sentir omnipotente. No sabía quién disfrutaba más: si ella, al sentirse protegida, o él, al protegerla.

Mientras la tenía allí abrazada, contra su cuerpo, una violenta explosión les hizo dar un respingo; de la pira en llamas salieron disparadas unas astillas encendidas, al tiempo que se elevaban al cielo fragmentos de hojas carbonizadas. Alguien salió corriendo, y un criado se puso a gritar, girando sobre sí mismo, como enloquecido, intentando apagar el fuego que le había prendido el cabello.

Leonora le clavó las uñas en el brazo.

—¿Qué ha sido eso?

—No lo sé —respondió Ferruccio—. No creo que se trate de sal de la China; se necesita mucha para las armas y es un bien demasiado precioso, incluso para nuestro fraile. A lo mejor no es más que un barril de licor de aguardiente de guindas. Antes de la prohibición era precisamente una de las especialidades de los dominicos. Pero míralo; todos salen huyendo y él se ha quedado inmóvil. Como si se sintiera protegido por un dios terrible y vengativo.

Savonarola gritó algo, pero estaba demasiado lejos y, con el crepitar de las llamas, no llegaron a entenderlo. Pero una vez más le vieron alzar los brazos al cielo, y ante aquel gesto la gente volvió a su sitio a regañadientes, como el asno arrastrado por su dueño. El fraile no podía permitir que los pecadores apartaran la mirada de la hoguera de sus vanidades y de sus culpas.

El cuerpo de Savonarola vibraba de excitación, mientras aspiraba el olor del fuego y del miedo. Florencia era suya: ya se lo había predicho a Lorenzo de Medici, del mismo modo que, cuando aún era su magnífico señor, había pronosticado su muerte, aunque Lorenzo se había burlado de él. Pero de quien no había podido burlarse era del Omnipotente, que había elegido su mísero cuerpo mortal para manifestarse en él y proclamar su voluntad. Las vibraciones que sentía en todo el cuerpo eran tan violentas que casi le daba la impresión de que podía alzarse por encima del suelo. Se miró los pies para ver si realmente el Señor le había concedido la gracia de levitar, como a santa Catalina de Siena. Pero tenía los pies bien plantados y firmes sobre la escalinata, frente al oscuro nártex de pórfido. Savonarola se arrepintió de su resto de orgullo, pero aunque Dios, justamente, no le hubiera considerado digno de tanto honor, su triunfo en la Tierra ya estaba a punto. Si Roma, la mala pécora, prohibía a los fieles flagelarse, la prohibición del papa se convertía en una invitación a la boda con el Señor. Como el pecado al que se sienten arrastradas las almas es más y más fuerte cuanto mayor es la prohibición, la procesión que seguiría a la hoguera extendería la fe no solo por Florencia, sino por toda la cristiandad.

Casi como en respuesta a sus pensamientos, poco después llegó a los oídos de los presentes, absortos en la contemplación del fuego destructor, una letanía quejumbrosa que iba en aumento. Todos se giraron y, por los jardines que flanqueaban la iglesia, aparecieron los primeros penitentes encapuchados, a la cabeza de una procesión que discurría lenta, como una serpiente ahíta. A medida que se acercaban, aumentaba la lúgubre y profunda intensidad de sus oraciones.

De sus bastones colgaban tres cuerdas con gruesos nudos, a su vez atravesados por espinas de hierro cruzadas. Eran todos hombres, con el pecho descubierto. Se golpeaban la espalda y el pecho, que tenían hinchados y teñidos de azul y de rojo, mientras la túnica blanca se manchaba con la sangre que manaba de sus heridas. Leonora volvió la cara y la apoyó contra el pecho de su marido.

—Ahora sí, vámonos, te lo ruego —le dijo.

—Solo un momento, amor mío, permíteme. Tú quédate aquí, por favor. Vuelvo enseguida —respondió Ferruccio, que acababa de distinguir a un hombre que no podía ni debía estar allí.

Se separó de ella y atravesó los jardines por los que iba llegando la procesión. El corazón le latía con energía, bombeando sangre a los músculos; ya se le había pasado el frío. Con largas zancadas llegó hasta el grupo de los flagelantes, cuya sangre había formado grandes charcos entre el polvo. Entre aquellos brazos que se movían rítmicamente y los arabescos que trazaban las cuerdas con clavos en el aire, reconoció, encadenado y con la cabeza atrapada en un cepo, a Amos Gemignani, un modesto banquero judío, en otro tiempo protegido del Magnífico.

Ferruccio había visitado mucho su despacho, escondido en un patio del Borgo dei Banchi, para canjear las órdenes de pago con que le compensaba la familia Medici por sus servicios. Estaba asombrado de verlo allí. Sabía que se había trasladado a Volterra después de que Savonarola consiguiera que en la República de Florencia se prohibiera el préstamo con interés. Aquella prohibición había provocado grandes problemas a la banca de los Medici, que se enriquecía precisamente con este tipo de operaciones. ¿Qué hacía Amos en Florencia? Conocía su carácter sumiso y acomodadizo, así pues: ¿qué ley habría infringido para acabar en el cepo, a la vista de todos? La barba de Amos estaba roja de su propia sangre, y sus largos cabellos rizados, más que cortados, parecían haber sido arrancados a mechones, por puro desprecio.

Abriéndose paso entre aquellos cuerpos atormentados, Ferruccio se acercó al prisionero, con la mano derecha apoyada en la empuñadura de la espada. Un penitente hizo ademán de golpearle con el flagelo, pero ninguno de sus compañeros le siguió, y el hombre enseguida retiró la mano. La corpulencia de Ferruccio y su expresión decidida le hicieron perder el ritmo de la letanía. Alguno dejó de cantar, y poco a poco en la plaza se hizo el silencio. Ferruccio se situó a un paso del judío encadenado y se arrodilló a su lado.

El viejo lo observó, sorprendido, e instintivamente se cubrió la cabeza con los brazos, que le costó levantar a causa del peso de los cepos de hierro.

—Amos, soy yo, Ferruccio de Mola. ¿No te acuerdas de mí? No quiero hacerte daño.

—Tú… —Parecía que lo reconocía, pero su voz no era más que un susurro.

Ferruccio se acercó aún más y le pasó un brazo alrededor de los hombros. De lejos, Leonora vio que dos de los soldados que montaban guardia junto a la pira se acercaban a su marido.

—¿Por qué estás aquí, Amos? —le preguntó Ferruccio, ajeno a lo que ocurría a su alrededor.

—Tenía que… ingresar los créditos… No sabía que tenía prohibido volver a Florencia.

—Hablaré con el fraile, lo conozco bien. Le explicaré…

—¡No! No quiero nada de vosotros, cristianos… Vete, no te entrometas. He sido yo quien ha elegido esto. Si no armo alboroto, cuando se consuma la hoguera, me dejarán libre.

Los dos guardias estaban ya tras él, pero Ferruccio no se dio cuenta hasta que no oyó el grito de su mujer a sus espaldas.

—¡Es un amigo suyo —gritó Leonora, dirigiéndose al fraile—, y tal como dice el Evangelio está reconfortando a un enfermo! ¡Aunque sea un pecador! ¿O es que eso también está prohibido?

Los presentes se giraron, atónitos ante aquella osadía, sobre todo en boca de una mujer, que, como repetía a menudo el fraile, era una criatura sujeta a las tentaciones del demonio, mucho más que el hombre. Porque, como era bien sabido, tenía más orificios por los que pudiera entrar el demonio para apoderarse de su cuerpo. Los soldados se giraron hacia Savonarola, dispuestos a intervenir. Todo el mundo posó los ojos en él, incluida Leonora, que lo miraba con la cabeza bien alta, mientras Ferruccio, atónito, la miraba a ella. El predicador abrió los brazos, como si quisiera abrir las aguas del mar Rojo; luego se llevó la mano izquierda al corazón, lentamente, dejando la derecha en alto, con los dedos abiertos, ordenando a los soldados que se detuvieran. Plegó el anular y el meñique, y mostró a la multitud el signo de la bendición, señal de paz. Ferruccio se puso en pie, no antes de estrechar por última vez la débil mano de Amos. Su figura, imponente, se abrió paso lentamente por entre el grupo de penitentes, que iba dejándole espacio a cada paso. Cuando llegó a la altura de Leonora, le pasó un brazo por los hombros y se alejó de la plaza sin mirar atrás.

Los ojos del fraile los siguieron hasta que uno de los penitentes le llamó la atención gritando frases incomprensibles, presa de una exaltación exagerada. Y aquello no le gustó: «Dios ama a los humildes», se dijo. El hombre se dirigió hacia él, agitando el flagelo. ¿Qué estaba diciendo aquel patán? Savonarola entrecerró los ojos y lo señaló con el dedo. Por fin lo vio sonreír, pero con la sonrisa de un loco. El fraile intuyó lo que estaba a punto de suceder y su mano acusadora se abrió como un abanico para detenerlo. El penitente se desnudó totalmente y corrió hacia el fuego.

—¡No! —gritó Savonarola.

Demasiado tarde. De un salto, el hombre se sumergió en la pira, en una explosión de chispas; cayó casi en su interior, donde nacían las llamas, y desapareció. Unos cuantos guardias de la República de Cristo corrieron hacia el fuego, pero se detuvieron a cierta distancia, la justa para no quemarse, pero con el rostro ya teñido de rojo. Mientras la gente de la plaza se acercaba, intrigada y hechizada por aquel inusual sacrificio, un olor a carne quemada se extendió por el aire, mezclándose con el de la resina, el de los barnices y el de los minerales quemados.

Un presagio de muerte sacudió a Savonarola. Un escalofrío casi agradable.