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Cuando no iba a escuchar a los sabios, Yuehan pasaba mucho tiempo con su abuela, que lo atiborraba de buñuelos de harina, huevo y pasas, que untaba luego con miel, y le contaba historias sobre la infancia de su padre y acerca de los orígenes del pueblo al que también él pertenecía. Él le habló de la nieve que ella nunca había visto, de las montañas, de los enormes osos azules y de la sabiduría de los monjes, lamentándose a veces de que los maestros del Sanedrín enseñaran reglas sin justificarlas, diciendo únicamente que procedían de la voluntad de Dios y que por ello debían ser aceptadas. María sonreía y, cuando estaban solos, admitía que tenía toda la razón.

Una noche, bajo el pórtico azotado por la lluvia, Yuehan le habló por primera vez de su madre y de su hermana, como si aún estuvieran presentes y vivas. María le escuchó un buen rato, hasta que le contó que su padre solía coger a su madre en brazos cada vez que volvía a casa. En los ojos de Yuehan vio aquella felicidad perdida, y buscó una excusa para escapar a la cocina a secarse los ojos. Aquella noche se acostó junto a él y lo abrazó.

Así pues, a Jesús no le molestó que Yuehan prefiriera quedarse con María en lugar de acompañarlo al oasis de Ein Ghedi, en las cercanías del lago Asfaltites. Allí debía encontrarse con un grupo de judíos que se definían como esenios, santos y puros, y que vivían siguiendo reglas monásticas, pero que estaban deseosos de librarse del yugo romano y de la vergüenza del comportamiento del Gran Sanedrín, cuya autoridad no aceptaban. Habían sido ellos mismos los que habían solicitado verse con el hombre llamado Jesús, cuyas palabras inflamaban ya los ánimos por toda Palestina.

—Te había dicho que convencerías a la gente —le solía repetir Judas a su hermano—. Necesitaban alguna señal tangible, y ahora son muchos los que creen en ti, en nosotros, en nuestras ideas; han recuperado la conciencia y quizá también la esperanza de volver a ser un pueblo.

A través de un sendero sumergido entre la vegetación llegaron a una cascada que formaba una piscina natural que invitaba al baño. María, la única mujer presente, se sumergió tranquilamente entre las aguas borboteantes, entre las miradas atónitas de los hombres.

—¿Tú lo desapruebas? —le preguntó a Jesús—. ¿No crees que yo también tengo derecho a refrescarme? He caminado con vosotros, he compartido el pan, el queso y las fatigas.

—El pecado está solo en los ojos del que mira; si tú no lo hubieras hecho, te habría llamado yo.

—Tú me gustas, porque no eres ni un santo ni un hipócrita, sino un justo.

Antes de que él pudiera responderle, María se alejó, nadando hasta la orilla.

Poco después, de las cavernas que se abrían por encima, salió una multitud de hombres vestidos de blanco que se congregaron alrededor de la balsa. Jesús salió del agua y fue a su encuentro, con Judas tras él, como una sombra.

—Soy Ethan ben Avraham, el maestro de Justicia. Hemos oído hablar mucho de ti, Jesús. Dicen que tienes poderes, pero a nosotros nos interesa únicamente lo que dices.

—Solo digo lo que creo y lo que he aprendido, esto es, que entre el mal y el bien siempre existe la posibilidad de elegir, y que la elección que hace el hombre es la que le distingue.

—Estoy de acuerdo contigo. Beit, la casa, es la primera palabra de la ley, cerrada por tres lados pero abierta por el izquierdo, para hacer posible que el mal exista y que el hombre elija.

—Esa es la manera de que nadie entienda nada y de dejar que el conocimiento sea potestad solo de unos pocos —intervino María, poniéndose entre los dos—. «Beit» también quiere decir «mujer»; sin embargo, vosotros tenéis a vuestras mujeres alejadas del templo.

Ethan se quedó mirando a los ojos a Jesús, que le devolvió la mirada, sereno. Le tendió la mano a María para invitarla a que se acercara.

—Si nuestras mujeres fueran como tú —le respondió Ethan—, ya habríamos ganado nuestra batalla.

Hablaron de los derechos y los deberes del hombre, de que las oraciones eran las mismas bajo todas las estrellas, de la necesidad de convertirse en un pueblo libre e independiente y de la naturaleza divina que existe en cualquier criatura humana. Solo discreparon en cuanto a los ritos, que Jesús consideraba superfluos para acercarse a la esencia del espíritu, cualquiera que fuera su naturaleza, y que Ethan, por su parte, consideraba necesarios para dar orden y organización al propio pueblo.

—Cuando haces el bien a los demás —dijo Jesús—, no necesitas más reglas y tampoco tienes necesidad de saber a quién se lo haces.

—¿Querrías, pues, acabar con sacerdotes y sabios?

—No, Ethan; querría que lo fueran todos, sin necesidad de ponerse ningún distintivo. El ser divino que hay en nosotros, su chispa creadora, no tiene necesidad de que alguien se ponga una elaborada túnica o sombreros de ala ancha para poder hablar con el cuerpo que lo contiene. Y un buen padre o una buena madre escuchan las plegarias del hijo si habla con ánimo sincero y buenas intenciones, no porque vaya ricamente vestido o porque confíe sus palabras a un amigo.

Ethan se rio y se mostró de acuerdo. Discutieron sobre aquello hasta que el añil del cielo anunció la noche, mientras el corro de personas a su alrededor iba creciendo hasta incluir hasta las mujeres esenias, que habían bajado de las grutas con sus hijos. Compartieron con ellos agua, tortas y queso, porque la carne y el vino estaban desterrados de su mesa. Cuando el cielo nocturno llegó a la mitad de su ciclo y dejaron de alimentar las hogueras, Jaime quiso acercarse a Jesús, pero Judas lo apartó.

—Déjalo, la vida tiene que discurrir de nuevo en él.

Pusieron una manta entre las ramas de un olivo, para protegerse de la humedad, y otra junto a la base del tronco. María y Jesús se sentaron sobre la segunda, a la manera oriental.

—No dejo de sorprenderme de lo bien que acoges mis palabras. Me das un motivo más para quedarme y seguir adelante.

—Tienes el don de decir de un modo muy sencillo los conceptos más difíciles, y haces mejores a los hombres.

—Si todos fueran como esta gente, el propio mundo sería mejor. No tienen miedo y viven honrando la justicia.

—Por eso los romanos y el Gran Sanedrín los temen, igual que te temen a ti. Debes tener cuidado.

Una sombra pasó por el rostro de Jesús, que cogió una aceituna del suelo y la lanzó lejos.

—No sucederá una segunda vez. Ahora tengo a Yuehan.

—Y a tus hermanos y a tu madre y… también estoy yo. —María se puso en pie—. Sí, también tienes obligaciones para conmigo. ¡Ve con mucho cuidado de no hacer llorar a una mujer, que luego Dios cuenta sus lágrimas! Ella ha salido de la costilla del hombre, no de sus pies, para que la pisotee; tampoco de su cabeza, para que sea superior a él. Ha surgido de su costado, para ser igual. Un poco por debajo del brazo, para que la proteja, y del lado del corazón, para que la ame. ¿Por qué me miras así? —dijo, riéndose—. ¿Ya no reconoces las palabras de los sabios?

Jesús intentó cogerla por un brazo, pero ella se escabulló y se escondió tras el tronco. Sus risas llegaron hasta Jaime y Judas, que no estaban lejos. Judas le indicó a su hermano que volviera a dormirse.

En los días siguientes se encontraron con otras comunidades de esenios, pero ahora, allá donde fuera, a Jesús le precedía la fama de sus prodigios. Como es lógico, cada persona transmitía la noticia que había oído aumentándola y magnificándola, hasta el punto de que una simple imposición de manos, que a veces ayudaba a sanar pequeñas afecciones, se convertía en la resurrección de un cadáver.

Con todo, en aquel tiempo, Jesús comprendió que las enseñanzas de Ong Pa no eran simples trucos o engaños de la mente. La unión del cuerpo y el espíritu en una única entidad hacía que la gente, a veces, se curara de verdad de las enfermedades. Un ánimo sereno, le había dicho siempre su maestro, produce energía vital que se transmite al interior y al exterior del cuerpo. Se está más sano y más guapo, decía, riéndose, naturalmente dentro de ciertos límites. María, pues, debía de estar serena, porque él la veía cada día más guapa. Siempre a su lado, incluso cuando hablaba a la gente; él la buscaba con la vista y era como si se dirigiera solo a ella. Y a ella le confiaba sus dudas, más aún que a sus hermanos o a su madre, demasiado ocupada dispensando sus atenciones a Yuehan, al que veía crecer como no había visto a su hijo.

La estación seca llegaba a su término y empezaron a caer las primeras lluvias. Habían salido precipitadamente de Megido, donde Jesús había discutido con dos ancianos maestros fariseos, Hilel y Shammai. Sobre todo con el segundo, que le había acusado, ante una gran multitud, de ejercitar las artes del demonio por haber curado a un mudo, y le había jurado que por ello le llevaría ante el Gran Sanedrín. La gente enseguida se había posicionado en dos bandos y algunos, entre ellos Judas, habían llegado a empuñar cuchillos y bastones puntiagudos. Para aplacar los ánimos e impedir que aquella discusión se convirtiera en una sangrienta pelea, Jesús proclamó frente a los dos sacerdotes que los obedecería y que no obraría más prodigios, aunque nada bueno, como una curación, puede proceder de las fuerzas del mal. En el fondo, él también lo quería así; eran ya muchos los que repetían sus palabras por toda Palestina, pero también por Siria y Egipto. La semilla estaba plantada, aquello era lo que importaba: otros vendrían a recoger el fruto.

Un chaparrón los sorprendió durante aquella fuga, y se dispersaron. Los rayos atravesaban el cielo y dejaban ver, a lo lejos, la silueta del monte Tabor, que parecía levantarse del suelo como un gigantesco bubón.

—Son las almas de los diez mil soldados macabeos pasados por la espada por los romanos mientras combatían por su libertad —decía María, temblando—. Cada rayo que cae sobre las rocas le devuelve la vida a uno de ellos, que rondará toda la noche para intentar despertar a sus compañeros caídos. Te lo ruego, resguardémonos en algún sitio, tengo miedo.

Jesús nunca la había visto tan asustada. Entraron en una de esas cabañas que usaban los pastores, hechas de cal y cañas, un excelente refugio también para el sol. La mujer se cogía los brazos contra el pecho y sufría constantes temblores. Al no tener nada para encender la paja, Jesús la utilizó para intentar secar a María, frotándola con ella y dándole fricciones en los hombros. Ella se giró y sonrió.

—Se nota que eres un hombre; ninguna madre le haría eso a su hijo. La piel se seca mucho antes que el algodón y la lana. Gírate y desnúdate tú también; no eres inmortal. Si el agua se te hiela sobre la piel, en los próximos días la tos te devorará desde dentro.

Ambos se masajearon los hombros y sus gestos los reconfortaron. Se lo agradecieron mutuamente con una caricia en el rostro. María cogió la mano de él entre la mejilla y el hombro. Con la otra Jesús le acarició los cabellos, aún empapados, y ella hizo lo mismo con el dorso de la mano, pasándola con suavidad por entre los pelos de la barba. Los latidos de sus corazones se aceleraron al mismo tiempo y ambos se detuvieron, inquietos. Después se unieron lentamente los dedos, se acercaron los rostros y los labios se tocaron por primera vez. El índice de Jesús se deslizó, incrédulo, por entre los senos de ella y descendió hasta los pliegues del vientre. La mano de ella le acarició el pecho. Sus ojos no dejaron de mirarse ni cuando se tendieron sobre la paja, y siguieron abiertos también durante el primer beso, profundo, y los que le siguieron. Sus cuerpos respondieron a la llamada del deseo, las piernas se enredaron, la piel se estremeció y los músculos se tensaron. El fantasma de Gaya asomó por un instante en la mente de Jesús, pero luego lo vio feliz y se alejó, sonriendo. Cuando se deslizó entre sus piernas, fue tan natural como el amor que los unía.