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Roma, 9 de junio, castillo de Sant’Angelo
En el estudio privado del papa Alejandro VI, cuatro candelabros de siete brazos, regalo de la reina Isabel de Castilla, ardían sobre otras tantas columnas de mármol de capiteles jónicos. Los primeros habían sido sustraídos de las sinagogas de Granada; las segundas procedían del saqueo del vecino Palazzo Salviati. Junto a estatuas romanas, cofres alemanes, rechonchas cómodas genovesas y lámparas venecianas, contribuían a la ecléctica decoración del nuevo apartamento que el papa español se había construido en el interior de la fortaleza del castillo de Sant’Angelo. En la habitación contigua, un laúd acompañaba a un trío de cantores que interpretaban una tonada popular: «Le picciole mamelle paron due fresche rose di maggio, gloriose in sul matino…». (Sus pechos, menudos, son como dos frescas rosas de mayo, gloriosas en la mañana…).
Cantaban bajito, de fondo, y la mujer procuraba modular al mínimo los gorjeos y los trinos, tal como le había ordenado el maestro de ceremonias de su santidad. El tono del bajo, en cambio, se perdía en un suave lamento, y llegaba a los oídos del papa como un trueno lejano: «Io son poi del cor privo, si la veggio ballare, che me fa consumare a parte a parte. Non ho ingegno ne arte ch’io possa laudarla…». (Y me roba el corazón, si la veo bailar, que me consume por completo. No tengo ingenio ni arte con el que pueda cantar sus alabanzas…).
Al llegar unos pasajes rápidos y pesados, el laudista bloqueó el arpegio final y la mujer interrumpió su canto media palabra después. Solo el bajo prosiguió impertérrito, in decrescendo: «… ma voglio sempre amarla in fine a morte». (… Pero la amaré hasta la muerte).
Al pronunciar la palabra «muerte», apareció el rostro picado de viruelas de César Borgia, que atravesó la estancia y desapareció en un santiamén, dejando tras de sí una estela de perfume. Lo seguía, agitado, el maestro de ceremonias, que les indicó a los tres que se fueran, con un gesto. Cerró la puerta del estudio, se sentó en la antecámara y sacó su diario. Anotaría solo lo que llegara a sus oídos, nada más, como hacía puntualmente desde hacía catorce años. Por todo lo que había visto y oído estaba seguro de que, si el mundo no acababa pronto, sus notas adquirirían un gran valor, y más de un monarca se había mostrado dispuesto a pagarlas como si fueran oro. Era ya el tercer papa al que servía; lo único que tenía que procurar era mantenerse lejos de sus venenosos comentarios y no salir de noche, y quizá conseguiría servir a un cuarto.
—Hueles a asado.
El papa Alejandro no levantó siquiera la cabeza, ocupado como estaba comprobando la cuenta que Pinturicchio, el pintor, le había presentado al término de la reforma de su retrato.
—Es el agua de Hungría, padre —respondió César, despreciativo—. El boticario la vende a diez ducados la garrafa.
—Es olor a cordero, y noto también el de romero, que cubre apenas el de mujer. Pero no es de Sancha, si mi memoria no me falla.
César no recogió la alusión a su cuñada y se olisqueó atentamente los puños de encaje y los dedos. El olfato de su padre había dado en el blanco en ambos casos.
—Le diré al boticario que se lleve su perfume y que me dé a cambio uno de almizcle.
—Al menos olerás a hombre.
Rodrigo Borgia apoyó la pluma de cisne sobre la mesa y secó cuidadosamente la punta del cálamo con un paño de lino.
—Hay que aprovechar mientras dure. Luego no sirve para nada.
—Veo que estáis intranquilo. ¿No hay siervos o nobles damas que os puedan dar servicio hoy?
—Después, César, después. Ayer hablé con tu hermano Juan —dijo Alejandro, plantando los codos sobre la mesa—. No sé qué le ha dado. Cuando le he insinuado que necesito contar con la total confianza de nuestras milicias para proclamar el reino, me ha dado a entender que no puede garantizármelo. ¿Entiendes?
César se sentó frente a él y se puso a retorcer las finas barbas de la pluma.
—Me ha dicho —prosiguió el papa con una rabia creciente— que antes de proceder sería mejor hablar con tu hermano Jofré y con su suegro, el rey, para firmar una alianza con el reino de Nápoles, al sur, y obtener así el plácet de Castilla.
—¡Es imposible! —La pluma se quebró entre los dedos de César ante la mirada furiosa de su padre—. Al cabo de unos días, toda Europa se movilizaría contra nosotros, Maximiliano el primero, y luego el de Valois, que vería la ocasión de volver. Podría incluso atreverse a convocar un concilio para un nuevo cónclave. ¡Juan está loco!
—Tenemos que reforzar las fronteras interiores, que Spoleto y Rímini nos teman. Con los ducados de Ferrara, Mantua y Módena y la República de Siena estrangularemos al Gran Ducado. ¡Los Medici están fuera de juego, y de Savonarola ya se ocuparán los florentinos, que nos aclamarán como liberadores! —El papa apretó los dientes y su voz adoptó un tono ronco—. Pero Juan vacila, tiene dudas. Es más, se me ha puesto en contra.
Ambos permanecieron en silencio unos minutos; luego el papa levantó la vista y la posó sobre su hijo. La mirada de César, antes interrogativa, viró cada vez más hacia la toma de conciencia, que a su vez se convirtió en certeza. Buscó en su padre un gesto que le indicara que podía marcharse y, una vez obtenido, se levantó de la silla.
—Espera —dijo Alejandro, sujetándolo por un brazo—. Es carne de mi carne, como lo eres tú. Los dos sois mis dos brazos.
César miró aquellos ojos hundidos, cubiertos por gruesos párpados, las mejillas redondas que se fundían con el cuello y, sobre todo, la mano que le había detenido, cubierta de manchas irregulares. No es que fuera muy viejo, pero el tiempo y sus dudosas costumbres iban dejando huella en aquel cuerpo, y algún día, más pronto que tarde, acabarían con él. Y César sería rey. Aut Caesar aut nihil. O César o nada.
—Cuando un brazo se gangrena hay que cortarlo, padre; de lo contrario, muere todo el cuerpo.